Leonel Valdés pertenece a esa clase de artista en cuya labor representativa siempre se reconocen los indicios de interconexión entre la vivencia ardua, en muchas ocasiones súbita, y la compulsión espiritual, especulativa, que esta genera. Hasta donde conozco, nada ni nadie han logrado subvertir la capacidad resolutoria de esa ligadura. Como muchos creadores de su generación, formados bajo los preceptos pedagógicos del arte conceptual, suele apelar a la implementación de alegorías críticas; discursos relacionados con la tensión epocal, sus disyuntivas humanistas y filosóficas. Pero el aliento poético que impulsa, que induce cada práctica especulativa o estética de este creador, tiene una buena parte de su fundamento en esas circunstancias de interdependencia.
La elección del paisaje como género de expresión, a contracorriente de otras manifestaciones algo más mediáticas, y su puesta en práctica a partir de un amplio espectro de recursos técnicos (dibujo, pintura, instalación, performance), ha resultado ser una estrategia idónea para canalizar sus presupuestos artísticos; una herramienta coherente con una sensibilidad como la suya, gestada en relación estrecha con la naturaleza y lo que ha llegado hasta nosotros de su tradición bucólica.
Varias obras servirían para corroborar esa concatenación entre las vivencias escarpadas y emotivas que se revelan permanentemente en el trabajo de Leonel Valdés. Hace apenas unos meses escribí un artículo en el que –entre otros aspectos– evaluaba la forma en la que se manifestaba en la serie del 2019 denominada Palomares, específicamente desde la disyuntiva del reencuentro físico y sentimental con la Isla. Pero pocas obras reflejan esta tendencia con tal nivel de claridad como las que componen la serie de las cavernas, creada por el artista entre 2016 y 2017, y que lleva por título Debajo la tierra sueña. Cuando vi por primera vez las imágenes resultantes de ese conjunto, sentí de inmediato la fuerza de impacto de una atmósfera de recogimiento, tribulación. Y confieso que, aunque no fuese ese sentimiento un objetivo prioritario del autor, me llamó poderosamente la atención que la obra “tentara” por sí misma esa perspectiva de análisis, de redescubrimiento, luego de haber visto y estudiado tantas obras realizadas en el país desde una postura cínica, hierática.
No es usual por estos días ver a pintores jóvenes realizando paisajes subterráneos con tal grado de entereza y extroversión alegórica, de presunción formal y estética. Entre los graduados del Instituto Superior de Arte (ISA) han aparecido algunos artistas con intención de reivindicar el paisaje, los cuales han podido insertarse dentro de la vertiente conceptual con un tipo de obra implementada, en lo esencial, con los códigos del expresionismo abstracto, y con un abordaje temático y estructural bastante hermético, que les permite dosificar con sutileza el rol de la “coartada” discursiva. A través de un circuito promocional y de mercado algo más convencional, circulan también un sin número de paisajistas rurales, con obras subordinadas a la majestuosidad de la vegetación tropical y los relieves del campo cubano; con composiciones inspiradas en la quietud y transparencia de nuestros ríos y lagos, o en la inconmensurabilidad del mar y los entornos costeros. Pero resulta un hecho verdaderamente excepcional el poder descubrir algunos testimonios gráficos –por muy hedonistas o surreales que se presenten– de esa otra parte sumergida y misteriosa de la geografía insular, desde cualquiera de las manifestaciones puestas hoy al uso e, incluso, dentro de prácticas tan expeditas como la propia fotografía.
La obra de Leonel Valdés muestra un camino sui generis en esa clase de abordaje visual; y según mi criterio como crítico y curador, creo que la funcionalidad de su representación pictórica ha estado probándose con éxito desde que se graduó del Instituto Superior de Arte de La Habana –hasta nuestros días– en los espacios promocionales por los que ha transitado en Cuba y Europa. Ello no significa que desee presumir del gobierno sobre una jurisdicción temática, metodológica o estilística, como han pretendido hacer otros artistas dentro del género en la Isla. Me consta que la humildad ante los afanes clasificatorios, la reverencia ante el conocimiento activo –provenga de donde provenga– constituyen cualidades indisolubles de su proyección intelectual. A pesar de la eficiencia con que ha logrado combinar los lenguajes abstractos y figurativos en esos singulares paisajes subterráneos; de la habilidad que ha adquirido en la combinación de luces y sombras; de la operativa hibridez cromática, que hacen de esta serie una de las más logradas de su carrera y la introducen en una zona de visibilidad dentro del ejercicio del género en el país, uno reconoce que hay algunas soluciones técnicas que el artista está tratando de llevar a un punto máximo de exponencialidad. Me refiero a la compensación de proporciones entre el empleo detallado del dibujo y los trazos pictóricos más gestuales; a la búsqueda de un equilibrio entre los niveles de densidad o volumen empleados en la aplicación de las pinceladas; y el grado de autenticidad con que ha de simularse el estado de pesadez o levitación de los objetos dentro del espacio cavernoso.
