Abram Bravo Guerra
La lógica funcional de la cultura anda quebrada por estos días de pandemia y encierro. Anda como a suspiros. Palidece en un supuesto gesto solidario que me parece más un acto de auto-salvación. No creo que ello esté mal, pero –no me dejarán mentir– hay cosas que simplemente no son lo mismo desde casa. Y pienso específicamente en las artes plásticas, en una exposición.
Hacer una exposición en Cuba es un logro: hay que ingeniárselas, correr a última hora, y sobre todo sacar cosas de donde no las hay. Ahora no me salen de la cabeza aquellas inauguradas a mediados de marzo: me recuerdan un poco a ciudades fantasmas; olvidadas tras cuatro paredes; deseosas de ser vistas. El tiempo interno de una exposición transcurre en la premisa de ser vista, apreciada, sentida…
Dentro de ese circuito de ciudades escondidas le tocó su triste lugar a la muestra El umbral de la montaña, del dúo Medialuna (Alfredo Coello y Osmani Domínguez), inaugurada el 12 de marzo en el Centro Hispanoamericano de Cultura, La Habana. Una o dos semanas después todo se empezó a desplomar subjetivamente. Y aunque los espacios sigan en pie, algo en su urdimbre de nexos psicosociales se ha venido abajo, y los ha dejado a ellos y a nosotros perdidos en el aislamiento. Por eso sería productivo, quizás, repensar aquello que no podemos ver. Volver sobre la muestra de Medialuna que todavía prosigue –almacenada– en el Centro Hispanoamericano de Cultura.
Típicas también en la producción del joven dúo, las preocupaciones de la exposición se centran en una resemantización del objeto tradicional del campo. Los artistas no solo subvierten el espacio común para el objeto, sino que desajustan su escala para producir lecturas que se alejan de la pintoresca nostalgia provinciana. Juegan con la esencia funcional y matérica del objeto: al que desarman y despojan de su finalidad primaria y construyen una quimera extrañamente conocida en lo físico y renovada conceptualmente. Pueden no salir airosos en todos sus intentos. Incluso, todas sus propuestas no registran la misma madurez simbólica, pero en el dúo Medialuna se esconde una vocación transgresora para con el objeto, con su esencia funcional y constitución matérica, que no dejan de resultarme interesantes.
Diría que en Medialuna pervive una suerte de pop rural. Su obra se centra en redimensionar y problematizar con el objeto popular campestre. Las trillas y las guatacas son sus latas de sopa Campbell. El posible vínculo con lo povera no escapa –a mi juicio– de una primaria asociación visual. Sería adjetivar innecesariamente un proceso que no hace más que respetar la visualidad agreste del objeto tratado. Al final, los cuestionamientos de Medialuna a veces trascienden el objeto empleado, sortean cualquier chovinismo o populismo barato. Y parecen desplazarse a la naturaleza física del material para canalizar –frecuentemente y con la ayuda del título– ciertas ironías de orden político-social.
Por supuesto, El umbral de la montaña se compone de varios de esos objetos redimensionados. También es lógico que sea imposible captar a distancia –por fotos o videos– la esencia de una muestra en la que el detalle del material, el tejido, la herrumbre e incluso el olor de la pieza, pasan a otorgar matices singulares del proceso receptivo. Porque, en este caso, el dúo ha diseñado una propuesta que transita, en cuanto a concepción matérica, del hierro a la yagua, de lo industrial a lo natural: como si se tratara de captar las mutaciones escenográficas del arsenal campesino. Los propios instrumentos seleccionados se someten –en varias ocasiones– a virajes extremos en cuanto a sentido y características físicas.
Pienso en dos de las obras dispuestas: quizás las mejores logradas y que definen los estratos formales y conceptuales a los que –según creo– aspira a llegar Medialuna. La primera, Vuelo: un grupo de guatacas soldadas en pareja y dispuestas por toda la galería, como si levitaran. Las piezas –repletas de óxido y modeladas en la tosca visualidad del instrumento– asumen, paradójicamente, la morfología de una mariposa. El impacto visual se produce por el vínculo de realidades opuestas en un mismo objeto: ligero, a la vez que pesado; delicado, a la vez que grotesco. Vuelo invierte, más allá de lo funcional, el sentido físico del instrumento. Y a la vez pone en juego una realidad aprehensible a la vista y asumida por la lógica.
Por otro lado, Éxodo modifica la escala de una escoba de yagua hasta los tres metros de altura. En este caso resulta particularmente interesante –más allá de la fisionomía del objeto– la compenetración del título y la propia escoba como signo: ambos como activadores de sentido. Éxodo termina por construirse sobre el discurso de la migración y la escoba termina por simbolizar el desarraigo autoimpuesto a quien migra: una suerte de borrón y cuenta nueva.
Candil de la calle, Vaina y Limbo –las otras obras que conforman la muestra– resultan más contenidas en su finalidad conceptual. Centradas en la modificación y reinserción espacial del objeto –una lámpara tradicional y una vaina de machete–, sus diálogos se enfocan en las capacidades visuales y texturales del material, a veces readecuado para la gran escala.
Hubiese sido bueno poder acceder de manera natural a El umbral de la montaña. Los cuestionamientos de Medialuna y su relación objetual definida, resultan interesantes desde sus propios desplazamientos reflexivos. Volvemos a la mítica desacralización de lo artístico y la consagración de lo popular: con giros irónicos que, a veces, exceden este hecho primario.
Queda esperar a que vuelvan a encenderse las luces de las galerías. A que poco a poco se reestructuren las conexiones sociales quebradas por estos días. Quizás estemos a tiempo de volver a esas ciudades fantasmas. Quizás para ese entonces podamos acceder a las esculturas/objetos que hoy Medialuna almacena –porque no podemos decir que exhibe– en el Centro Hispanoamericano de Cultura.