En la vorágine de trabajo de una mañana de Bienal conversé por primera vez con la artista cubano-costarricense Aimée Joaristi. Transcurría el mes de abril del año 2019, y ella estaba hospedada en un hostal particular frente al malecón habanero, a donde fui a conocerla por invitación del crítico de arte y curador cubano Andrés Isaac. Sostuvimos un diálogo ameno sobre su participación en el proyecto Detrás del muro, que organizaba el especialista Juan Delgado, y sobre la realización de su performance Manifiesto Púb(l)ico en la provincia de Matanzas y en la capital del país. Todo ese material informativo fue publicado pocos días después en el portal digital Artcrónica, como parte de las actividades de prensa que desarrollamos como equipo durante la XIII Bienal de La Habana. Aunque fue un encuentro breve, resultó ser lo suficientemente elocuente e intenso como para poder sopesar las expectativas que ella tenía con su participación en el evento y la oportunidad de interactuar con el ámbito artístico cubano.
Analizada desde una perspectiva de vida, su curiosidad de aquel momento me parecía más que justificada. Me contó que había pasado largos años alejada de su país natal, de donde salió abruptamente con sus padres a inicios de la década del sesenta por inconformidades con el proyecto político. Supe que vivió luego en ciudades emblemáticas de Europa y América (Roma, Madrid, Nueva York) antes de radicarse definitivamente en Costa Rica; y que ninguna de ellas logró disipar por completo sus recuerdos y nostalgias profundas de La Habana. Pero desde el punto de vista profesional, ese entusiasmo desbordado por los espacios legitimadores de La Bienal me parecía un tanto extraño, difícil de entender en toda su dimensión, pues ella ya tenía una carrera exitosa como arquitecta y diseñadora en Costa Rica, y su obra pictórica e instalativa podía perfectamente continuar un curso de evolución y reconocimiento sin la necesidad de tener que pasar por ese escenario tercermundista, cuyas plataformas curatoriales y de legitimación se encontraban desde hacía ya algún tiempo bastante deprimidas.
El que su curador y amigo de entonces, Andrés Isaac, haya desempeñado un rol importante en esa decisión final de acercamiento a La Habana y su cultura, no le restaba mérito alguno a todo el esfuerzo individual que deduzco tuvo que poner en práctica para poder materializarlo. Imagino, por ejemplo, que debió moderar ciertas desavenencias ideológicas con las autoridades; estar dispuesta a perder una cuota de vanidad intelectual, para que ese viaje a Cuba pudiera ser verdaderamente exploratorio, reconciliador, desde el punto de vista social y cultural.
Pero confieso que, por más que lo intenté, no pude arribar a conjeturas de valor tan inmediatas sobre su obra pictórica y performática, como lo pude hacer sobre su personalidad durante ese primer encuentro físico. Los dos proyectos que presentó a la XIII Bienal de La Habana estuvieron tan permeados de un ambiente de espectacularidad e interacción pública, que no daban margen para una apreciación tranquila, detallada, de los conceptos y metodologías sobre los que se fundamentaban. Abogó por esa clase de obras con las que hay que interactuar primero desde su naturaleza provocativa, confrontacional, para luego, desde el sosiego analítico, improvisar cualquier otro tipo de elucubración teoría, interpretativa. Es cierto que las pinturas plasmadas sobre las largas bandas de tela, que integraban una instalación con el sugestivo título de Enróllate conmigo, ponían al descubierto algunos de los principales códigos visuales de la obra abstracta de Aimée Joaristi; pero de ese efecto inductivo me percaté más adelante, cuando pude profundizar en su trabajo, estudiar las imágenes fotográficas de aquel acontecimiento. El día de la presentación de Aimée Joaristi en Detrás del muro casi no pude acercarme a ella y a su obra. Había un mar de gente caminando de un extremo a otro del litoral, donde se exhibían también las piezas de otros creadores invitados. Y cuando la artista comenzó a extender sus rollos de tela desde lo alto de un edificio hasta los bordes del malecón, una avalancha de personas se precipitó hacia ella para recoger los fragmentos pintados que iba recortando y regalando. Ese día fui un testigo pasivo, un transeúnte más dentro de ese ambiente “lúdicro” de jaleos y promiscuidades. No le di mucha importancia a la dimensión paradójica -por momentos cínica- que inducía toda la acción del público en torno a ella, lo mismo desde la perspectiva del intercambio callejero, que desde la dádiva o el obsequio. Tampoco tuve la oportunidad de estar presente en las acciones itinerantes del performance Manifiesto Púb(l)ico. Todo lo que supe de esa obra fue través del testimonio de artistas o por los reportes noticiosos que llegaron a la redacción de Artcrónica, unos días después de concretada. Sin embargo, sí tuve la certeza de que Manifiesto Pub(l)íco ofrecía pruebas mucho más elocuentes sobre las pretensiones socializadoras de la artista; su intención de establecer un discurso crítico acerca de los conflictos de género y sus aristas de interconexión con las operatorias del poder político en Cuba. La acción irreverente de ir pegando felpas en forma de ovarios sobre columnas de edificaciones emblemáticas de la ciudad, dedicadas a la gestión de liderazgo cultural, político y administrativo, se ofrecía como testimonio crudo de esa pretensión.