Pero la trascendencia gradual de sus paisajes guarda una relación directa con el hecho de que Lonel no se ha limitado al recreo de las cuevas por su carácter imponente, contemplativo; no se ha dedicado a la simulación de las grutas partiendo de una afición científica; a la descripción de oquedades con un afán preservacionista. Se trata de santuarios cargados de enorme significación simbólica; escenarios arcaicos recuperados para la interpelación intimista; bóvedas improvisadas para la exaltación espiritual; “atajos” que conducen hacia propósitos ilusorios que la realidad objetiva ha negado en determinado momento.
Un paralelismo simbólico se establece entre todo aquello que constituye el universo de reflexión, de experiencia sensitiva y creativa de Leonel Valdés, y el reducto de refugio, de protección primigenia de la cueva. En esa correlación básica parece radicar el fundamento de toda la serie. Como parte de una maniobra de regresión a la raíz histórica del ser, a la ontología de su naturaleza, potenciada un número de veces también en sus impactantes environment, y al igual que aquel espacio incógnito, liberador, en el que el hombre primitivo daba riendas sueltas a sus instintos expresivos más orgánicos, su estudio-taller se convierte por analogía en una zona de mediación, de preservo, de los anhelos e incitaciones artísticas más auténticas; sitio de resguardo frente a la circunstancia cultural y social que se manifiesta condicionadora, vulnerable, en determinadas coyunturas. Cabe afirmar también que el alcance de esta semejanza poética puede rebasar el aura específica de ese estudio-taller y expandirse hacia la propia dimensión física del sujeto artístico.
Cuando supe a través de Leonel, incluso, que en el período en el que todavía desarrollaba la serie de las cuevas estaba reacomodando sus expectativas de vida para emigrar a Alemania con su esposa Anna-Lena, y sabiendo de antemano lo desgastante, abrumador, que puede ser ese proceso para cualquier joven de la Isla, toda la impresión que había sentido en un inicio frente a sus cuadros expandió aún más su potestad interpretativa. Desde una óptica personal y subjetiva, lo primero que me vino a la mente, teniendo en cuenta esas razones asociadas a la distancia y la necesidad del rencuentro, fue la saga literaria del escritor italiano Dante Alighieri. De modo específico, aquel pasaje de su obra cumbre La Divina Comedia, en la que el personaje transita por el paraíso y el infierno; avanza de manera decidida, abstraído por completo de la noción de riesgo, contando en una parte fundamental de ese recorrido insólito con el aliento espiritual y la guía de Beatriz Portinari, amor platónico del poeta florentino.
Estoy casi seguro también de que esa intención de similitud cobró vigencia a partir de las estructuras en forma de pasadizos, salones interconectados, con las que Leonel imaginó las escenas de sus cavernas; socavones de atmósfera fantástica, fabular, que parecían estar relacionados con un grupo de viejas ilustraciones que recordaba de mis estudios literarios sobre la obra poética de Dante. Otro aspecto que estimulaba esa semejanza con el paradigma narrativo eran los abundantes parajes inundados de agua, las profundas corrientes que fluían en dirección a un horizonte distante, tenuemente iluminado; las rocas casi humanizadas; los causes perfectamente transitables en cuyos extremos el artista colocaba figuraciones anacrónicas; concebidas aparentemente como zonas de reorientación dentro del peregrinaje, sitios para el reposo y la meditación de un viajero de connotación genérica.
Pero, mientras más me iba adentrando en la estrategia compositiva de esos paisajes, mientras más sopesaba las variables descriptivas de los objetos incluidos en ellos, la paradójica interrelación que establecían con el espacio cavernoso, más conciencia iba adquiriendo sobre las parábolas de significados que se suscitan entre las imágenes subterráneas y el panorama exterior conocido. Ese con el que más de una vez Leonel Valdés ha interactuado en sus obras y sobre el que ha elucubrado poéticamente. Además de una alusión metafórica de resguardo, de amparo a todo un acervo existencial y memorioso, en esta serie de las cuevas se ensaya también una suerte de introspección, de esfuerzo de abstracción de la realidad; una especie de descenso al alma inquietante, atribulada del creador, sin desconocer o renunciar por entero a la circunstancia apetente, esperanzadora que muchas veces lo compulsa. Las evidencias más rotundas de ese accionar introspectivo nos lo ofrece la colocación de elementos ajenos, impostados en el espacio lúgubre de la caverna, y la inferencia de su singularidad utilitaria. Me refiero a las glorietas antiguas, las viviendas rústicas, los árboles oriundos, el tenue lomerío, las frutas tropicales, los vergeles ocultos, los instrumentos musicales de estilo renacentista, las estalagmitas y estalactitas de apariencia helada, las campanas litúrgicas (que en algunas ocasiones también se confunden con la fisionomía humana)… Símbolos condensados en un solo gesto bidimensional, que emergen de la tensión, de la pugna –a veces tácita y otras sutil– entre lo provinciano y lo citadino, lo local y lo internacional; emblemas de basamento multicultural que conforman la “memoria hechizada”, híbrida, laberíntica, del joven artista; que encarnan en sí mismos el sentido contendiente, dialéctico, entre lo que por fuerza se ha sido y lo que se pretende ser.
David Mateo
La Habana, 2021