(A propósito de Utopía y otros textos europeos del siglo XVI y los albores del XVII)
Por Yolanda Wood
Las islas son espacios de enigmas y deseos, su antigüedad data de los tiempos del Génesis y de los comienzos de todo, cuando Dios pidió que el agua se juntara en un solo lugar para que apareciera lo seco, y entonces surgió la tierra: una isla sin más. Desde entonces hasta acá, las islas están inscritas en la utopía del hombre, en sus permanentes búsquedas y esperanzas. En la época de la navegación, que fue larga para la humanidad, las islas fueron territorios deseados durante cualquier trayectoria, e imprescindibles ante cualquier amenaza. Tres textos de aquellos tiempos las hicieron protagonistas de esos afanosos caminos por los que se abrían paso los tiempos modernos, el de Tomás Moro: Utopía (1516), el de Michel de Montaigne: “De los caníbales”, en Libro I Ensayos (1580), y el de William Shakespeare: La Tempestad (representada en 1611). Como en cascada, estos autores construyeron un corpus fundacional para el pensamiento crítico sobre el mundo “recién encontrado”, el que inauguró la “modernidad-colonialidad”, que tuvo su espacio primigenio en las islas del Mar Caribe. Nuevas historias, mitos y leyendas, acrecentaron el significado de las islas en los itinerarios hacia los tiempos más recientes.
Los comienzos
He dado en llamar al Caribe, de mar y tierra, “la cuenca uteral de América”, pues fue el espacio por donde comenzó el proceso de penetración colonial y el encuentro de pueblos de diversas procedencias que daría lugar, con el tiempo, a la formación de comunidades nuevas y diferentes de sus patrones culturales originales, conteniéndolos. La llegada de Cristóbal Colón a lo que se nombró el Nuevo Mundo, además de ser en sí mismo un acontecimiento trascendente, exaltó –durante sus cuatro viajes– la figura de las islas como punto de llegada y de partida. Cada nuevo territorio del gran archipiélago sirvió al Almirante para el encuentro con otros seguramente cercanos, lo que lo estimulaba a continuar, acompañado de “islas” por aquí y por allá que “son muy verdes y fértiles, y de aire muy dulce, y puede haber muchas cosas que yo no sé porque no me quiero detener por calar y andar muchas Islas para fallar oro”[1].
En sus trayectorias se completó el mapa que hoy identificamos como cuenca caribeña, el espacio primigenio del Nuevo Mundo para los europeos. Los caprichosos dibujos de la geografía, hicieron al Caribe y sus islas, tempranos portadores de un imaginario insular en los más antiguos mapas. Otras versiones, como la Antilia, ligaron ese espacio a nostálgicos mitos y leyendas del pasado. Lo que ha provocado un ideal de islas que ha permeado el espíritu regional y sus poéticas artísticas. En lo visual, una memoria insular se inserta en los imaginarios contemporáneos como expresión de un espacio simbólico que adquiere numerosas connotaciones. Las islas han sido recreadas por los artistas que asumen las configuraciones de los territorios, no ya como la mera delimitación física de un lugar, sino como una metáfora de reflexiones culturales.
Los artistas sueñan las islas viviéndolas intensamente y confrontándolas con sus contextos y circunstancias. Todo les ha sido útil para la hazaña: la morfología de los territorios, la cartografía de viejos y nuevos marinos, los mapas mitológicos de creencias y descreimientos, los monstruos y las sirenas. Los misterios de la creación artística renuevan la dimensión insular y la colocan en los ejes polémicos de la contemporaneidad. Quizás hoy nadie como los artistas del Caribe conservan la herencia de una profesión desaparecida: la de descubridor de islas, reales o imaginadas, pero islas al fin. Sus expediciones son una aventura de indagación crítica y con sus mapas la cartografía del Caribe renueva sus espacios prodigiosos para los relatos de nuestro tiempo, en los inicios de un nuevo milenio.