Entre los meses de marzo y abril del 2020 volvimos a establecer contacto por intermedio del amigo y artista cubano Maikel Sotomayor. Me encontraba de viaje por Ciudad de México y él estableció comunicación conmigo para invitarme a participar como curador de una muestra de pinturas que ambos pretendían llevar a cabo, y acepté con entusiasmo. Como estaba al tanto sobre la trayectoria artística de Sotomayor, y había escrito varios artículos acerca de sus procedimientos técnicos, decidí pedirle entonces a Aimée Joaristi referencias fotográficas de su trabajo pictórico de último minuto y algún que otro indicio visual sobre lo que estaba produciendo para ese proyecto conjunto.
No es que necesitara mucha evidencia de obra para tratar de entender la propuesta de colaboración entre ambos artistas. Uno de los propósitos adicionales del viaje de Aimée Joaristi en el 2019 a La Habana, había sido precisamente el de intentar conocer nuevos pintores con los cuales poder organizar futuros proyectos; y con muchísimo gusto serví de intermediario en el encuentro entre ella y Maikel Sotomayor. Pude ser testigo del intercambio fraterno que sostuvieron, y de los puntos de convergencia que descubrieron en cuanto al abordaje de la pintura y la inclinación hacia los temas vinculados al paisaje.
Lo que pretendía con esta nueva revisión de obras de Aimée Joaristi, que hacía a través de la internet y desde México, era tratar de profundizar en su acervo artístico y, por supuesto, encontrar puntos de convergencia formal y alegórica con la producción artística de Maikel. La mayor satisfacción que extraje de ese cotejo fue la de comprobar cómo dos generaciones distintas, separadas geográficamente, podían converger en varios matices expresivos y discursivos dentro de la pintura. Sobre las tendencias artísticas en común, afirmaba por escrito en ese periodo: Los sistemas alegóricos de Joaristi y Sotomayor se sostienen sobre una perspectiva de reflexión existencial, intimista, con ligeras diferencias en cuanto a los modos de abordaje expresionista. Uno privilegia el impacto de las disyuntivas y dilemas sociales enraizados en la historia; mientras que el otro otorga prioridad a aquellos aspectos que tienen que ver con el arraigo a la naturaleza insular; el sentido de pertenencia a ella. Pero los dos indagan sobre el hombre y su destino manifiesto.
