Alberto Domínguez: en los límites del objeto artístico
Por Abram Bravo Guerra
Conocí a Alberto Domínguez hace poco más de un año. Ultimábamos detalles para la preparación de cierta obra que presentaría en la edición pasada de Post-It, la décima. Más allá de par de conversaciones prácticas, llegamos a trabar cierta cercanía en los días de inauguración. Dialogamos un poco de aquella pieza, la manera en que redireccionaba la representación del héroe a un segundo plano y -en cambio- desbocaba reflexiones en torno al límite entre dos valores pugnantes en casi todo objeto: valor de uso y valor estético. Dejamos el tema fresco, sin arañar mucho la cosa para dar paso a futuras ideas y acciones. Poco tiempo después ya divagábamos sobre Funcionalmente disfuncional, un proyecto todavía en génesis, pero ya bastante claro y con el asesoramiento curatorial de Arianna Covas. Seis o siete meses después ya aquello estaba en galería y, de nuevo, la idea de valores pugnantes en un mismo objeto volvió, ahora con toda la fuerza posible y la marea de opiniones que una exposición trae.
La cuestión es que esto de los límites no era nada nuevo para Alberto o, como el mismo lo define, la idea de poner en crisis un sistema. Su carrera llevaba dando bandazos en este sentido desde hacía tiempo, empleando el soporte como recurso necesario según las urgencias del sistema a cuestionar. Lo mismo coqueteaba con el video y la fotografía que se metía de lleno en una pintura o -ya poniendo en marcha un grupo de experiencias que no vienen al caso- echaba mano del martillo, la pulidora o el serrucho y se inventaba una escultura. Alberto se construía -y esto es importante para Funcionalmente disfuncional– como un manufacturador de ideas, un acumulador de conocimientos devenidos en herramientas constitutivas de una hipotética obra o serie. Una que, necesariamente, debía cuestionarse los límites teóricos y objetivos de algo.
Como es de esperarse, Funcionalmente disfuncional surgió en esta marea de referencias e intereses cruzados, partiendo de un fuerte anclaje en el diseño industrial que ya había sido crucial en propuestas y experiencias anteriores. Ahora la idea partía de una base muy clara: un análisis que pusiera en jaque nociones de ergonomía aplicadas al mobiliario y, de paso, lo travistiera en un objeto de otra índole, un objeto puramente estético. Mirando de cerca ambas posibilidades, es lógico asumirlas muchas veces como entes dependientes: cualquier elemento práctico producido de manera industrial se rige por cuestiones también estéticas adaptadas a su funcionalidad. El tema es que, ahora, Alberto desajustaba el balance con una alteración funcional específica. Hecho que dinamitaba el objetivo y finalidad esencial del referente y lo transformaba en algo puramente analítico-contemplativo, más no utilizable. A grandes rasgos, la exposición desbarató muebles -sistema ahora puesto en crisis- para generar esculturas y reorganizó los apuntes del proceso. Una premisa como mínimo interesante rematada en una excelente ejecución.
Y la manera de ejecutar vuelve aquí a ser un punto clave. La transdisciplinariedad del artista funciona como una garantía de rigor, una finalidad adherida a sus propias pretensiones que exige dominar los campos utilizados. Entonces, Alberto se ha asumido escultor con todo el peso de la palabra y se ha enredado en procesos extremadamente complejos. En este punto, el cuento se ha reservado un buen final, revelado en el extremo celo con que se ha tratado cada pieza. Todas en su composición remiten a un acabado industrial, una perfección casi robótica en el soldado, ensamblado o pintado. Lo irónico vuelve a ser la manufactura, guiño efectivo al cuestionamiento que propone: precisión milimétrica para hiperbolizar la crisis del sistema mueble.
Y las estrategias empleadas para llevar todo a la obra final resultan como mínimo ingeniosas. Por ejemplo, una pieza reformula lo que pudiera ser una silla de acero níquel. En este caso se incrementa la escala y desaparece de ella cualquier noción de estabilidad. Entonces se genera un objeto disfuncional que no consigue mantenerse en pie por si mismo. El único vínculo con lo que una silla supone radica en el estímulo visual, perdiendo entonces su objetivo utilitario. Esta plancha de metal torcido es ahora una referencia puramente intelectiva en lo formal, con regodeos meta-artísticos en su propio acabado. Otra obra recala en el balancín, o cachumbambé para los cubanos. Subvierte el concepto de este juego-mueble para dos personas y extiende su radio a ocho. Ahora el movimiento mecánico propio del juego se sustituye por un supuesto casi imposible de articular en colectivo. La pieza se explaya en su simetría radial y superpone asociaciones que desmantelan el sentido específico del original. En ambos casos, un elemento del sistema detona por completo las claves de su efectividad, de su funcionamiento. Lo más interesante aquí termina siendo la metáfora expansiva que esto supone, la idea de volatibilidad y fragilidad de los consensos o los conceptos, de sistemas teóricos o políticos. Mucho en que pensar deja la cosa.
En general, el punto más fuerte de Funcionalmente disfuncional radica en la efectividad para redireccionar un proceder, amplificarlo y permearlo de sentidos paralelos. Resulta la muestra correcta en el momento correcto. Da rienda suelta a un objetivo, aclara un poco los horizontes y demuestra de lleno las posibilidades e imaginativa de Alberto Domínguez. Un golpe certero a mi entender, incluso una declaración de intenciones. Al final las ideas se hilvanan para calibrar proyectos mucho más abarcadores, para los que este sería el punto de partida adecuado. Creo que Alberto puede arriesgarse mucho más, asumir terrenos más espinosos y andarse con la cautela que brinda la metáfora bien ejecutada. Ajustar todavía más la puntería. Al final, todo lo que ha ido generando cabe en una gran metáfora, que se consolidará a la par del tiempo y de nuevas ideas manufacturadas.