Y es que el arte en el Caribe no podía evadirse de la particular circunstancia de esta región de islas cercanas y dispersas, de numerosas islas grandes y pequeñas en un mar rodeado de las costas de tierra firme, término acuñado por el cual las islas parecerían ligeras y flotantes. Las islas, a través del tiempo y hasta la contemporaneidad, han sido asumidas como pretexto para indagaciones que atraviesan aspectos históricos, etnológicos y antropológicos, así como el imaginario que la propia insularidad sugiere en lo artístico y lo cultural para nuevos y permanentes modos de pensar los caminos humanos de la utopía, la memoria y el arte.
Utopía, lugar del discurso
El Caribe fue la América innombrada hasta que Martin Waldseemüller, nacido en Alemania, llamó a las tierras exploradas por Américo Vespucio entre 1497 y 1504[2], la cuarta parte del mundo. Un nuevo continente –“aún no descubierto”–[3], apareció en su carta de 1507, y lo llamó América. Así se completó el globo terráqueo y terminó el miedo de las tripulaciones a caerse del mundo durante sus trayectos marítimos. Ingresó la América, recién nombrada, al espacio global y se inauguró la “modernidad-colonialidad” y con ella –ha dicho Alfonso Reyes– “aquel sentido utópico que, a la sola aparición de América, se apoderó del pensamiento europeo”[4] lo que intervino –decididamente– en la construcción de los perfiles de la escritura moderna, tan contradictoria como la misma modernidad que se gestaba en nuestras tierras de América.
En ese ambiente de nuevos descubrimientos, se sitúa el nacimiento de Utopía, de Tomás Moro, obra que, en ocasión de cumplir sus 500 años, ha hecho suya el coloquio del XXXXIX Congreso de AICA. En 1516, cuando Moro la escribió, las expediciones de conquista no habían penetrado aún la tierra firme americana, pues sus movimientos fueron de bojeo insular y continental. Por lo que las islas y los islarios constituían las versiones que se adueñaban del imaginario europeo sobre las nuevas tierras en el primer cuarto del siglo XVI. Y fue en ese contexto, palabra clave también para este coloquio, que nació Utopía, territorio de América que, para habitar su mismidad, se separó de la tierra firme para ser una isla por voluntaria insularidad. Se diría que una isla tendría que haber sido el lugar –no-lugar– del nacimiento de Utopía.
En esos momentos fundacionales se combinaron la realidad y la fantasía, como ha precisado Gabriel García Márquez, para poder hacer creíble lo increíble de estas tierras, que por nuevas y desconocidas, dieron libertad espiritual e intelectual a la creación de numerosas y diversas expectativas, sueños y temores. La Utopía de Moro, no es ajena a estas vicisitudes. Lo que hace pensar en la compleja relación de Utopía con los contextos[5], pues podríamos preguntarnos, cómo ese no-lugar se sitúa en las coordenadas de un espacio-tiempo, dicho de manera corta y sencilla, pero fue justamente ese modo de existencia –descontextualizado– el que universalizó Utopía, como signo de permanentes aspiraciones humanas.
Sin embargo, más que esta visión extendida y hasta cotidiana[6] –como la ha llamado Horacio Cerutti– de lo utópico, interesa a esta presentación comprender Utopía como un territorio de enunciación, como el espacio tropológico de una escritura ficcional, cargada de sugerencias –por su densidad simbólica– para la crítica y el pensamiento contemporáneo. Utopía, el no-lugar, interesa entonces –y, sobre todo– como territorio del discurso. Tomás Moro tuvo como fuente de su relato, un comentario, cuyos poderes han sido impactantes en la construcción del Caribe a través del tiempo, donde el viaje resultó acontecimiento para la narración y todos los que contaban venían de algún lugar. Sensible paradoja contextual, pues cuentan los que vienen y se van, y el comentario –ha dicho Michel Foucault– “se vuelve hacia la parte enigmática, murmurada, hace nacer, bajo el discurso existente, otro discurso”.
