La tendencia abigarrada del diseño compositivo; la superposición interactiva de contenidos y planos significantes; la hibridación de lenguajes y artificios expresivos, continúan siendo recursos recurrentes dentro de una parte de la producción pictórica cubana, sobre todo de índole figurativa; a pesar de que en los últimos tiempos han ido apareciendo también -a modo de contraposición y giro eventual de la mirada hacia exigencias foráneas- algunos pintores expresionistas que prefieren realizar obras bidimensionales más apegadas a la noción de síntesis; al montaje minimalista; al despliegue de efectos visuales menos sofisticados y de un nivel de descifrado perceptual más asequible.
Pero pasará mucho tiempo para que esa concepción ecléctica de la representación pierda prominencia entre los pintores cubanos, residentes en la isla o insertados ya en otros contextos foráneos; para que desaparezca de sus prácticas habituales, por muy pujante o de moda que se manifiesten esas otras tendencias expresivas más simplificadas o concisas. Me atrevo a afirmarlo, porque ese conocimiento antaño, ese fundamento del ejercicio de la pintura, tiene sus raíces en los procesos históricos de sincretismo, de transculturación que han contaminado casi todos los fenómenos culturales del país.
El perfil ecléctico ha desempeñado, incluso, un rol de inducción metodológica, en determinados periodos de cambios urgentes y recontextualizaciones dentro de Cuba. Aunque quizás no con toda la resonancia que se requiere, hasta nuestros días continúan llegando los ecos de aquel desempeño emblemático que adquirieron algunos artistas dentro de la pintura de finales de los ochenta y parte de los noventa, con sus peculiares enfoques neo-barrocos o neohistoricistas. Por solo mencionar algunos ejemplos, podríamos referirnos a las obras de Consuelo Castañeda, Ciro Quintana, Glexis Novoa, Lázaro García, Pedro Álvarez, Armando Mariño, Rubén Alpízar o Douglas Pérez…
Sin embargo, vemos con pesar como ha surgido también en la actualidad un tipo de pintura de componentes heterogéneos bastante arbitrarios; de asociaciones simbólicas inocuas; que está atentando -quizás sin proponérselo- contra lo mejor de esa tradición ecléctica conceptual. Me refiero a una tendencia que selecciona, intercala figuras y objetos de manera veleidosa; sin tener la capacidad de inducir mediante ellos una metáfora suspicaz; creaciones donde se entrecruzan la ingenuidad y el kitsch. Obras que pretenden sumergirse en una surrealidad sin atmósferas o escenas creíbles, o al menos imaginables; figuraciones que carecen de líneas o trazos compositivos vinculantes. Y lo inusual -por no decir alarmante- es que algunos creadores de esas obras se saben desestimados por un sector del circuito galerístico y la crítica especializada; pero creen ingenuamente poder compensar esa indiferencia, esa desautorización, con la anuencia de un público desconocedor, aunque bastante solvente; que tiende a la contemplación gratuita y al éxtasis hedonista.
Tener por lo tanto la oportunidad ahora de aproximarme, de analizar una obra pictórica de voluntades, de pretensiones como las del artista cubano Felipe Alarcón, radicado en España, ha sido realmente grato, satisfactorio. Alarcón proviene de esa herencia ecléctica; pero, lejos de adoptarla de manera conservadora o mimética, continúa esforzándose por expandirla al máximo hasta nuestros días; por reactualizar su funcionalidad conceptual y representativa; incorporando perspectivas de elucidación histórica, testimonios de procedencia colectiva, y hasta crónicas personales e intimistas.
Teniendo en cuenta la profusión de imágenes, la densidad de los contenidos utilizados, uno reconoce sin esfuerzo en las obras de Felipe Alarcón que los procesos de mezcla, de yuxtaposición simbólica, constituyen basamentos orgánicos de una realidad social y cultural en la que creció, en la que fue madurando, en la que se moldeó su personalidad, y con la que no escatima ahora mostrar sus deudas intelectuales. Los principios de escrutinio, de dilucidación en torno a la cosmogonía local y foránea, sustentados por un lado en la controvertida idea del “ajiaco cultural”, que tanto preconizaba el historiador Fernando Ortiz, y por el otro en la presunción literaria de lo “real maravillo”, sostenida por Alejo Carpentier, reaparecen de manera concomitante, conjugada, dentro de la metodología representativa de Alarcón. Y por lo que se deduce, ya no parece estar dispuesto a abandonar esos principios, a pesar de la experiencia del éxodo y los nuevos itinerarios de viaje a los que se enfrenta. Todo lo novedoso, lo aparentemente inaudito que el mundo le va ofreciendo poco a poco como argumentación y acervo cultural a través de su experiencia migratoria, pasa inexorablemente también por el filtro de esas hipótesis insulares de interpretación.
