CRÍTICA
Jerarquía
Se puede ser un artista emblemático dentro del contexto cultural de origen, sin tener una presencia cotidiana en él. Eso lo hemos podido corroborar durante todos estos años con el artista cubano Carlos García de la Nuez, quien vive y trabaja en México desde hace ya más de veinticinco años. Algunos creen que esa vigencia está relacionada de manera directa con el hecho de que todavía se preocupa por organizar, cada cierto período de tiempo, alguna muestra de su obra en los espacios galerísticos del país (este mismo año 2020 le hicieron dos invitaciones que se han postergado por la pandemia: una para la galería Villa Manuela, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y otra para el Centro Hispanoamericano de Cultura); o porque se ha interesado en incorporar textos críticos sobre su trabajo en las publicaciones locales… “De vez en cuando necesito experimentar algún tipo de vínculo con el ámbito artístico cubano. Yo me retroalimento, vibro, cada vez que voy a La Habana e intercambio con el arte y los artistas, sobre todo los más jóvenes, a pesar de las opiniones críticas que pueda tener sobre la situación económica y política que atraviesa el país. En la isla tengo grandes amigos y una parte importante de mi familia, y es con ellos con quienes tengo ese compromiso de actualización”, me comentó durante un animado diálogo que sostuvimos hace apenas unos meses en su estudio de Ciudad de México.
Sin dudas, estas acciones regulares han contribuido a que su legado no se diluya dentro del contexto nacional; o mejor aún, a que el desempeño de su obra, establecido en su inmensa mayoría desde la emigración, pueda ser juzgado por especialistas o creadores del medio. Contrario a lo que ha ocurrido con otros artistas reconocidos que se alejaron de la zona drásticamente, y cuyo nivel de resonancia pública se ha ido perdiendo casi por completo; autores que, a excepción de alguna investigación o ensayo historiográfico muy puntual, han quedado relegados del sistema actual de referencias. Aunque también reconozco que hay un nivel de responsabilidad profesional, entre aquellos que nos dedicamos a la crítica y la curaduría dentro de la nación, que nos obliga a difundir los protagonismos históricos, y muchas veces no se manifiesta como debería.
Sin embargo, estoy seguro de que el involucramiento sistemático o coyuntural no constituye alternativa suficiente para garantizar la aceptación, el impacto prolongado de un creador en el escenario nacional. Hay muchos de ellos que viven y trabajan en la Isla, invierten un sinnúmero de recursos en acciones de promoción, y sus obras apenas despiertan interés. Y es que hay dos aspectos esenciales que garantizan a mi juicio la repercusión artística, que Carlos García de la Nuez encarna en propiedad, y tienen que ver con la eficiencia temática, alegórica y estética puestas en función de las demandas creativas de una época, y con la funcionalidad operativa del género o perfil escogido para expresarse.
Desde principios de los años ochenta, Carlos García de la Nuez y otros artistas como Pepe Franco, Moisés Finalé y Gustavo Acosta, trazaron la ruta fundacional de su quehacer dentro de la pintura (la creación del grupo 4 x 4 fue la acción más contundente en tal esbozo). Pero la elección de ese rumbo no estuvo exenta de incomprensiones, enfrentamientos, que –hasta donde conocemos– tuvo sus incidencias en el panorama general pero también dentro del propio círculo renovador en el que surgieron. Hay una serie de matices, aún no documentados, sobre este aspecto de los intercambios y las recepciones de mayor o menor trascendencia, que pudieran llegar a modificar la impresión de absoluta hilaridad, de proyectos mancomunados, con que han sido recibidos hasta nuestros días los relatos de las acciones vanguardistas del período. Cuando se conozcan con claridad esas fluctuaciones, esos giros de la historia, estoy seguro que ellos contribuirán al fortalecimiento de nuestra conciencia sobre la forma en que se han estado revelando los procesos de continuidad y ruptura dentro del arte cubano contemporáneo… Pero lo cierto es que la ruta elegida en la década de los ochenta por Carlos García de la Nuez no ha hecho otra cosa que mantenerse y reforzarse. Si algo en ella nos ha parecido por momentos divergente, inusual, está relacionado con los códigos y símbolos priorizados en cada lapso de tiempo para reacomodar el sentido metafórico, o intentar preservar las pautas de los procedimientos técnicos. El uso cada vez más reducido de materiales y texturas crudas, que se apreciaban en los inicios de su carrera; la disolución gradual de rostros o figuras humanas dentro de la composición, y el tránsito hacia una representación mucho más objetual, podrían ser tres buenos ejemplos de ello.