Moro, a su vez, como receptor del relato, solapa en la escritura de lo que escucha sus propios pensamientos. Utopía, dice Tomás Moro, “puede tomarse (de) ejemplo para corregir los abusos que en nuestras ciudades, naciones, pueblos y reinos prodúcense…”[7]. Fue desde América que Utopía se hizo presagio de otro mundo posible en los tiempos de la globalización moderna. Un aporte de esencial envergadura de esta parte del mundo a aquel que “la conquistó” y que se trastornaba por guerras de poder y religión, valga la redundancia. “Se diría que ese lugar que no hay” (a la manera en que lo definió Francisco de Quevedo) es un país superpuesto… “porque está en dos lugares, en Inglaterra y en América, en dos mundos el Viejo y el Nuevo, es decir, en todas partes, como el universal deseo utópico”[8], y posee la superposición también de la oralidad y la escritura, como ya se ha dicho. Moro confirma sus propias ideas y se vale de Utopía para enunciarlas: “creencias arraigadas… convicciones dogmatizadas” –ha dicho Cerutti– “entraron en proceso de demolición”[9]. De ello da fe el autor en las palabras finales de su libro: “hay en la República de Utopía muchas cosas que deseo ver en las nuestras. Cosa que más que espero, deseo”[10]. En la América que ha entrado al espacio global se localiza la “encarnación del sueño… los topos que permitirá finalmente la instauración de la utopía europea”[11].
Se trata de un texto plagado de alusiones que transitan los tiempos y los espacios de la geografía. El modelo utopiano se hizo viajero y se desplazó por el imaginario renacentista y moderno para llegar hasta los días recientes. América fue el referente para esos desplazamientos simbólicos y para el peregrinar de los enunciados, y sobre ella volvieron a caer –a través del tiempo, precisa Cerutti– las creencias y prejuicios, los mitos y símbolos para sedimentar una costra sobre nuestra realidad que la encubre o disimula[12].
Estas superposiciones semánticas construyen un espacio de libertad discursiva que significa la posibilidad de las reinversiones y los revertimientos– de modo consciente y creativo– en los imaginarios artísticos de este lado del Atlántico. Se trata de un universo de cruzamientos visuales para operar con nuevas acciones de sentido. La apropiación del discurso del otro, la intertextualidad que suponen las interacciones y superposiciones, la oblicuidad crítica y, además, el enmascaramiento a través de la broma paródica, constituyen valores tropológicos de gran significación para la creación y la crítica contemporáneas. Lo utópico está en imaginar el modo en que Moro se sirvió de una experiencia americana para pensar otra inglesa que se presenta velada por la ficcionalidad del relato. Además, usó la burla como recurso narrativo, pues el nombre del navegante que relató su experiencia americana, Hitlodeo, significa –en griego–“bromear”. Es decir, hay otro juego al interior del propio texto que abre nuevos caminos a la imaginación desde la sátira, el humor y la parodia.
Una aportación que afianza la idea de resistencia cultural, desde la construcción de un imaginario de múltiples referentes simbólicos que penetran “la costra” formada por el tiempo para violentar el sedimento acumulado sobre nuestra propia realidad. Esta perspectiva fue esencial en la construcción de una nueva visualidad, moderna y contemporánea, no solo en lo referido a las artes plásticas, fue también fundamental en la literatura y en la música de la creación caribeña. El artista indaga sobre lo que se oculta tras lo visible, parafraseando a Magritte, para penetrar la pátina que se ha acumulado a través del tiempo. Los recursos de la representación apoyan este entrecruzamiento de realidades donde se formula un discurso metafórico a partir del desenfado de la apropiación, que entrecruza los tiempos de la historia, desmonta una tradición euroccidental y, desde esa dislocación, construye lo ilusorio que desestabiliza la fijeza de los conceptos. Lupe Álvarez, ha dicho, es “una metáfora elocuente del torrente narrativo sobre posiciones culturales de resistencia”.
