Por Julio Lorente
El 6 de abril de 1994, tras ser alcanzado por un misil, el avión del presidente ruandés Juvenal Habyarimana se estrella cerca del aeropuerto de Kigali muriendo todos sus ocupantes, incluido el presidente. Este hecho reanudó una cruenta guerra civil entre las etnias hutu y tutsi.
En apenas 100 días más de 800 000 personas fueron asesinadas en Ruanda, generalmente con armas blancas (machetes), casi todas provenientes de la minoría tutsi. Conflicto que devino en lo que sería calificado como “el último genocidio del siglo XX”.
Alfredo Jaar (1956), artista y arquitecto chileno radicado en Nueva York, viajó a los campos de refugiados de Ruanda en el verano 1994 con la intención de documentar aquella tragedia desproporcionada. Proyecto Ruanda [1994-1998] fue el resultado fotográfico de este viaje, una de las obras más inquietantes y sobrecogedora de esta producción fue Real Pictures (1995).
Consciente del nivel de embotamiento y esterilidad de las imágenes violentas en el mundo de hoy debido a la profusión y vaciamiento que padecen las mismas en la llamada “era de la imagen”, escoge, de las miles de fotografías que realizó en Ruanda, las más grotescas. Las fotografías de cadáveres, de cuerpos descompuestos, de cráneos desechos a machetazos, son convertidos en archivos individuales [cartón negro] donde no se pueden ver estas imágenes y sobre los cuales imprime una descripción textual de la foto que contiene en su interior.
Apilando en lo que resultan oscuras esculturas minimalistas, los archivos crean un denso ambiente de penumbras y luces cenitales. Lo que pareciera una incongruencia representacional para aludir a un hecho tan desgarrador prescindiendo de la memoria visual, adquiere una inusitada efectividad al sustituir la iconicidad del mensaje por la connotación.
Aunque Walter Benjamín haya celebrado la capacidad tecnológica de la fotografía para captar detalles con aquello del “inconsciente óptico”, también notaba un “efecto de velo” en la misma, que en este caso sería una brecha de neutralidad entre el horror y su representación. Es por eso que Alfredo Jaar (A.J.) obvia las descripciones hiperreales de la fotografía, lo que recuerda un axioma de Abraham A. Moles: grado de iconicidad contra grado de abstracción.
El minimalismo resultante de estos archivos uniformes no milita en la impersonalidad de las formas puras defendidas por Carl André o Donald Judd. Formas puras en las que Hal Foster, obstinadamente, intentaba encontrar subversiones políticas. Aunque en este caso el minimalismo propuesto por A.J. si adquiere ribetes políticos y dramáticos porque contiene “algo”, una esencia, un contenido que trasforma al continente en ataúdes de cartón que albergan cadáveres fotográficos.
Si la imagen nació siendo un rito mágico de posesión del mundo y de su naturaleza, con un marcado deseo de atrapar también la sombra intangible de la muerte; desde sus etimologías primeras, el imago, el simulacrum o el eidolon suponían un elemento fantasmal y mortuorio encarnados en un símbolo gráfico. Este sentido primigenio habita en las fotos ocultas de Real Pictures. Sus imágenes no representan, atrapan más bien las sombras del horror latente mediante una imaginación descriptiva que no es mas que el aura oscura que habita en estas estructuras minimalistas. La imagen más que estética, es mental. Las no-fotografías de A. J., paradójicamente, poseen el punctum demandado por Roland Barthes en Cámara Lúcida (1980), es decir, el nivel de afectividad que condiciona al espectador mediante la memoria nostálgica. La diferencia radica en que aquí, sólo no procede de la imagen mimética y didáctica, mucho menos del espectador. En todo caso, posee en su registro íntimo-afectivo, es decir, un elemento que le permite una identificación inmediata no solo con este “genocidio ausente”, sino que el texto está en función también de disolver la realidad detrás de sí mismo, provocando un vacío subyugante. La imagen es evanecida en la retina mediante la evocación de una memoria textualizada.
Durante la década de los ochenta y los noventa algunos artistas mostraban interés por ciertos procesos de ocultación de los contenidos visuales o por su obstrucción, dejando rastros subrepticios casi siempre de matices políticos. Teresa Margolles, Hans Hackee, Gerard Ritcher y su efecto pictórico de borrosidad, por citar algunos ejemplos, ilustran este proceder. Esta ´´estética de la desaparición´´ -aunque para el teórico Paul Virilio esta tiene que ver más con el urbanismo y la cibernética- o el procedimiento ceguera (ver a Miguel Á. Hernández-Navarro), podrían ser intersticios para acercarse a esta obra de A.J. que intenta, y lo logra, desaparecer la carga abrumadora del crimen hiperreal patentado por la fotografía con sus cuotas sensacionalistas, provocando una introspección inquietante que anuda en signos verbales la destilación escatológica del crimen político.
Esta obra resulta emparentable con lo que Freud llamó ceguera histérica (hysterische blindheit): negación psicosomática de la visión tras contemplar actos horrendos. Por eso aquí no hay nada que ver, todo está oculto en cajones que parecen una metafórica psiquis con un trauma enclaustrado. Padecemos, como humanidad, un letargo psíquico respecto a la violencia por la sobreexposición a sus imágenes. Todavía, desde el Holocausto judío, procesamos las dimensiones grotescas del crimen televisado con efecto ensimismado. Para colocarnos ante este orden simbólico es necesario dejar de ver y empezar a sentir.
Real Pictures es un acceso sinóptico a un genocidio sin su abyección visual pero con toda su carga trágica. Un ejercicio de refinamiento para lidiar solemnemente con la barbarie ideológica. Una elipsis visual donde la ausencia de una “verdad retiniana” no entorpece la tensión amarga entre la historia y sus desechos. Este vacío ilustrativo que propone Alfredo Jaar molesta, subyuga a la comodidad de los sentidos habituados a tomar la taza de café matutino con un zapping televisivo de desgracias. Un genocidio convertido en una austera pieza minimal, que funge como el obituario escultórico de la miseria humana.
(Fotografías cortesía del autor)