Isabel María Pérez y Rubén del Valle Lantarón
Afirmaba Marcel Duchamp que “el coleccionista es un artista al cuadrado”. Quizás porque para el arte moderno y contemporáneo esta figura ha devenido pilar de reconocimiento y legitimación. Ya sea institucional o privado, el coleccionismo de arte articula el espacio económico y el cultural, trasvasando y compartiendo responsabilidades que se entronizan tanto en la conservación y el enriquecimiento patrimonial como en la jerarquización de valores estéticos, la gestión promocional, la instauración de tendencias, prácticas, creadores…
El coleccionismo privado ejerce una influencia determinante en el circuito del arte. Su función primordial comporta una dualidad taxativa: por un lado, ha de salvaguardar obras “magistrales” inscritas en la historia del arte, mientras por el otro ha de testimoniar la creación en curso, incluso profetizar el futuro mediato. Todo ello anclado a una comisión de servicio público, de educación y satisfacción de intereses culturales generales. Tanto la colección privada de tipo personal, encerrada en la casa y/o en los depósitos del coleccionista, reservada a su disfrute y como ambiente cotidiano que se muestra a otros discrecionalmente; como la colección abierta y accesible al público (centro cultural, casa-museo o institución), pasando por la infinita gama de combinaciones y variables intermedias, cada colección de arte es un mundo en sí misma, definida por las ecuaciones específicas que le imprimen sus propietarios.
En esta concurrencia de voluntades, durante las últimas décadas se identifica una diferencia esencial, que, aunque tampoco se comporta como una fórmula químicamente pura, introduce una diferenciación relevante. Se trata de las divergencias de perspectivas entre los antiguos coleccionistas “puros”, por lo general más identificados con la acción colectora como pasión, prestigio y jerarquía, y los más recientes coleccionistas como generadores de apuestas seguras de diversificación de carteras de inversiones. En todos los casos el “poder de comprar” resulta el común denominador y el coleccionista de arte contemporáneo deviene en un individuo apreciado y apetecido, estimado por casi todos los agentes del circuito, sujeto de un sistema darwiniano por excelencia que adquiere “opciones de futuro sobre la importancia cultural de una obra”.
Llama la atención, revisando bibliografía al respecto, la escases de indagaciones sobre las colecciones públicas –tanto nacionales como foráneas– a contrapelo del aluvión que se indexa cuando se trata del coleccionismo privado. Cientos de entradas sobre las particularidades y posibilidades de esta modalidad adquisitiva, cada vez más en boga, que mueve millones y millones y se ufana en los más selectos clubs de entendidos que recorren importantes eventos artísticos mundiales. Una mirada perspicaz a este fenómeno la ofrece Natividad Pulido con la frase que titula su entrevista a Manuel Borja-Villel, director del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía: “Hoy los museos no solo coleccionan obras, también coleccionistas”. En la entrevista se abordan muchos de los conflictos que impactan en la actualidad sobre los museos, el coleccionismo, las programaciones, las franquicias, el mecenazgo, el mercado. Al referirse a la tiranía del capital en el manejo de las colecciones afirma: “Cuando la razón prioritaria es la económica, acaba disminuyendo la razón creativa.”
De esta manera, el coleccionismo es una forma de poder indirecto, distintivo, acoplado en un tejido de relaciones e interdependencias cada vez menos preciso y ensanchado. Los agentes tradicionales –críticos y curadores– parecen ceder preminencia ante la hegemonía del coleccionista, quien cada vez más “moldea” el transcurso cultural de su entorno y de su época. Satanizado o santificado, este reacomodo de influjos en el circuito cubano se hace especialmente visible en ciertas alianzas y maridajes que paulatinamente han ido instaurándose en el perímetro de la producción simbólica insular. Gestor-coleccionista; crítico-consultante; artista-curador-asesor; y así un sinnúmero de aleaciones que en última instancia replican el status quo del universo globalizado que nos circunda y determina. Todo ello con la consiguiente derivación de los recursos humanos especializados del sector público hacia el privado.
Durante la entrega del Premio Nacional de Artes Plásticas a uno de nuestros más connotados artistas, recordamos que, una vez concluida la alocución del homenajeado y ya sentado entre el público asistente, reclama una vez más la palabra: había olvidado agradecer el apoyo de su coleccionista. Fue revelador; mostraba el reconocimiento sincero a una figura determinante en el arte cubano de las postrimerías del siglo XX, que desplazó el influjo iniciático que acapararon galeristas y dealers en los años noventa para introducir tintes específicos en el engranaje de las adquisiciones, el acompañamiento y subvención de trayectorias, proyectos y exhibiciones.
Para esta primera aproximación al coleccionismo privado foráneo, hemos escogido tres modelos de gestión diferentes entre sí: un coleccionista-filántropo, europeo, dueño de una Fundación con base en París; un coleccionista-inversor, norteamericano, con experiencias exitosas en reunir, establecer y vender colecciones de arte moderno y contemporáneo; y un coleccionista-aficionado, también europeo, cuyo desempeño profesional en el ámbito de las finanzas le vehiculiza adquirir una colección propia y otra para el banco que representa. En todos ellos, sin embargo, se verifica la misma vocación expresa y activa por exhibir los acervos atesorados, en un intento de socialización de aquellas obras y/o artistas que han considerado relevantes, según sus perspectivas individuales.
Gilbert Brownstone (en lo adelante GB) ha mantenido una larga trayectoria de trabajo en el ámbito de la cultura occidental, alternando su gestión como curador y experto con adquisiciones de obras de interés personal, sin que ello haga que se considere a sí mismo como un coleccionista en el rigor del término. Entre otros desempeños, trabajó en el Museo de Arte Moderno de París, fue director-curador del Museo Picasso de Francia, curador del Museo de Israel en Jerusalén, hasta que en 1985 crea y dirige la Brownwtone & Cie Galleries. Para 1999 sus intereses se encauzan hacia la Fundación Brownstone, que concentra sus misiones en promover la justicia social a través de la cultura, desarrollando proyectos de naturaleza diversa en varios países. Remonta su inaugural adquisición de arte cubano a julio del 2001, durante su primera visita a La Habana, cuando se interesa en un dibujo de Iván Capote en Galería La Casona. Conoció a Luis Miret, quien se convierte en uno de sus grandes amigos, y le abre las puertas de los estudios de artistas. Organiza y coordina, a partir de ese momento, un sistema de becas, colaboraciones y contribuciones que desbordan el ámbito de las artes visuales. Para 2011 dona al pueblo de Cuba su colección de obra gráfica de Picasso, junto a otro conjunto de notables creadores de las vanguardias de la modernidad, que se exhiben en el Museo Nacional de Bellas Artes e itineran luego por todas las provincias y lugares de interés en todo el país.