Aunque el proyecto bipersonal no llegó a materializarse como consecuencia de la situación pandémica, todo el trabajo de revisión y análisis previo que hicimos a través de la internet, me dio la oportunidad de introducirme desde una perspectiva más honda en el universo creativo de Aimée Joaristi. En apenas unos días tuve la oportunidad de estudiar un conjunto de obras realizadas entre 2014 y 2020, pertenecientes a series específicas como Silencios y gritos, Destiempos, Pecados mortales, Rouge, Manifiesto amarillo, Guerra continua, Gusanos y Axis. Una pintura eminentemente abstracta, nacida del gesto, del instante emotivo, de la improvisación, condicionaba la estrategia representativa de la mayoría de esas piezas. El libre arbitrio que parecía prevalecer en el abordaje del dibujo y el desglose del color, se reflejaba por extensión también en casi todas las tácticas distributivas del espacio. En algunos casos, las composiciones parecían muy simples, abreviadas, y en otros demasiado abigarradas, expandidas. Pero a pesar de esa fluctuación intensa, uno podía intuir que la autora hacia todo lo posible por aferrarse a un tipo de dibujo extremadamente sintético, condensado. Alguna experiencia creativa anterior u opinión autorizada, parecía haberla convencido de que el camino de la efectividad representativa debería gestionarse en su caso por la vía de la supresión estructural y no de la adición de elementos.
Como oportunidad complementaria a esa revisión detallada de obras, pude hurgar también en los dibujos y las pinturas iniciales de Aimée Joaristi (concebidos durante las décadas del setenta y el ochenta); conocer algunos de los conceptos estructurales que han marcado su actividad como arquitecta, examinar parte del patrimonio contruido, y las nociones que inducen su quehacer dentro de la ambientación. Conversamos largas horas sobre los conflictos y las preocupaciones que habían adquirido prominencia en su trabajo artístico paralelo: la identidad cultural como memoria desgarradora y condicionamiento de vida; la discriminación de género; la violencia social, política y doméstica; y sobre las derivaciones expresivas y alegóricas que había suscitado dichos abordajes a partir de los medios técnicos y soportes elegidos. Me describió pasajes importantes de su carrera, desde que adquirió conciencia de su vocación artística en los Estados Unidos hasta la fecha; y me ofreció testimonios acerca de su naturaleza hipersensible, vulnerable, frente a los conflictos de la vida pública y privada, y de su estado de identificación permanente con la angustia y el drama ajenos.
Estas evidencias fueron más que suficientes para arribar a una hipótesis diametralmente opuesta a la que hasta ahora se había estado induciendo sobre su trabajo. A pesar de las impactantes abstracciones concebidas por Aimée Joaristi mediante el uso del dibujo o la pintura gestual (y en algún que otro momento también a través de la técnica del aerógrafo), no me parecía que se le debía continuar circunscribiendo de manera rotunda a los procesos compositivos extractos, condensados. Por el contrario, Aimée se me revelaba como una creadora de ideas, sensibilidad estética y artilugios creativos bastante eclécticos. En algunas de sus obras sentía la sensación de que la artista se frenaba, se detenía con bastante frecuencia frente al proceso; que una buena parte de su energía expresiva dubitaba ante la posibilidad riesgosa de un desbordamiento iconográfico o ante la dosificación visual que entraña el cierre de cualquier estructura. Me percataba, incluso, de que su ejercicio dibujístico era mucho más eficaz cuando tentaba algún proceso evocativo, y no escatimaba recursos complementarios dentro de la estructura del plano o la atmósfera para alcanzar tal propósito. Eso lo pude constatar muy bien en un grupo de cuadros, en los que hasta el título se mostraba revelador de dicha eficacia. Me refiero a las piezas Órdago (2016), Rocketman (2017), El mapa (2018), Las espinas (2018), El capado (2019) o Mentiroso (2019).
Conversamos largas horas por WhatsApp sobre esas apreciaciones mías acerca de los fundamentos de su obra. Los meses de mi encierro en la Ciudad de México y la incertidumbre ante al avance indetenible de la pandemia, encontraron un motivo pertinente de sosiego y resignación entre las animadas charlas que sosteníamos sistemáticamente. Aimée Joaristi se defendía con perspicacia frente a mis argumentos, y hasta cierto punto yo trataba de entender la lógica de su actitud. Me percaté de que casi todas las curadurías realizadas con su obra y las reflexiones escritas en torno a ellas, hasta ese instante de nuestro encuentro, exaltaban el enfoque extremadamente sintético, la condición efusiva, catártica -hasta en cierto punto equívocamente irracional- de sus procedimientos expresivos.