Mientras protagonizaban aquello que varios especialistas han coincidido en denominar una “conducta transgresora”, Carlos García de la Nuez y algunos de sus colegas absorbieron al máximo toda la información disponible sobre las tendencias pictóricas internacionales; y ensayaron nuevos artificios para compulsar la reimplantación en Cuba de los procesos autónomos inherentes a la pintura postmoderna; los cuales todavía continúan aplicándose. Nos adentrábamos así a una narrativa visual de carácter más universal y polisémico, ajustada sin prejuicios a un sinnúmero de soluciones metodológicas; que no temía echar mano a cuanta temática o patrimonio cultural estuviera al alcance; y mucho menos transitar a contracorriente de los cánones oficiales. Pienso, de igual modo, que aún están por sopesar todos esos aportes prácticos que hicieron los creadores de aquella etapa; los presupuestos con los que cada uno se entregó a semejante propósito; y cómo pudieron haber marcado el derrotero del arte cubano entre finales y principios de siglo. Sin duda alguna, ello amerita una investigación más profunda. Sabemos con convicción que lo que más ha trascendido hasta hoy día son los diferendos ideológicos y conceptuales protagonizados por el movimiento plástico de los ochenta en contraste con la década anterior (sobre todo a partir de la segunda mitad del lustro), y no tenemos todos los pormenores sobre el amplio espectro de contribuciones técnicas realizadas en esos años.
Carlos García de la Nuez estableció su terreno de experimentación nada más y nada menos que en la abstracción, una vertiente artística con una trayectoria compleja, a veces controvertida, dentro de la producción nacional. La suya fue una pintura atípica dentro de esa ola neoexpresionista, mayoritariamente figurativa, que se precipitó en exceso a lo largo de la década de los ochenta, y que aún se mantiene. Tal vez sin proponérselo, esforzándose por encontrar una variable para abordar las tensiones simbólicas entre la realidad concreta e inmaterial, racional y subjetiva, se fue convirtiendo en un relevo excepcional de todo ese acervo pictórico fomentado en Cuba entre los años cuarenta y sesenta por figuras trascendentales como Guido Llinás, Hugo Consuegra, Antonio Vidal, Raúl Martínez, Julio Girona, Antonia Eiriz, entre otros. No es menos cierto que la impronta visual y poética de muchos de estos creadores expandió su influjo hacia el arte de los setenta, ochenta, hasta llegar a nuestros días; pero si hay una obra que evidencia con creces esa intención de contacto, escudriñamiento y deglución, es la de Carlos García de la Nuez.
De la misma forma en que estos maestros pudieron haber impactado en los modos de representación de Carlos García de la Nuez, su obra ha estado incidiendo con mucha fuerza en la pintura cubana de los últimos veinticinco o treinta años, sobre todo en la abstracta. Como ya dije con anterioridad, desde 1988 él ya no está presente entre nosotros de forma cotidiana, pero su quehacer ha sido documentado y estudiado mediante obra física y de catálogos, e imitado con frecuencia. Hay una manera, un estilo Carlos García de la Nuez, que coexiste todavía como una especie de modelo proveedor. Soluciones estructurales y tratamientos específicos del color empleados en su trabajo, aparecen y reaparecen con mayor o menor grado de intensidad en la pintura cubana actual.
Hay un amigo y especialista que respeto mucho, Jorge Gómez de Mello, que afirma que Carlos García de la Nuez es el abstracto cubano en activo más importante. Y comparto su criterio, teniendo en cuenta la magnífica acogida promocional y económica que ha tenido su obra en distintos territorios geográficos y culturales; la amplia capacidad de sugestión y empatía que ha despertado su pintura en los escenarios donde ha sido expuesta. Pero la verdadera consideración sobre su trascendencia, adquiere fundamento para mí cuando me percato de que ningún artista cubano ha logrado superarlo en el abordaje de la pintura abstracta. Y cuando digo nadie, extiendo mis consideraciones hacia todo aquello que conozco de la abstracción producida por insulares dentro del país y fuera de él. Como si se tratara de un plus marquista, Carlos García de la Nuez ha superado una y otra vez todas las metas de valor técnico y metodológico propuestas, hasta alcanzar un escaño de efectividad difícil de rebasar.
