(Exposición La Espera, Alejandro Lescay, Galería Galiano)
En el año 2019, durante una visita que hiciera a Santiago de Cuba, el artista Alejandro Lescay y yo hicimos un análisis detallado sobre los aciertos y desaciertos de su exposición Silencio, presentada en la galería Arte Soy. Llegamos a la conclusión de que había dos recursos esenciales en los que se integraban de manera orgánica lo conceptual y lo formal; y en los que podía avizorarse un camino de continuidad evolutiva. En primera instancia, estaba la implementación de un retrato de personalidad extremadamente sintético, hecho con ínfimos recursos estructurales; en los que se apelaba a interrelaciones minuciosas entre el blanco y el negro, las luces y las sombras; un tipo de proceso donde el artista tenía la posibilidad de expandir al máximo su vocación y destreza para el dibujo. Y en segunda instancia, contábamos con la re-incursión en un género pictórico que no tenía como objetivo primordial la sobredimensión psicológica o estética de determinadas personas, sino el establecimiento de una alegoría visual mucho más abierta; plural; un juicio de valor casi sociológico acerca de la comunidad y la época histórica en las que se insertaba como autor, y con las que se sentía profundamente comprometido.
A partir de tales certezas surgió la idea entonces de llevar a cabo un proyecto curatorial conjunto, el cual logró materializarse más rápido de lo que teníamos pensado. No había transcurrido todavía un año de nuestro encuentro en el oriente del país, y ya Alejandro me estaba escribiendo un mensaje por WhatsApp para informarme que le habían aprobado una exposición en la habanera Galería Galiano y deseaba que yo fuera el curador. Con una rapidez inusitada comenzó a producir y a mandarme fotografías de otros nuevos retratos. Desde los primeros envíos hechos por él, me percaté de que se iba materializando con efectividad esa noción del “retrato colectivo”. Llegamos al acuerdo de que debería realizarse una buena cantidad de ellos para dar una sensación de multitud, y poder cubrir la mayor cantidad de paredes de la Galería Galiano. Aunque la cifra de imágenes era bastante pretensiosa, había que ser lo más selectivo posible a la hora de escoger a los retratados, para que ellos encarnaran una determinada gama de prototipos sociales; cuyo fundamento de decantación se concentraría, como es obvio, en el estatus cívico del autor y su sistema de valores. No por gusto Alejandro decidió incluir un autorretrato dentro del inventario; que no tendría realce alguno, pero sí nos revelaría indicios sutiles sobre su protagonismo perceptual y analítico.
Dedicamos varios mensajes y conversaciones telefónicas para intercambiar opiniones sobre la estrategia de selección de los sujetos y los distintos matices simbólicos que debían adoptar. Alejandro me confesó que había sostenido varios debates intensos sobre el tema con amigos cercanos, y que ello le estaba ayudando a esclarecer un grupo importante de ideas. Al final arribamos a la conclusión de que debería establecerse un universo de retratos que no estuviera solo condicionado por el criterio de semejanza y complicidad, sino también por el sentido de pertenencia e identificación comunitaria. Por eso, entre las imágenes recreadas, se podía verificar un amplio espectro de caracterizaciones, que iban desde los individuos más afines al artista (familiares, amigos, colegas del arte, vecinos…) hasta algunos más distantes, pero igual de emblemáticos: como obreros, médicos, policías, músicos, abogados, barrenderos, vendedores ambulantes; con la peculiaridad de que una buena parte de los representados daba la impresión de estar bastante cerca de Alejandro desde el punto de vista generacional. La prominencia de jóvenes dentro del conjunto contribuiría también a elevar el carácter expectante de los retratados, un asunto que le interesaba priorizar a toda costa.
Coincidimos en la idea de que, para la museografía, los retratos debían estar enmarcados todos en blanco; distribuidos en varios grupos por la galería; con una mínima separación entre unos y otros para exaltar ese efecto de concurrencia, de conglomerado. De igual modo pensamos en la alternativa de cubrir de color negro todas las paredes donde serían colgados. Ello crearía una correlación interesante, sugestiva, entre el fondo negro de las paredes, los marcos blancos del cuadro, y la atmósfera oscura del retrato trabajado en scratchboard. Se reforzaría con ello, además, ese cotejo entre el individuo y la colectividad; lo singular y lo cotidiano; la pesadez e ingravidez de las imágenes; entre la naturaleza racional y crítica de la persona, y su sentido de fe, de abstracción espiritual.
A la altura de esas definiciones, ya todos los retratos hechos por Alejandro tenían en común que miraban hacia el cielo. Algunos de forma más directa, con la vista y la expresión del rostro cuajados de claras expectativas; mientras que otros parecían mirar de soslayo, desde una conducta más escéptica, elusiva. Pero, independientemente del porte o el matiz de intensidad con el que los retratados exploraban la altura (parábola de las disímiles perspectivas con las que evalúan su propia realidad), podíamos reconocer en todas las imágenes la prominencia de una metáfora que comenta acerca de las aspiraciones ciudadanas, de sus propósitos o anhelos a mediano y largo plazo. Desde mi punto de vista, la eficacia del recurso retórico implementado por Alejandro en esta oportunidad, su mejor coartada de inducción radicaba precisamente en esa mezcla suspicaz que revelan los retratos entre lo terrenal y lo divino, lo tangible y lo inmaterial; en la multiplicidad de modos y afectaciones con las que los sujetos se entregan a esa clase de interacción simbólica.
En pleno proceso de gestación de la muestra tuvimos la oportunidad de probar la eficacia de nuestros razonamientos curatoriales. Alejandro Lescay decidió participar en el concurso para jóvenes menores de 35 años, Post-it 7 (2020), que organiza cada año la Galería Galiano con el auspicio del Fondo Cubano de Bienes Culturales (FCBC). Preparamos una versión reducida del proyecto con todo su material de fundamentación adjunto; lo enviamos al certamen, y resultó elegido para integrar la exhibición colectiva que se llevaría a cabo en versión digital, motivada por la situación coyuntural de la Covid-19.
Por supuesto, lo que comenzó con una carga simbólica relacionada con el tema de la pretensión o el empeño social, recibió de manera gradual el impacto de la contingencia epidemiológica en la que quedaron sumergidos el mundo y el país por esos meses. Aunque él no lo hubiera pretendido así, sus retratos comenzaron a adquirir otro matiz dramático; a cargarse de otra gravedad interpretativa de cara al espectador. Todos los arquetipos sociales que integraban su afanoso “retablo de época”, en especial aquellos que se vislumbraban optimistas y escépticos, intrépidos y pusilánimes, se estaban viendo forzados a experimentar un reacomodo, un aplazamiento súbito de sus expectativas de vida. La trágica disyuntiva de pandemia afectaba a todos por igual. Aun cuando las imágenes no develaban de forma directa las señales o huellas de esa readecuación en el orden personal, sí “cargaban” con el estado de incertidumbre, de distancia y reclusión generado por la presencia expandida del virus. El ciclo alegórico de lucha y resistencia se cerraba aún más sobre sí mismo; fluctuaba ahora entre dos condicionamientos muy frágiles: el social y el existencial. Pero en cualquiera de los enfoques –y como importante valor agregado– nunca se llegó a ver resquebrajada en esos retratos la intención de análisis, de especulación abierta, diversificada; y sobre todo la voluntad de diagnóstico; el espíritu optimista, de restablecimiento, con el que en un inicio fueron encarados.
David Mateo
La Habana, octubre de 2020
(*) versión reducida de un texto mayor, concebido para la edición de un libro sobre el artista.