La lógica de estructuración alegórica de la pintura de Felipe Alarcón está condicionada por una fuerte sucesión de trueques y reciclajes de contenidos. No quiere -o no puede- aferrarse a una sola modalidad en la implementación tropológica. Imagino que en los preámbulos de su elección temática; cuando recién comienza a esbozar el lienzo, a urdir el núcleo argumental de sus propuestas visuales, puede que emerjan o leviten algunos planteamientos simbólicos algo más retraídos. Pero luego, cuando su mente comienza a eclosionar; cuando su mano y su pincel se liberan, empieza entonces a tomar forma ese otro ejercicio de elucubración impetuoso, desprejuiciado. Tan desembarazada, eufórica -por momentos casi autofágica- se muestra esa actividad asociativa, que lo religioso entronca con lo político, lo doctrinal con lo esotérico, lo filosófico con lo terrenal, lo ordinario con lo relevante, lo popular con lo culto, lo sublime con lo escatológico, lo metafísico con lo racional… Dentro de esta especie de improvisación simbiótica se deducen, según puedo apreciar, dos sentidos de creación concretos: uno que se caracteriza por la exaltación de lo tradicional y folclórico, y otro por el abordaje de lo sociológico y lo político. Desde mi punto de vista, las metáforas de Alarcón alcanzan un grado decisivo de agudeza e impacto artístico a partir de ese segundo sentido o derrotero. Podrían dar fe de ello obras específicas como: Muros y grafitis de la guerra (2022); Las cenizas de la guerra (2022); África, tierra de todos (2022); Dolor de madre (2022); o El grito de la muerte prematura (2022); que pertenecen a la serie Arte para la paz, todas contra la guerra.
Una condición de su pintura que se muestra sólida, en ardua perfección, desde el punto de vista formal -y que se exhibe además en correspondencia, en comunión con el despliegue de múltiples materias y significaciones- es que ningún elemento físico, ningún lenguaje técnico-expresivo, de los tantos que absorbe y re-asimila del arte universal, parece quedar a merced de la espontaneidad o el azar dentro de sus variantes compositivas. Cuando uno revisa sus imagineros e ingeniosos encuadres, se percata de que todo está pensado, meticulosamente distribuido; comienzan a despejarse esas interrogantes tan lamentablemente socorridas: ¿De dónde salió aquel detalle físico; qué justifica su presencia? ¿Cómo validar esa aparente conjunción de imágenes? Alarcón se entrega a la actividad de montaje casi con la pericia de un experto “joyero”. En el engarce de las formas físicas ocupa una función cardinal su destreza con el trabajo del collage, que utiliza como herramienta mediadora, de balance; una suerte de “soldadura invisible” para unir las distintas partes de su universo representativo. También en ese eslabonamiento desempeñan un rol importante los conocimientos técnicos, las lógicas instrumentales, que debe haber ido adquiriendo a partir de sus incursiones paralelas en el oficio del grabado. El espíritu de lo gráfico está en casi todos los ángulos de su producción visual. Hasta se interesa por validar el carácter lúdicro, la intuición gozosa de quien está armando una especie de “rompecabezas” artístico. Ello está latente casi todo el tiempo en la mayoría de sus trabajos; constituye una suerte de impulso solapado, de hilo conductor implícito; y al artista no le preocupa que a veces eso se manifieste abiertamente, como sucede en piezas como Unidas por la paz mundial (2022) o Los muros del dolor (2022), en las que incluye, incluso, una típica ficha de rompecabezas.
Ese punto supremo de cavilación y exigencia por la operatoria de fusión dentro del diseño compositivo, siento que se corrobora en obras como Noches de la creación de Basquiat (2022); Templos de las maravillas góticas (2022); y en Claroscuro del terror (2018), de la serie Guernica, tres de las piezas más intensas y dramáticas a mi juicio del autor; en las que hace un uso eficiente de la superposición y transparencias del dibujo; del empleo de las veladuras y los sugestivos contrastes entre grises y negros. Se trata de un camino que debería potenciar al máximo y en el que podría permanecer quizás por mucho más tiempo. Los resultados son ciertamente alentadores. Estas obras ponen de manifiesto, además, la capacidad de control, de regulación que impone el artista sobre las gradaciones tonales; huyendo casi siempre de esa tentación carnavalesca, estridente, que suele abundar en el eclecticismo pictórico. Ellas prueban también cómo esas gradaciones de color, a pesar de tener una funcionalidad vital dentro de su trabajo, no son las garantes exclusivas de la inclinación suya hacia lo ecléctico; sino más bien artificios de énfasis y recolocación. Es el dibujo el elemento justificante, compulsor por excelencia; y uno transita placenteramente por intermedio de él -sin sobresaltos o desconciertos súbitos- entre disímiles objetos, evocaciones arquitectónicas, rostros memorables, y un sin número de personajes épicos y fabularios.
David Mateo/México, julio de 2022