Corren tiempos de genuina globalización. Ante una emergencia sanitaria sin precedentes en la historia contemporánea –atenidos a la horizontalidad de su alcance– se han interrumpido de manera casi absoluta los eventos presenciales en el ámbito de la cultura mundial. El imperativo del aislamiento social ha supuesto para muchos un inmenso dilema, mientras otros han ido concertando sus rutinas de acuerdo a las nuevas circunstancias.
El trabajo de Octavio Irving (Santa Clara, 1978) ha estado preso del “encanto de las apariencias”. Un subterfugio desde donde el artista potencia una suerte de lirismo comprometido con el sentido efímero de la belleza y donde el sentido personal de la sensorialidad acude tangencialmente a lo simbólico y lo referencial. Como si atara cabos sueltos, solo para desamarrarlos al vacío en un ejercicio crónico, permanente.
Irving apela a la reiteración de las imágenes como si reconstruyera una idea desde la ingente perentoriedad de lo inasible. Lo mismo desde las técnicas gráficas, que en sus dibujos, pinturas o instalaciones, el artista re-edita una misma imagen en una recombinación semántica que busca –paradójicamente– condensar las posibles lecturas.
Cautivo en su hermosa casa cercana a la capitalina avenida Boyeros, Irving lidia con las exigencias de una cuarentena que nos ha hecho estrechar los envites de la convivencia. Una vuelta de tuerca para sus ya umbrías figuraciones. Alentado por “AC Noticias” a compartir los papeles que manosea afirma que “Todo lo que es adyacente a la noción de identidad, nos aproxima a ser y expresarnos de forma original. La memoria salva”.
A plena luz, en el tórrido verano que ya se manifiesta, Irving continúa trabajando.
Isabel M. Pérez Pérez
Imágenes cortesía del artista