Los recursos artísticos se apoyan en los grandes relatos de la Historia del Arte, referentes viajeros que transitaron a través del tiempo de la historia y de los espacios de la geografía. El cruce de realidades se formula con desenfado. Lo visible no es –necesariamente– lo real, lo que significa que hay otra realidad a descubrir donde nace lo paradójico de lo representado. Una interesante lección de Utopía para las estrategias del discurso que refragmenta la totalidad, las recoloca, las combina y se apropia del discurso del otro para expresar de manera sesgada su propio interés. Así es de infinito y caleidoscópico, el saber construido por la Utopía de Tomás Moro, que supera –con creces– la repetida fórmula de su interpretación como el no-lugar. Utopía es el lugar de un discurso devenido también contradiscurso.
La alteridad y la semejanza
En Las palabras y las cosas, Foucault distingue en el siglo XVI un discurso de comparaciones que intenta –desde la alteridad– revelar las semejanzas. Ver en cascada el texto de Moro con el de Michel de Montaigne (“De los caníbales”), y de William Shakespeare (La Tempestad), pretende transitar otros caminos de la reflexión sobre la escritura acerca de América en los albores de la modernidad europea en los que fluyen estas cuestiones. Los textos de Colón, primero y de Vespucio, después, pusieron sobre el tapete los temas del llamado buen salvaje, la barbarie y el canibalismo. Se trata de aspectos claves para la construcción del pensamiento crítico americano.
Como en Utopía, Montaigne también parte de un comentario. Atribuye sencillez y rudeza al sujeto de su narración, lo que considera favorable a un verídico testimonio, porque los espíritus cultivados, dice “si bien observan con mayor curiosidad… suelen glosarlo, a fin de poner de relieve la intención que les acompaña”[13]. Lo que parecería referirse a las visiones del propio Tomás Moro. Y precisa, “yo quisiera que cada cual que escribiese lo hiciera sobre lo que conoce bien”. Al creer en mil modos de vida opuestos, Montaigne dice poder aceptar más fácilmente la diferencia que el parecido entre nosotros, refiriéndose a europeos y americanos.
De los caníbales, describe hábitos, costumbres y modos de vivir con “idealización de la lejanía”[14], pero contrariamente a Moro, leemos un texto que mira la otra cara de la moneda, voltea la República utopiana para apreciar “las naciones que viven todavía bajo la dulce libertad de las primitivas leyes de la naturaleza”[15]. Se trata de una visión sobre el hombre natural. Además, dice Montaigne, “nada hay de bárbaro y salvaje en esas naciones… lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres”…, expresión de salvajismo que parece distanciarse sensiblemente del pensamiento antiguo, y de cualquier utopía, pues –precisa–, la denominación quedaría mejor reservada a los que “por medio de nuestro artificio los hemos modificado y apartado del orden al que pertenecían” […] “y los hemos acomodado al placer de nuestro gusto corrompido”. El gran pensador francés propone un espejo atlántico para que los conquistadores se miren en el reflejo ético de sus propias acciones. Nuevamente los viceversas. El artificio, marca indeleble de la sociedad a la que Montaigne pertenece, no puede sino empalidecer ante las virtudes de la naturaleza desnuda. Esa crítica del artificio, en De los caníbales, construye un par dicotómico entre lo natural y lo artificial, que parece equivaler a lo propio y lo ajeno, a lo nativo y lo externo, que darían lugar sin embargo a procesos sumamente complejos y diversos de mezclas y combinaciones cuando el ejercicio del poder de los otros fue también puesto al servicio de nuevos valores culturales y estéticos de nosotros. Pero, Montaigne crítica los significados de la dominación ejercida sobre esos pueblos como acto de supremacía so pretexto de un barbarismo y, en ese contexto, distingue y valora el canibalismo,
[…] me sorprende que veamos sus faltas y no seamos ciegos para reconocer las nuestras […] creo que es más bárbaro desgarrar por medio de suplicios y tormentos un cuerpo lleno de vida y asarlo lentamente […] esto lo hemos visto recientemente […] con la agravante circunstancia de que para tal horror sirvieron de pretexto la piedad y la religión.[16]
La misma religión que hizo del mismo Dios un estandarte para conquistar, colonizar y “civilizar“ América. Y concluye: “[…] no podemos llamarlos bárbaros […] si los comparamos con nosotros que los sobrepasamos en todo género de barbarie”. Se trata de un “retrato alternativo de los caníbales, diverso de aquel que oficialmente se había extendido desde el paradigma dominante”[17]. Montaigne que nuevamente utiliza lo del lado acá para enjuiciar lo que ocurre allá, define y critica la imposición colonial como otra barbaridad, término que deriva de barbarie, y enjuicia sus consecuencias:
Tras de ellos, ignorantes de lo que costará algún día a su tranquilidad y ventura el conocer las corrupciones de acá, y de que de ese trato les vendrá la ruina, la cual supongo se habrá iniciado ya, bien míseros por haberse dejado engañar por el deseo de la novedad y haber dejado la dulzura de su cielo para venir a ver el nuestro.
