Juan Rivero: tras la hendija de una aparente ingenuidad
Por Abram Bravo Guerra
La figuración de Juan Rivero parte de una ingenuidad posible. En la epidermis de todo gravitan personajes simples, composiciones infantiles, todo bajo un filtro a medias entre lo surreal y lo imaginario. Pero, por supuesto, esta impresión es el primer paso de una propuesta que subvirtió sus caminos iniciales para dirigirse a una manera muy específica de asumir la pintura y su accionar creativo. Porque -unas veces más y otras menos certero- encontró un camino visual al que ha decidido atar cada tela, mancha o idea imaginada; un camino definido en la migración a España y que cuestiona muchas veces el enfoque de esa ingenuidad asociada. Pero, influido y determinado en el desplazamiento geográfico, Rivero remite a un origen insular, a un sistema de formaciones humanas y académicas que desembocan, también, en su trabajo actual.
Juan Rivero nació en Antilla, un pueblo costero de Holguín. Ya a los quince años ingresó en la Escuela Provincial de Artes Plásticas “El Alba”, y completó su formación en el Instituto Superior de Arte (ISA). En el ISA formó parte de la iniciativa Desde Una Pragmática Pedagógica (DUPP) y, más tarde, organizó las varias ediciones del evento internacional de performance y audiovisuales, Proyecto Circo. En 2007 migró a España, impulsado como muchos por la herida económica que volvía a profundizarse por esos años.
La llegada a Europa estuvo sucedida por la desvinculación consecuente con el contexto insular y un desprendimiento, condicionado y necesario, con parte de las mecánicas adquiridas para entender y asumir el arte. No obstante, Rivero estuvo decidido a vivir de la pintura, variando los modos, pero manteniendo sus conocimientos en el terreno creativo como medio para arreglárselas en el nuevo país. En 2014, su trabajo con materiales alternativos despierta el interés de Juan García Ripolles, un auténtico personaje de la pintura española, quién le ofrece una residencia creativa. Este nexo le permite girarse por completo a experimentos creativos y produce un giro técnico y visual determinante. De hecho, se convierte en el punto físico de partida para analizar su obra actual.
Creo que una conexión salta a los ojos inmediatamente: Rivero ha readecuado el sistema iconográfico de Ripolles, ahí se asocia el gusto por lo ingenuo y las formas infantiles, incluso uno que otro recurso visual reiterado. Un primer impacto remite casi a una pintura naif, aunque se advierten detalles en lo técnico que complejizan dramáticamente la escena. No sería arriesgado decir que Juan Rivero roza los imaginarios de Paul Klee, Marc Chagall, Henri Matisse o Pablo Picasso. Y creo que los referentes se mantienen en este terreno vanguardista y europeo puesto que la ruptura intencionada con los sistemas visuales cubanos generó un anclaje inmediato al nuevo contexto creativo. Entonces hablamos de una pintura de lo imaginario, en la que cada escena se reinventa desde el subconsciente con una fuerte carga metafórica o asociativa. Hay elementos disonantes, figuras que se humanizan o des-humanizan, poses extravagantes, colores y texturas inusuales, un festival de imágenes compuestas y distorsionadas en la mente del artista. El mismo Rivero se define como “sumido en la sucesiva opresión de la memoria”; una memoria que vomita a golpe de imagen como huella última de relatos ficcionados y repetidos, relatos que oprimen. Y cada relato se moldea en la simpleza y aparente ingenuidad, en un bestiario humanoide sin banderas, empapado con descaro de lo kitsch y lo grotesco.
Ahora, este universo de formas leves surge condicionado por un recurso técnico particular. Quizás sea este recurso la apropiación más significativa que Rivero realizara a Ripolles y, como es lógico, la razón de un parentesco replicado y refinado desde los primeros contactos entre ambos. Aquí al lienzo se le aplica una base en masilla, sobre ella se trabaja, moldea y repite la imagen, jugando en contra del tiempo. Luego se aplica el color por separado, aceite primero y sobre este el pigmento. Rivero va distribuyendo los tonos en una mezcla matérica que se esparce sobre la superficie embarrada de masilla. Después del secado, las capas sobrantes se levantan con un chorro de agua a presión. En una irónica conjunción de materiales terminan mezclados aceite, agua y un lienzo pavimentado e inusualmente húmedo. El resultado termina siendo una marca de identidad: colores brillantes, casi tornasoles, que (des)componen un cuadro repleto de empastes ásperos, hendiduras y contornos profundos. En cierta medida, hay un leve sabor a bad painting y grafitti, muy detrás de los toques surreales e infantiles.
