David Mateo
La ciudad atrapa, condiciona, transforma, eso es lo que he podido comprobar en algunos jóvenes que vienen del interior del país a formarse como artistas en la capital habanera. Todo estará bien mientras esos cambios transcurran en beneficio del estudiante; pero he visto cómo pueden influir de manera negativa también en su formación. Me refiero a aquellos casos en los que se distorsiona el nivel de hipersensibilidad y capacidad de sublimación adquirido en los territorios de origen; fraguado en vínculo directo con el entorno natural, los vecinos de la zona y las costumbres más arraigadas. En los que las impresiones e ideas empiezan a filtrarse a través de un prisma aparentemente ilustrado, pretensiosamente suspicaz. Terminan alejándose de aquellas sensibilidades y expresiones para las que estaban orgánicamente dispuestos. El impacto contundente del ámbito urbano y sus arrogancias intelectuales, hacen lo suyo, y una pedagogía inflexible, ajustada a conceptos y normativas teóricas, hacen otro tanto.
Uno de los géneros en los que he comprobado el impactado de esa transformación de esencias ha sido en el paisaje, entendido desde su más amplia acepción y metodología; el cual no solo es visto con prejuicio desde los predios académicos y la crítica especializada, sino que se encuentra ciertamente desprovisto de un movimiento de artistas dispuestos a asumirlo y redireccionarlo. Puede que en los centros de enseñanza haya un grupo más amplio del que nos imaginamos, deseoso de acometer la práctica del paisaje con arraigo en los valores territoriales. Además, hasta desde una perspectiva experimental; pero es tan alto a veces el valladar de criterios y pautas al que deben enfrentarse que, en muchas ocasiones, desisten de hacerlo rápidamente. La sola elección del perfil artístico puede resultar “contraproducente” para lograr una legitimación dentro del circuito del arte cubano. Hay especialistas que le huyen, incluso, al tratamiento analítico del tema. Los artistas que se arriesgan y rompen la inercia, lo hacen casi siempre desde un paisaje de simbologías algo anacrónicas, desligadas estratégicamente de las referencialidades explícitas o de los contenidos autóctonos.
Solo una sensibilidad independiente, segura de sí misma, altamente respetuosa de los orígenes; apegada a la funcionalidad evocativa; compensatoria de la memoria visual, podrá sobreponerse a todos esos reduccionismos académicos y contextuales, para intentar un ejercicio del género desde múltiples aristas reflexivas y espirituales. No creo que sean muchos los que tengan las condiciones y la osadía para hacerlo, pero de lo que sí estoy seguro es que uno de ellos es el joven artista manzanillero Leonel Valdés.
Me aproximé a su obra a través de otro paisajista y amigo de Manzanillo, de esos que suelo llamar “de fundamentos”, a quien admiro y con quien he llevado a cabo varias curadurías: Maikel Sotomayor. Los niveles de identificación que descubrí de inmediato entre ellos no solo se establecían sobre la base de una vertiente técnica, metodológica, sino también perceptual, alegórica. Recuerdo que mientras Maikel me narraba los detalles de una de sus incursiones por el monte oriental; las sensaciones y conjeturas que le aportaba ese viaje de regreso al terruño; los cuadros que habían surgido como resultado de esa experiencia; Leonel Valdés me mostraba la documentación fotográfica de instalaciones realizadas a partir del montaje, de la simulación de ambientes campestres en espacios de exhibición: imágenes que recreaban el crecimiento libre, descontrolado, de plantas sobre superficies arquitectónicas u objetos tecnológicos; el testimonio de un performance sui generis que había desarrollado en el Instituto Superior de Arte (ISA), instituto en el que se graduó recientemente. En este último proyecto, el artista ascendió por una de las cúpulas de la cátedra de Artes Plásticas para esparcir desde su altura, y con la ayuda de un ventilador, una enorme cantidad de semillas de tulipán africano. La obra llevaba por título Lactación, y ha sido –sin duda alguna– una de sus mejores propuestas, tanto por la carga poética, metafórica de la acción, como por el lugar elegido para la puesta en escena. Siempre he interpretado ese acontecimiento como una suerte de declaración de principio. Por esa etapa, Leonel me enseñó, además, unos impactantes cuadros expresionistas que reproducían imágenes panorámicas de cavernas y bóvedas naturales en penumbra; un conjunto magnífico de lienzos, a los que me gustaría dedicarle unas reflexiones en algún momento dado… En fin, dos sensibilidades de origen campesino intentando afrontar al mismo tiempo esa fracción de radicalidad y desidia del discurso citadino; que expresan desde distintos puntos de vista –uno pictórico, otro fundamentalmente instalativo y performático– una percepción unívoca sobre el sentido de arraigo y pertenencia.