Utopía fue un territorio colonial. Como denominación toponímica debe su origen a Utopo, quien allí reinó y dominó. El locus utópico no pudo evadirse de la tendencia del poder dominante que se extendió por una América que fue definida bárbara, es decir, fácilmente servil. La colonización fue una presión sobre las comunidades originarias que desestabilizó definitivamente todo su sistema. El hombre natural era un conocedor de la naturaleza, pero el territorio –dominado por los poderes coloniales– se hizo espacio y la tierra propiedad, los habitantes originarios fueron despojados de ella y entonces fueron traídos desde África, por millones, otros igualmente “desterrados”. Recuperar esos valores de la madre tierra es uno de los más importantes temas del pensamiento contemporáneo, para los pueblos originarios y para todos los originarios de estos pueblos. En las tendencias artísticas contemporáneas se ha producido una vuelta a la naturaleza, lo que recoloca el tema de la relación del hombre con el medio físico en nuevos planos ideológicos con todos los recursos de la imaginación y un profundo sentido cultural. Una visión de la naturaleza que se incorpora intensamente a la defensa del reino de Calibán.
El espejo atlántico
El personaje del caníbal reapareció, disperso, por toda la territorialidad americana. Fue simbólicamente demonizado en ese salvaje otro no europeo, y en el sanguinario otro diferente al hombre natural. El caníbal entronizó una división al interior mismo de las poblaciones recién encontradas, una posibilidad de éxito colonial según la vieja máxima aplicable a todas las acciones invasoras: divide y vencerás. Américo Vespucio redescubrió a los caníbales-caribes en sus viajes por las costas atlánticas de América del Sur, y así quedó situado en los mapas de la época y en los grabados que ilustraron las crónicas y las cartas de los primeros conquistadores. Fue una figura de la exclusión; por peligroso sirvió a los propósitos imperiales para construir el miedo que debía atemorizar a todos, entre ellos a los que acechaban con otras empresas de dominación por aquellos mismos territorios. Estas versiones fueron un acertado ejemplo justificador del derecho de supremacía sobre la crueldad y la barbarie.
En La Tempestad[18] el caníbal fue convertido, por un juego anagramático, en Calibán. Por la magia de las palabras y sus letras, el personaje temible, símbolo de la desobediencia e insubordinación por excelencia fue colocado en condición servil por el amo Próspero, en una obra que –de comienzo a fin–, fabula con la magia como un recurso ficcional de todo el discurso. El propio Calibán, sin que Próspero pudiera escucharlo, expresa: “He de obedecer. Su magia es tan potente que vencería a Setebos, el dios de mi madre, convirtiéndole en vasallo”.