Le comenté sobre el impacto favorable que me habían causado sus dibujos barrocos de inframundo, realizados a plumilla durante la década del setenta; los recargados y sugestivos cuadros del 2013 y 2014 incluidos en la serie Cinema y Fractales. La conminé a que intentara recuperar en su pintura algo de aquella lógica representativa supeditada al principio del collage, a la superposición y transparencia iconográfica; no como una metódica permanente, sino como una alternativa de experimentación coyuntural. Aimée Joaristi aceptó con entusiasmo el reto, y en esa primera demostración de entendimiento y confiabilidad, comenzó a fraguarse un proceso de empatía profesional; fue tomando forma un acuerdo de trabajo más estable, que se ha ido consolidando de manera orgánica.
Estábamos enfrascados justamente en la evaluación de un grupo de procedimientos; sopesando artificios técnicos de su trabajo anterior que pudieran ser retomados, cuando de pronto me confesó que estaba muy afectada emocionalmente con la situación de la pandemia, y con los efectos dramáticos que estaba provocando en las personas a su alrededor. Tengo unas ganas enormes de pintar flores, y no hacer nada más, me dijo… Llegué a pensar que aquella decisión inesperada podía disociarnos en el trabajo de revaluación metodológica en el que estábamos enfrascados; conspirar contra la fuerza expresiva y la sofisticación técnica a la que ambiciosamente aspirábamos; aunque de todas formas la estimulé a que se tomara un tiempo y a que se concentrara en la realización de los cuadros. Estaba claro que esta nueva serie, nacida de un impulso, de un rapto, y que decidió denominar Jardín del cielo, tenía su principal motivo de inspiración en ese vínculo profundo, sistemático, que posee la artista con la naturaleza. Surgía de esa sublime dependencia perceptual que ha fomentado con el entorno rural en el que se ubica su residencia y estudio de trabajo en Costa Rica. Creo firmemente que toda su obra conocida está permeada por las impresiones, los sofisticados códigos y matices estructurales que ha estudiado de la naturaleza, de su inconmensurable sentido evolutivo y dinámica de procreación.
Aquellos ramilletes de flores -si es que se les podría llamar así a esas efusivas composiciones pictóricas- estaban permeados de una voluntad de tributo, de ofrenda. Comprendí que no se trataba solo de una contingencia imperiosa de cambio o diversificación temática por parte de la artista, sino de la necesidad de exteriorizar un sentimiento de angustia, de zozobra; un espíritu de tensión que no podía esperar más para manifestarse, y que había encontrado un vehículo de catalización a través del impacto, de la magnificencia simbólica de un objeto elemental, ontológico por excelencia, enraizado en su estética hogareña cotidiana: las flores. Con el denominativo de Jardín del cielo, cobró forma entonces uno de los conjuntos más sugestivos y virtuosos dentro de la obra abstracta reciente de la pintora Aimée Joaristi.
Para mi absoluta sorpresa, y superada esa “reserva” ante la elección temática de la autora, fueron apareciendo de repente -con la pujanza y celeridad que gobierna su proceder creativo- magníficos cuadros de flores abstractas, pletóricos de espontaneidad y fuerza expresiva, y sobre todo llenos de ese eclecticismo estructural por el que habíamos abogado de mutuo acuerdo. En la concientización de los procedimientos técnicos y expresivos que ponía en vigor esa serie, fuimos descubriendo juntos los argumentos, la dirección o el rumbo que tomaría nuestra iniciativa de perfeccionamiento curatorial. Todo fue analizado de manera abierta, y luego transformado en una especie de pauta de trabajo. En tal sentido, decidimos potenciar los siguientes aspectos dentro de su obra bidimensional: Disminuir el dibujo sintético, condensado, para dar paso a composiciones más recargadas, eclécticas, en consonancia con la lógica perceptual y estética de la propia autora; continuar fomentando la representación de escenas emotivas, dramáticas, para las que tiene una especial capacidad evocadora; moderar el impulso de la pintura catártica, desordenada, para favorecer la inducción precisa de otros elementos simbólicos (ya sea de procedencia vegetal o humana), que contribuyeran al reordenamiento compositivo y al discurso alegórico. Hacer que todos los efectos visuales del ambiente tributaran a un símbolo privilegiado (único o múltiple), y cuya ubicación en el cuadro no tendría por qué tener una posición central; intensificar aún más la funcionalidad dibujística del color; disminuir los planos coloridos en pugna, tratándose de superponer unos a otros, y acentuar por el contrario la combinación, la mezcla suave, fluida de tonalidades y matices; regular la efusividad o estridencia del color, en función de una atmósfera más sobria, atemperada; solo utilizar esos efectos si alguna zona específica de la composición lo ameritara; continuar enfatizando las coloraciones grises, negras, ocres, carmelitas y rosadas; poner más atención a la velocidad, al ritmo del gesto pictórico, en aras de una mayor racionalización técnica del proceso.