Pero, en esta atmósfera peculiar, es preciso atender un poco más a los colores. Aquellos tonos tornasoles se esparcen en una masa brumosa que abarca casi toda la obra, compite en protagonismo con la imagen y se adueña de los espacios que cierran cada escena. Lo interesante, en esencia, parte de la brumosidad generada a través de las texturas, lo que produce una doble y contraria sensación: vaporosa y áspera a la vez. Cuando Rivero prescinde del color, el mismo acabado termina por rellenar los vacíos en compases grisáceos, ahora renunciando a los estridentes naranjas o los incómodos rosas. En cambio, el dibujo se mezcla con aquella vaporosa sensación de ingravidez o la rechaza en una abrupta solidez matérica: moduladas de la masilla, las figuras a veces se delinean en surcos pronunciados, rematados en bordes negros o violentas hendiduras que hieren cuerpos y objetos. Y, en cierta indecisión, los cuerpos se deforman, estiran, comprimen y tuercen, pasan de sensibles figuritas a imágenes inquietantes según la escena, la pose, o la impresión de cada quién.
Si comparamos dos obras como Carrusel y Habitación con cama rosa aparecen las dos variables visuales que, acudiendo al color, asume la obra de Rivero. Ambas repiten hendiduras gruesas en la gestión del dibujo; no obstante, la primera se decanta por reiterar trazos sobre los personajes para lograr cierta distorsión anatómica, y la segunda resuelve contornos cerrados y compactos para -manteniendo siempre la planimetría- lograr líneas más seguras. Así mismo, la primera extiende el efecto suave de los violetas y terracotas brumosos a partes de las figuras, mientras la segunda lo delimita a un púrpura plano disimulado en la textura del lienzo. Y, en cuanto a la escena, la primera enfoca un grupo de enanos deformes que retozan grotescos en un tío vivo, y la segunda presenta una mujer de formas graciosas que descansa en una especie de cama redonda. La desnudez viene a ser el rasgo común. Entonces, dos caminos de una misma solución técnica vuelven a dividirse según la temática y el modo de asumirla. Viene a ser este, el tema, otro rasgo a atender en la propuesta.
La cosa es que Rivero se permite jugar en bandos opuestos -como anteriormente mencionaba- según lo representado y el modo de hacerlo. Aquí viene la principal ruptura con un Ripolles que repleta su imaginario de seres fantasiosos, verdaderamente ingenuos, solitarios y orientados más a la metáfora de su existencia que de su acción. Por el contrario, Rivero despliega una galería de personajes controvertidos, puestos a dialogar y que destrozan la línea de la calma con inesperada facilidad. Si bien en su obra abundan las mujeres voluptuosas y desnudas, tendidas en divanes o campos florales, como una vertiente mucho más conservadora respecto a las posibilidades de la escena, Rivero ultraja el sosiego con la enfermiza reiteración de un perro amenazante, con deliberadas escenas de sexo, o con aquellos grupos de enanos que se tuercen y vomitan como pequeños diablillos. Hay una nota clara de sordidez donde más alto suena su propuesta pictórica. A más grotesco, se permite experimentos que retan las posibles limitaciones de la masilla, incluso del propio cuerpo visual que podría sugerir su obra. Por ejemplo, ese perro representativo de un posible estado animal del subconsciente, es sometido a combinaciones anatómicas muchas veces cercanas al expresionismo, dejando a viva luz uno que otro matiz de visceralidad; en cambio, las construcciones sexuales más imaginativas y los pequeños seres exageran drásticamente las posibilidades físicas del cuerpo humano, también tendiendo al expresionismo en la reiteración deliberada de surcos. Los resultados se revierten en composiciones mucho más dinámicas, audaces y sirviéndose del contraste sensorial y la supresión de convenciones.
Digamos que Rivero, a fin de cuentas, logra más mientras más del él mismo saca. O sea, cuando logra hacer emerger su propio sello fuera de préstamos, enseñanzas o referencias conscientes e inconscientes. La línea de su trabajo parece aclararse según reta las convenciones asociadas a esa ingenuidad, a esa pintura de rostro infantil. Porque ambas nociones se desploman desde el riguroso proceso de factura y, en segundo plano, en planteamientos temáticos que, si bien no son extraños a la pintura naif, poco encajarían en los cuadros de Klee, Chagall o Matisse. Y, mediando en una visualidad como mínimo compleja de manejar, ha logrado aterrizar en un modo personal de pintar, mutable y mejorable según se transforma en función del tema.
Quizás esas ganancias agradezcan a un proceso previo de formación reinterpretado en el desgarramiento del migrante, la supresión de un signo creativo previo y el enrumbarse a un hacer de cero sin dejar las herramientas traídas. Rivero es también lo que aprendió en Holguín y en el ISA, la base para trabajar el asfalto que ya traía, y el reto conceptual que pudo haber obtenido de DUPP. De ahí se apuntaló la conciencia que asumió el imaginario infantil, que renunció a otro rigor en la obra para explorar un mundo de otros referentes. Y creo ver esa exploración en proceso, todavía inmadura, pero convencida a plenitud de sus potencialidades, de aquello más allá de la ingenuidad.