El universo de Próspero exacerbará el menosprecio, el racismo y la violencia. Desconocedor de las creencias del otro, aunque las teme, la subvalora. La sola existencia de Calibán define una otra espiritualidad e historia ante la ley y el orden impuestos por Próspero. El valor cultural de sus saberes, sus cosmogonías, y su universo mágico, no provienen ni de la tradición libresca del europeo, ni de la etérea de Ariel sino de la que propiciaron los ancestros del verdadero dueño de la isla adonde la tempestad llevó a Próspero, y están ligadas a la tierra,
El pensamiento visual se ha implicado fuertemente en este asunto y el artista vuelve a la tierra y se implica en ella como un modo de reconciliación con los poseedores de todos esos saberes, como una remitificación de sus secretos y una ritualidad cargada de fuerzas ancestrales. Entre los múltiples sistemas religiosos instalados, los procedentes de África están presentes en la religiosidad y en todo el universo de creencias, y expresiones culturales de Las Antillas y aunque con menor visibilidad en las tierras continentales, allí están. En las artes plásticas y en la creación visual, ellos adquirieron fuerza mágica para penetrar los más intrincados espacios del espíritu. Como un arqueólogo, buscador de misterios ocultos y valores protegidos, el artista penetra las zonas oscuras de los misterios para reencontrarse con las energías que han poblado las islas del Caribe, sus tierras y mares, sus bosques y ríos, su historia y su cotidianidad. Se trata de una arqueología espiritual.
Ese imaginario, en momentos sucesivos de la historia del arte, ha tenido la mayor significación. La obra de Wifredo Lam, constituyó un hito al revelar en “La Jungla” (1943) esa nueva visión integradora de las fuerzas naturales y sobrenaturales con todas sus metamorfosis. En esa otra dimensión, el ambiente físico que vemos como cañaveral es invocado por el artista como jungla, selva, manigua y monte, y “al negro le gusta el monte”, ha dicho Esteban Montejo, cimarrón inmortalizado en la obra homónima de Miguel Barnet. En ese sentido “La Jungla” es la metáfora de un lugar de plantaciones, de encerramiento y liberación, el manifiesto de un arte poética para evocar desde el espacio de la creación, la complejidad de un territorio simbólico en la experiencia histórica y cultural del Caribe, es tierra de utopías donde se interceptan las imágenes y “cada uno de sus signos se convierte en escritura para nuevos discursos…[19] Fueron los artistas considerados hechiceros y diabólicos por el modo en que su universo se mostraba extraño y desconocido. Desde el lenguaje aprendido del arte europeo occidental, una otra visualidad cuestionaba la regla y se expresaba con irreverencias transgresoras en su proyección crítica hacia una estética liberadora del espíritu creador, y abierta a una apropiación de otros referentes y prácticas artísticas. Se trataba de una nueva lógica que no estuvo exenta de riesgos y de ciertas formas de exotismo. Pero con los desfasajes propios de nuestra diversidad de pueblos se inició una trayectoria que no termina y puede definirse como una nueva estética proveniente de un-otro sistema de valores en la geografía cultural mayor de las islas y el continente, esencial como aporte a la visualidad contemporánea para las tareas de pensar Latinoamérica y el Caribe en el siglo XXI.
El lenguaje visual europeo había sido el referente de artisticidad y el atributo legitimador de la propia noción de arte ante la cual quedaron invisibilizadas las restantes expresiones artísticas. Se trataba de un conflicto no solo de la lengua del conquistador sino de sus lenguajes en todas las esferas de la cultura y el arte, impuestos como modelo, enseñados por las academias y aprendidos en los procesos de formación artística en Europa. La relativización de ese lenguaje como paradigma estético, como código de dignificación de lo artístico, con su historia de significados ya adquiridos, fue un nuevo espacio de libertad para la expresión de lo propio. Parafraseando a George Lamming, con ese lenguaje visual fue también que Próspero logró el ascenso al trono, pues la “colonización, es sencillamente una tradición de hábitos que se convierten en la forma normal de ver” Lo que se imponía cambiar era esa forma de ver. Felizmente no fuimos clonados sino –solamente– colonizados.
Pero la colonización produjo una demarcación en el tiempo de la historia y se encuentra implicada en los imaginarios culturales de nuestro tiempo cuando el poder se extiende a otras formas de dominación. La utopía nos es imprescindible para las batallas que libramos y las que están por venir en la recuperación no solo de un territorio, sino de la tierra, el monte y la naturaleza con sus sabidurías ancestrales y su simbología cultural. Lo esencial es no ser más el locus de utopías ajenas. Ni hombre natural, ni bárbaro, ni monstruo caníbal; sino la real imagen de la mujer y el hombre que proyectan su imaginación al futuro, para que les pertenezca la posibilidad de redescubrir América y el Caribe desde nuestras propias utopías, es decir, desde el territorio de nuestro propio discurso.