En correspondencia con las acciones artísticas que se esteban llevando a cabo en esta etapa de crisis pandémica, en espacios físicos y digitales, para llamar la atención sobre el trágico momento que estaba viviendo la humanidad, y para hacer conjeturas sobre las causas que habían llevado a esta situación de confinamiento extremo (en ocasiones políticamente manipuladas); consideré un deber como curador avalar y acompañar la difusión de la serie Jardín del cielo. Ofrecimos testimonios de esas obras en el portal editorial Artcrónica y elaboramos varios pdf para enviar a instituciones y galerías; y convidamos a otros especialistas reconocidos a analizar de manera crítica, constructiva, la propuesta. En la promoción del proyecto hacíamos énfasis en el hecho de que los cuadros no solo apuntaban de manera alegórica hacia una crisis global, sino también hacia la situación de desamparo de los sectores sociales que sufrían el embate de la pandemia, y que solo constituían frías estadísticas para organizaciones y gobiernos internacionales. Sus imágenes de flores se colocaban con extremada suspicacia en el límite preciso entre esa perspectiva hierática, ambigua de conteo colectivo, de “censo oficial”, y las experiencias desgarradoras de distanciamiento y pérdida. Para hacer énfasis en ese presupuesto, a la artista se le ocurrió ponerle nombre de persona a cada cuadro producido (Carmen, Diego, Isabel, Juana, etc.) Aimée Joaristi maniobraba desde la excusa, el alegato. Ni siquiera los lienzos más conmovedores o expresivos desestiman esa orientación de enfoque personalizado. Final y comienzo, quiebre y reposición, certidumbre y duda, fueron nociones de contraste con las que se adentró en la serie, para intentar arribar a una analogía simbólica entre la angustia personal y ajena.
En ese periodo yo sentía que la artista estaba atravesando por una especie de revaluación de su vida privada y trayectoria artística; una contingencia a la que estaban sometidas también muchas otras personas y creadores; forzados a permanecer enclaustrados en sus casas; presos de una enorme incertidumbre sobre el curso de los acontecimientos. De sus intensos diálogos conmigo, pude deducir que dentro de ese balance intimista cabía lo mismo un percance sentimental, una tensión de convivencia familiar o una vacilación de carácter intelectual. Hasta de manera asociativa, estaban regresando algunos drásticos recuerdos de un accidente de tránsito que había tenido hacia muy poco tiempo, y en el que casi estuvo a punto de perder la vida… Como es lógico, las imágenes de la serie Jardín del cielo se fueron transformando a partir de esas nuevas reflexiones y evocaciones. De entre las imágenes de plantas ornamentales -o más bien de entre las sublimes madejas que ellas conformaban- fueron emergiendo un grupo de dibujos simbólicos relacionados con otros conflictos o percances dramáticos. Se empezaban a reconocer en los cuadros ciertos alargamientos óseos, venas entrelazadas o torcidas, corazones amorfos, diseccionados… De una atmósfera natural, herbaria, la autora transitaría de manera súbita hacia un espacio de inmersión biológica, de exploración visual a través de tejidos y entrañas humanas.