Por aquella época yo insistía como crítico y curador en los aspectos que, a mi juicio, estaban propiciando la renovación del paisaje en Cuba; y uno de los que más enfatizaba precisamente era aquel que revaluaba los nexos entre la experiencia vivencial y representativa; que potenciaba los subterfugios de complicidad poética entre el sujeto artístico y el ambiente natural. Tuve la oportunidad de coordinar la curaduría de algunas exposiciones personales y colectivas; de escribir sobre la obra de un grupo de creadores y apoyarme en su trabajo para intentar justificar esa percepción de análisis en torno al género. Hubiera querido haberlo hecho por aquellos días también con la obra de Leonel Valdés. Y creo que hasta llegué a comentarle acerca de mi intención, pero ya él había decidido emigrar hacia Alemania con su esposa y perdimos el contacto por un tiempo. No fue entonces hasta mediados del mes marzo de este año que, a través del propio Sotomayor, tuve la oportunidad de volver a comunicarme con Leonel. Y comenzamos a intercambiar ideas, valoraciones sobre la serie de dibujos en la que se encuentra trabajando actualmente, titulada Palomar.
Si las obras que ya conocía anteriormente de este artista reunían las condiciones necesarias para poder hablar con propiedad de una reorientación conceptual y metodológica del paisaje cubano, el compendio de imágenes que ahora incorpora en la serie Palomar me ofrece otros argumentos de interés para poder analizar la diversidad de estrategias y matices alegóricos que se están poniendo en práctica con efectividad. En esta serie en particular ya no reconocemos, por ejemplo, el paneo detallado, escudriñador del sitio geográfico: un procedimiento apoyado en el entrecruzamiento surreal de imágenes y sucesos antagónicos, o en la subversión suspicaz de códigos visuales archiconocidos, como ocurre en las obras de algunos de sus colegas. Comprobamos más bien el abordaje del paisaje desde una tendencia menos pretensiosa, confrontativa, en lo que al decursar evaluativo de la historia del arte se refiere; muchísimo más biográfica, insinuativa, polisémica.
Y es que Palomar, en primera instancia, parte de los recuerdos sentimentales de un periodo de la vida del artista, cuando se dedicaba a criar palomas entre los 8 y 14 años. Según me ha comentado, tenía por aquella época una relación con las aves de proporciones directas, frontales, mediadas por el apego y el pragmatismo: por un lado, las veía como una especie afectiva, a las que debía alimentar y proteger (tenía seis o siete palomas preferidas de las que nunca se desprendía); y por el otro, las valoraba como un recurso para el intercambio y la solución de necesidades perentorias. Era algo así como un negocio prematuro; un modo de preservar su independencia doméstica y social; lo que ha llamado jocosamente la guapería del niño cubano… Pero al retomar ahora esos recuerdos, las alusiones visuales que suscitan, y al empezar a plasmarlos casi de manera obsesiva sobre un grupo de cartulinas, esta maniobra adquiere entonces carácter de metáfora visual, en la que se advierte cómo Leonel Valdés razona, sopesa a la isla desde el sentimiento y la distancia que, ahora, lo embarga como emigrado. Y, sobre todo, cómo juzga una parte importante del accionar sociológico del país.