Deseo finalizar haciendo referencia a un texto fundador para la cultura hispana, escrito como La Tempestad de Shakespeare, en los albores del siglo XVII. Me refiero a El Quijote…, donde la búsqueda de la permanente utopía deviene mito esencial de toda la narración y se expresa con todos los recursos posibles de la imaginación y el poder de las alusiones simbólicas. Y más aún, pues como expresaba Roa Bastos acerca de este libro, “mirar las cosas al revés es como mirarlas al trasluz de la propia vida interior llena de ojos invisibles pero visionarios. Mirar las cosas al revés, eso fue lo que supo hacer Cervantes”. Y de alguna manera, es lo que se impone seguir haciendo.
Y dejaré pendiente para una nueva ocasión, las versiones contemporáneas de las islas como destino en cualquier horizonte perdido, las visiones del paraíso que resultaron fundamentales en las construcciones del discurso moderno sobre el Caribe y lo son aún en la perspectiva que utiliza el turismo. Así, nuevos comentarios viajeros parecen hacer permanecer una dimensión de lo utópico también en este siglo: la tarjeta de un paladar[20] de El Vedado dice “Elige la utopía”. Es muy buena la comida, por cierto.
México, sep. 2016
(*) Repasando Artcrónica. Conferencia impartida en el 49 Congreso de AICA en Cuba (octubre-2016), y publicada en el número 8 de la revista Artcrónica, 2017.
- Cristóbal Colón: Diario de navegación, La Habana, 1961, p. 2. ↑
- “Si hemos de creerle, nuestro hombre realizó, al igual que Colón, cuatro viajes al Nuevo Continente”. Cfr. “Américo Vespucio, Piloto Mayor”, en Consuelo Varela, América en la cartografía a 500 años del mapa de Martin Waldseemüller, UNAM, México, 2009, p. 61. ↑
- Ibídem, p. 59. ↑
- Citado por Manuel Alcalá: Utopía (prólogo), Editorial Porrúa, México, 1990, p. IX. ↑
- Cfr. Jorge Hidalgo: “Utopía y frustración en El Camino de Santiago”, de Alejo Carpentier. Disponible en: http://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/06/aih_06_1_100.pdf Consultado: 12 sep. 2016. ↑
- Horacio Cerutti Guldberg: Presagio y tópica del descubrimiento, UNAM, 1991, p. 15. ↑
- Ibídem, p. 15. ↑
- Eugenio Ímaz: “Topía y utopía”, en Utopías del Renacimiento, Fondo de Cultura Económica México, 1984, p. 16. ↑
- Horacio Cerutti Guldberg, ob. cit., p. 16. ↑
- Tomás Moro: Utopía, Editorial Porrúa, 1990, p. 81. ↑
- Horacio Cerutti Guldberg, ob. cit., p. 16. ↑
- Ibídem: El autor propone examinar esa costra con todo cuidado “para saber cómo y por qué se formó, a qué intereses ha servido…, y a qué intereses puede servir”, p. 15. ↑
- Ibídem. ↑
- Jesús Navarro Reyes: “Mirar desde otro: Montaigne y el relativismo cultural”, Thémata, no. 27, Sevilla, 2001, p. 279. ↑
- Michel de Montaigne: Ensayos. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/ensayos-de-montaigne–0/html/ Consultado: 12 sep. 2016. ↑
- Ibídem, s/p. ↑
- Vicente Raga Rosaleny: “Cultura y naturaleza: Montaigne en América”, Alpha, no. 13, dic. 2013. Versión digital. Disponible en: http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-22012013000200007 Consultado: 22 sep. 216. ↑
- Disponible: http://www.mad-actions.com/docs/the%20tempest_esp.pdf. Consultado: 16 sep. 2016. ↑
- Ibídem, p. 59. ↑
- Paladar: palabra con la que se nombran los restaurantes en el panorama económico emergente de la sociedad cubana. ↑