Como resultado de ese giro, Aimée Joaristi inició una serie de pinturas que denominó Palpitaciones, precisamente por la sensación de fluidos, de movimientos y contracciones rápidas, aparentemente descontroladas, que se reflejaban en zonas claves de las imágenes. Pero la producción general del conjunto no fue tan amplia en realidad como la que le precedió: Jardín del Cielo. Yo imaginaba que estas obras abrirían algún nuevo camino en el tratamiento del dibujo y el despliegue del color. Me hice esa expectativa porque, a diferencia de otros artistas que regresan una y otra vez sobre los mismos prototipos visuales con afán de perfeccionamiento, me había dado cuenta de que Aimée Joaristi necesita estar afrontando constantemente ciertas disyuntivas de cambios, de vulneración de sus basamentos temáticos y procesuales para poder intuir -con una cierta seguridad- la sensación de empuje, de avance, de progreso técnico. Pienso que este es un recurso magnífico de autovalidación; pero también una de las más vehementes y reiterativas acciones de “prueba y error” a las que me había tenido que enfrentar en mi carrera como crítico y curador.
En realidad, Palpitaciones fue un periodo de tanteos bastante breve, que tuvo su complementación también en soportes tradicionales como el papel y la cartulina. Fue un eficiente laboreo artístico que le ayudó a transitar hacia otra fase pictórica de reforzamiento: Las flores del mal, en la que actualmente trabaja. Si tuviera que destacar esos aspectos esenciales en los que influyó esta práctica sucinta, tendría que afirmar lo siguiente: Palpitaciones reforzó la viabilidad de un espacio múltiple, irreverente, al que podían regresar -interactuando con un propósito metafórico y expresivo- no solo algunos de sus “fetiches” pictóricos anteriores (provenientes hasta de su sensibilidad erótica), sino también versiones bidimensionales de objetos físicos creados por la artista, como el bastón o cayado; y contribuyó a fusionar aún más las atmósferas de evocación intimista, nostálgica (por las que ya era bien conocida), con las de sugestión dramática e instigación pública. Aportó soluciones metodológicas para expandir las variables representativas de los objetos, cohesionar la armonía de diseño entre estos y sus ambientes perceptuales de acogida.
Como si el formato bidimensional no fuera suficiente, en esta etapa que media entre Jardín del Cielo, Palpitaciones y Flores del mal, para representar todo un testimonio crudo de vida y revaloración social, humanista, Aimée Joariti decidió retomar otras manifestaciones de su preferencia: la instalación y el audiovisual. Digo retomar porque, aunque estas eran las primeras constataciones de su quehacer artístico en dichos soportes frente a mi desempeño como curador, ya ella los había puesto en práctica con muy buenos resultados en varios periodos de su trayectoria creativa. Dan fe de ello obras como El faro (2017), Tres cruces (2018) o Tomayá (2019).
Con la asistencia técnica de un magnífico artista-artesano: José Montero, Aimée comenzó a elaborar una serie de bastones rústicos, realizados en cerámica patinada. Estos bastones fueron agrupados en una serie que denominó Cayados, en referencia al bastón de pastoreo que se ha estado utilizando desde las antiguas comunidades del oriente. Esos Cayados de Aimée discursan sobre experiencias de agitación existencial y sentimental (propias y ajenas); momentos indelebles compulsados por situaciones de caída, superación y ratificación. Pero la selección morfológica del símbolo (el bastón y el material inusual que ha empleado para confeccionarlos), le imprimen a la obra un matiz de contrasentido. Al apreciarlos, van cobrando sentido las siguientes interrogantes: ¿Hasta dónde podemos confiar en los fetiches empleados para encarnar de manera simbólica la compasión y la autoridad, la sanación y la evocación mítica? ¿Hay algún recurso de sostenimiento, de compensación, más eficaz que nuestra propia perspectiva mental? Estas interrogantes cobran un carácter todavía más mordaz con la incorporación, a lo largo del eje o cuerpo del objeto, de motivos sugerentes, como cabezas humanas, texturas óseas, venas, orejas, espinas vegetales; o cuando coloca en los remates o empuñaduras del bastón un grupo de imágenes identificadas con contingencias dramáticas de pérdida, frustración o deslealtad: como corazones, vértebras, serpientes, fetos, clavos… Por último, y como una estrategia no menos importante en ese sentido de antinomia, está la inversión sarcástica de significados que nos induce con la connotación fonética del denominativo Cayados. O sea, parece que estamos en presencia de bastones que rebasan su etimología regional y cultural; que sujetan en silencio, que contienen ca(ll)ados el dolor, la angustia; o que -paradójicamente también- pudieran estar haciendo todo lo contrario.