En la lectura e interpretación de este proyecto cobra importancia –como es lógico– toda la tensión existente entre dos coyunturas temporales vividas por el creador: la de la infancia y la adultez; la del carácter lúdicro y la del drama. Y nada parece haber cambiado al activar de nuevo esa noción de contraste; todo se mantiene en absoluta vigencia. El recuerdo parece guardar una estrecha correspondencia con la situación presente; no ha sido sobredimensionado o distorsionado desde la madurez y la lejanía, como suele suceder. Esto era algo que Leonel necesitaba verificar in situ. Se ha percatado de que los palomares han aumentado por toda la isla, no solo en su región de origen. Y que se ha exacerbado esa paradójica dinámica de socialización que se genera alrededor de ellos, y de la que él ya ha sido partícipe. Este balance, devenido certeza, ha sido uno de sus principales argumentos de enlace y reafirmación con la realidad insular y, a partir de ella, ha edificado su discurso tropológico.
Somos una especie de gran palomar: ese es el “retrato colectivo” que nos ofrece Leonel Valdés con su conjunto de imágenes. O al menos es el costado interpretativo que me interesa potenciar en este texto… El artista exalta, hiperboliza la connotación simbólica del conglomerado de aves que supuestamente vive dentro de rústicas jaulas. Ya ha dibujado –con la profusión que solo aviva una promesa– unas doscientas de ellas, y quiere llegar a mil. Partiendo de este concepto, ha eludido por completo un tratamiento uniforme de las imágenes. Se enfrenta al enorme reto de que ninguna paloma se parezca a la otra en su configuración general. Con el empleo de un delineado sintético, concebido a partir de trazos volumétricos y espontáneos, que imitan el estilizado y vibrante movimiento de las aves; con el uso preciso de mínimos colores (prevalecen los negros y grises), y el emplazamiento diversificado de los enfoques y ángulos visuales, Leonel Valdés ha logrado con éxito que cada una de las palomas muestre rasgos físicos particulares, adopte una singularidad determinada, para que sea creíble la personificación en ellas de ciertas actitudes: fortaleza, arrogancia, docilidad, seducción… Y hasta ciertos estados anímicos, rasgos que son reforzados luego con la adjudicación de un nombre: María Teresa, Picasso, Chavela, Empedrado, Ceniza… Estos denominativos conservan también una relación de empatía con lugares, amigos y figuras prominentes de la cultura. Detrás de cada dibujo hay una experiencia fusionada, una elucubración, un apunte, que influyen en la apariencia de la imagen y su carga de significación. Sobre una de las palomas recreadas, que ha decidido llamar El daga, escribió hace tan solo unos días este fragmento extremadamente sugestivo: “¡Tremendo palomo de robo! Hijo de El monte y nieto de Piedra roja. Si ves cómo seduce el vuelo, cómo jala, cómo lucha, cómo tira. Está en celo, pero su celo es noble. ¡La voluntad de trabajo que tiene este macho pa encerrar a la hembra! ¡El instinto! Abre el abanico y enseña el camino…”.
Hemos estado conversando sobre la posibilidad de que la serie incorpore, más adelante quizás, un grupo de dibujos alusivos a la propia estructura del palomar; con la intención de enfatizar el lugar emblemático que esa ocupa dentro de la promiscuidad arquitectónica en la que vivimos; la ecléctica impresión que nos vamos formando acerca de nuestros paisajes rurales y citadinos. Esta iniciativa podría generar, además, una interesante insinuación de refuerzo, de complemento de sentido, con el resto de las imágenes compiladas cuando se lleve a cabo una labor expositiva de la serie. Pero, por el momento, no son los individuos que cuidan y gobiernan el palomar y sus atributos (sería algo más obvia la elección figurada, aunque útil igual para representarnos), sino la dicotomía de situaciones a las que están sujetas las aves domésticas –protegidas, alabadas, sometidas, intercambiadas…– lo que define el protagonismo inductivo de su representación artística. Una inducción que, aunque dirige su grado de perspicacia hacia el contexto cubano, pudiera ser adaptable también a cualquier otro escenario internacional.
Marzo, 2020