Lo que advierto como deficiencia de la práctica abstracta cubana –excluyendo de ello a un grupo reducidísimo de creadores que respeto– lo he constatado como beneficio en la pintura de este artista. Me refiero, digamos, a ese propósito de concebir una imagen que se preocupa por el recuento ingenioso, perspicaz, entre lo emotivo y lo racional, lo público y lo privado, lo sublime y lo contingente. Carlos García de la Nuez es un hombre culto, extremadamente informado; esa es su fortaleza, su principal artilugio de equidad para que ese nivel de compensación no llegue a inclinarse hacia los extremos; no sucumba ante la exhortación coyuntural. En sus obras no se percibe un despliegue arbitrario de las imágenes; sus asociaciones iconográficas siempre están en función del sopesamiento simbólico de una idea, de una certeza poética; las que no se reserva para sí, sino que lanza a modo de constatación o provocación respetuosa hacia los demás. Las palabras, frases y enumeraciones que adiciona casi siempre en sus cuadros, con carácter de clave o inducción de contenidos, para facilitar esa entelequia compartida con el otro –aunque también ese deleite dibujístico y estético, ¿por qué no?– son bastante coherentes con el afán de intelectualización que manifiesta. No como ocurre con otras producciones visuales donde los términos que se adicionan lucen anacrónicos; y se esfuerzan por aparentar una capacidad gnóstica que la obra no posee.
Figura, espacio y color alcanzan un balance equilibrado, un ordenamiento preciso, y participan por igual en la densidad matérica del cuadro. Pero esta fusión u orden –que me recuerda en ocasiones la lógica reproductiva del grabado, en especial la técnica serigráfica– no atenta contra los múltiples niveles perceptuales que sugieren las composiciones; contra la sensación de planos y escalas superpuestas; dibujos subyugados o redimidos por la relatividad metafórica del cálculo. Las figuras geométricas seleccionadas (un cubo, un rectángulo, un diamante, una esfera) garantizan su nivel de credibilidad física, su gravedad, gracias a la implementación de una atmósfera hábilmente calibrada de efectos y tonalidades; pero el tratamiento de su configuración resulta tan eficiente, tan depurado, que podría desempeñar un rol denotativo desde una faceta individual. La transición exitosa hacia lo escultórico, que ha podido experimentar el artista con algunas de esas imágenes, da fe de ello.
Muchas representaciones de Carlos García de la Nuez extraen sus argumentos del vínculo filial, comprometido, con determinados hechos históricos. Sus imágenes funcionan como cláusulas de interpretación; pero igual como documentos, relatos condensados sobre el comportamiento humano y sus aspiraciones. El artista tiene la capacidad de enjuiciar desde su posición un tanto privilegiada; pero también de ponerse en la disyuntiva de otros sujetos, sus latitudes y condicionamientos temporales. Tal como van transformándose las distintas circunstancias que impactan en los acontecimientos sociales de su interés, se van modificando los procedimientos adoptados para su exaltación y recreación artística. “La mía es una batalla permanente contra la monotonía alegórica”, me enfatizó en otro instante de nuestra conversación en México.
Quien crea que para ganar alcance e impacto visual la abstracción debe implementar una imaginería difusa, introvertida, descubrirá en los cuadros de este autor numerosas evidencias que corroboran lo contrario. Nada más lejos de esa voluntad de ocultamiento, de hermeticidad, que pulula en muchísimas obras abstractas. Carlos García de la Nuez ha hecho demostrable un criterio que –aunque parece obvio– no cuenta con demasiadas evidencias para corroborarlo hoy día: se puede hacer arte abstracto desde una perspectiva abiertamente conceptual, discursiva. Como en cualquier otra expresión artística que sustenta su razón de ser en dicho objetivo, también en su producción visual hay una serie de claves inducidas que deberíamos tantear de antemano, o al menos tener la capacidad de intuir, para poder adentrarnos en una consideración integral. Carlos García de la Nuez ha sido hábil, meticuloso, para que las señales no se dispersen en la impresión general del cuadro. Esa creo, incluso, que es una las principales preocupaciones dentro de su proceso pictórico: mantener el control entre lo que debe ser digerido con elocuencia, y lo que puede estar sujeto a especulaciones o sensaciones más etéreas. Solo viéndolo inmerso en esa difícil tarea de dosificación estructural y de contenido –en la que es un verdadero maestro– podría disponerme a comprender, a otorgarle sentido, a esa declaración desafiante que una y otra vez ha reiterado en los medios, de que no es en realidad un pintor abstracto, sino que utiliza la abstracción como un recurso representativo.
David Mateo
México, marzo de 2020
En Directorio
Hay una manera, un estilo Carlos García de la Nuez, que coexiste en la pintura cubana como una especie de modelo proveedor.
David Mateo