La serie de videos realizados por Aimée Joaristi con el título de 7, en la que también se involucró el realizador Eduardo Uribe, aborda de manera alegórica las disyuntivas humanas de quiebre y recomposición; disyuntivas que pueden tener un sin número de causas dentro de la llamada “comunidad global”, según sean los contextos sociales y culturales en los que se manifiestan; pero que en su caso particular apuntan hacia las relacionadas con el maltrato o abuso psicológico a la mujer. Fiel a otros proyectos anteriores en los que, a pesar del regodeo formal y estético, siempre se muestra con crudeza esa tendencia contendiente, juiciosa de la artista, sobre todo desde la perspectiva de género (estoy pensando en Tres cruces o Manifiesto Pú(b)ico); estos videos han sido cuidadosamente conceptualizados y editados para que no se disgreguen en la capacidad sublimadora del artificio audiovisual, en la tendencia efectista de la imagen pos-producida digitalmente.
Desde la concepción escenográfica, la estructura narrativa y el desenvolvimiento histriónico, los videos ponen en práctica una serie de claves relacionadas con las circunstancias en las que este tipo de maltrato prolifera en demasía (los escenarios domésticos, las relaciones sentimentales, la puesta en práctica de los roles de género, y el ámbito filial de las expectativas éticas, morales, y hasta ideológicas). A partir de una mirada escudriñadora, de eficaces matices cinematográficos, la autora va documentando -como si se tratara de un breve relato de vida- escenas y objetos cotidianos pertenecientes a un personaje femenino simbólico, encubierto en los detalles de su fisonomía o difuminado por completo mediante el empleo de luces contrastantes. A veces lo hace a través de un registro visual pormenorizado y otras por intermedio de paneos rápidos, fugaces, puestos en función de la progresión dramática, y cuyo ordenamiento no parece dictado por la lógica secuencial sino por la intuición poética. La combinación de tiempos ralentizados y dinámicos dentro del trabajo de edición; la tenue luminosidad de los ambientes y el empleo de una sonoridad sigilosa, intimidante, contribuyen a reforzar esas impresiones de soledad, angustia, impotencia y rabia, en las que parece estar atrapado siempre el sujeto. El enfoque confesional, en ocasiones un tanto feminista que muestran algunas imágenes, se ofrece como evidencia de hecho, de percance; pero también como estrategia sutil de aproximación al otro, de remoción de su conciencia. Aparentemente, todo parece más creíble cuando se proyecta y se narra desde la constatación, desde la instancia y el tono servil de la primera persona.
Aunque el número 7 tiene una amplia gama de interpretaciones, tanto en la numerología religiosa como en la tradición iconográfica popular (Pitágoras lo llamó “el número perfecto”), de cuyos significados podría valerse también esta serie de videos desde un ángulo interpretativo más amplio; la artista ha decidido emplearlo como denominativo o parábola especifica que parte de la frase popular “las siete vidas del gato”. Una frase de amplia reputación sarcástica que, al ser re-contextualizada una vez más dentro de la obra, refuerza esa noción simbólica de un individuo convertido en víctima, pero con conciencia crítica sobre su difícil situación; que no ceja en el empeño de revelarse una y otra vez contra su destino; que se auto-reconoce como un factor ineludible dentro de la ecuación de su conflicto; pero al mismo tiempo como subterfugio probable de su solución.
En los instantes en los que concluía esta especie de “crónica de encuentro y proceso”, Aimée Joaristi continuaba haciendo hincapié en la producción objetual y en los audiovisuales. Una buena parte de su actividad intelectual cotidiana está en función de generar nuevas ideas utilizando estos recursos artísticos por separado, o en articulación dinámica. Un buen ejemplo de ello fue la obra en la que estuvo trabajando hasta hace muy poco para tratar de presentar en la XIV Bienal de La Habana, que involucraba videos y bastones; y la que decidió a última hora no seguir tramitando con los especialistas del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, en apoyo a las manifestaciones sociales producidas en la isla contra el gobierno; y a los pronunciamientos críticos que proliferaron en las redes sociales acerca de la insuficiente sustentación curatorial del evento y su sentido de manipulación política.
Joaristi ha estado trabajando también en el estudio de algunos proyectos instalativos que se apoyan en la recontextualización visual de objetos cerámicos tradicionales o de ascendencia patrimonial dentro de la región latinoamericana; proyectos que muy pronto hará públicos mediante exposiciones físicas o virtuales, en los que revisita de manera crítica la historia y su narrativa simbólica “inamovible”. Tal vez por haber estado en contacto sistemático con la artista, he arribado a la impresión, incluso, que estos periodos de mayor énfasis en lo tridimensional o volumétrico, están directamente relacionados con los instantes en los que su actividad empresarial como arquitecta es más activa; cuando está inmersa en planeamientos de proyectos; cuando por necesidad de convenio constructivo o de ambientación, establece relaciones estrechas con diversas calidades matéricas, o inicia una búsqueda meticulosa de artefactos u objetos funcionales para la improvisación decorativa.
Una de las grandes satisfacciones que le deparó el año 2021 a su trabajo instalativo -del que no escapa tampoco el sentido de interacción con el medio y sus habitantes- fue el haber sido seleccionada una de las 7 ganadoras del concurso de la Bienal de Antofagasta, de entre 200 proyectos que se presentaron. La obra se titula Dominium y será parte de las piezas incluidas en la muestra Aluvión.
La artista desarrollará una especie de instalación lúdicra sobre el muelle de Antofagasta, utilizando el concepto de “efecto dominó” o “Domino Show”. El día de la apertura, configurará una larga hilera con las fichas pertenecientes a este juego popular cubano, y al término de ese meticuloso ordenamiento las dejará caer por efecto de inercia. La última ficha de la fila será colocada al borde del muelle y terminará cayendo sobre las aguas del puerto. Como valor simbólico añadido, todas las piezas del juego de dominó serán elaboradas en barro sin cocer; de manera tal que el estado físico de cada una de las fichas esparcidas por el puerto de Antofagasta estará sometido también a los efectos desgastantes de la atmósfera o de las irregularidades del clima. En términos metafóricos, no se trataría solo de una acción condicionada por la destreza e impacto del montaje, el nivel de “ecuanimidad” y control de “nervios”, sino también por un forcejeo sutil y permanente contra el tiempo.
Aimée Joaristi hará alusión tropológica con esta pieza al carácter de vínculo, de concatenación que se advierte entre los conflictos políticos, sociales, ambientales y sanitarios, que ha padecido en los últimos años Latinoamérica y el mundo globalizado. Todo acontecimiento, acaecido de manera súbita en este universo inter-dependiente e inter-comunicado que hoy disfrutamos y padecemos al unísono, condicionará inexorablemente -para bien o para mal- el curso de las actuales y futuras proyecciones cívicas, doctrinales, filosóficas. Por eso tenemos que adquirir mayor conciencia sobre la responsabilidad de compulsión, de dominio o potestad sobre determinados actos públicos y sus consecuencias concatenadas.
Esa construcción lineal desplegada a orillas del mar de Antofagasta; ese impulsivo derrame de las fichas de dominó a lo largo del puerto, y el gesto final de una pieza cayendo al vacío, a la hondura marítima, tiene que ver alegóricamente también con el alcance, la fuerza de impacto de los aluviones políticos, sociales o naturales; con la noción cierta de que ellos pueden ser presagiados, afrontados de manera colectiva; pero trágicamente re-editables cada cierto periodo de tensión histórica.
David Mateo
La Habana-México, septiembre de 2021.