CRÍTICA
Una epifanía del silencio: consideraciones acerca de la obra de Gustavo Acosta
François Vallée
“Ciudades, y más ciudades;
tengo recuerdos de ciudades como se tienen
recuerdos de amores”.
Valery Larbaud
Gustavo Acosta dibuja y pinta las formas penetrantes, punzantes, acongojantes de los simulacros contemporáneos de la civilización urbana deshumanizada y anónima, ensanchada a la dimensión sensible de un icono. Dibuja y pinta el futuro que se hunde en el pasado, el derramamiento del sueño en la vida real, los recuerdos fraguados por la erosión del olvido. No tiende al espectador anhelante el cebo de una significación, de una demostración, sino una sugerencia para que su visión se abra, desborde su época y resuene su espacio mental.
Gustavo Acosta es cubano, pero saltó las barreras de la insularidad y su obra no encierra la iconografía de las magnificencias exóticas de su país de origen, sino anti-paisajes, contra-mitologías. Su pintura no es la representación de un objeto, sino el objeto de una representación; a semejanza de la gran literatura, que no es la escritura de una aventura, sino la aventura de una escritura. Su pintura, como toda creación original, es la lucha de una forma en potencia contra una forma imitada (Malraux).
Sus ciudades melancólicas y como irreales, que engloban a todas las ciudades, sus monumentos, edificios, panteones, columnas intemporales a escala de cualquier relatividad humana, son espacios infinitos de una temporalidad perdida, son estados de ánimo. Las ciudades de Gustavo Acosta, como las de T. S. Eliot, parecen estar bajo la parda niebla del amanecer invernal. Son las ciudades del ojo, como Venecia para Joseph Brodsky: al verlas, el ojo se lanza, aletea, oscila, se zambulle, se enrosca…
La pintura es el arte del espacio, el espacio metafórico de la representación; lo figura, lo invade, lo delimita, lo restringe… Pero existen obras que tocan la otra dimensión determinante de la vida y del pensamiento humano: el tiempo. Gustavo Acosta incorpora a sus obras la noción del tiempo, reintroduce el sentido de la duración en la pintura, la dilatación suspensiva del instante (el tiempo es una realidad ceñida al instante y suspendida entre dos nadas): fragmentos de existencia liberados del orden del tiempo, un tiempo sin tiempo, la dulce inmutabilidad del Siempre (Broch). El pintor detiene el momento, paraliza el instante, los petrifica para pintar su textura visual.
El poder creativo de Gustavo Acosta no se ejerce a través de la evocación sentimental, emotiva o lírica de las actividades humanas (la tiranía del rostro humano, como diría De Quincey, está ausente en su pintura), sino por mediación de preocupaciones introspectivas que provocan un desfase dinámico entre lo real y lo posible, entre lo concreto y lo imaginario. Sus cuadros encierran la terrible intensidad del silencio: pinta, propaga un mutismo que escapa a la conspiración del ruido y contiene la hipótesis de un secreto.
El ojo de Gustavo Acosta no mira el mundo: lo ve, lo imagina, y su pensamiento está siempre al acecho de lo que le falta al mundo para ser un cuadro. Su visión se hace gesto: piensa en pintura. El arte es para él la realidad suprema y la vida es una modalidad de la ficción. No se trata, para Gustavo Acosta, de inventar o descubrir nuevas formas de expresión artística, neutras, impersonales, insulsas, sino de crear un arte sensible, intimista y silencioso para, de esta forma, restituir a la imagen su aura anegada por nuestra civilización del espectáculo, del simulacro y del consumismo, donde la iconografía industrial de los prepotentes medios de comunicación –estos pontífices de la negación estética– se adueña del imaginario del hombre, y donde la mutación del sentido de la belleza es pasmosa.
Gustavo Acosta elabora y pone en práctica un pensamiento narrativo: no describe el mundo, sino que lo cuenta, cuenta las imágenes del mundo a través de la oscura densidad de sus paisajes urbanos. Pero de manera más secreta y discreta cuenta la pintura, las imágenes de la pintura, su historia, la extensión de su aureola imaginaria. La complejidad teórica y práctica de su ciencia de la pintura y del dibujo constituye un baluarte de resistencia: no se resigna a que la pintura desocupe el campo de las imágenes, ni que este ceda frente a las nuevas tecnologías y lo virtual.
Ajena a los debates acerca de la figuración o la abstracción (la pintura es naturalmente abstracta), la obra de Gustavo Acosta es un horizonte de lo visible donde la forma y el fondo intercambian sus papeles. Y donde la pintura se convierte en el instrumento crítico y subversivo de un sistema global de la visibilidad.
Gustavo Acosta trastorna nuestra percepción de lo cotidiano. Nos introduce en un mundo de ficción, de ilusión, de onirismo, de detención; un mundo somnoliento, confinado, taciturno. Su uso narrativo asombrosamente jubiloso de la nostalgia o de la utopía, habla a nuestros oídos y ojos en medio de un silencio ensordecedor y una luz apocalíptica.
Por la agudeza de su mirada, por su prodigiosa aptitud para descifrar las relaciones entre la conciencia, las apariencias y la realidad, Gustavo Acosta expresa pictóricamente unos conceptos filosóficos fundamentales: el orden y el caos, la vida y la muerte, la soledad, la espera, la incomunicación…
La obra de Gustavo Acosta es inseparable de las incidencias de la ideología, la política, la historia (la historia como una pesadilla de la que intenta despertar). Se nutre constantemente de la vasta memoria que constituye su mundo imaginario impregnado de un sistema de gobierno mortífero: el totalitarismo.
El acto de pintar, para Gustavo Acosta, es un acto de reflexión, de dilucidación, un sutil juego de ilusión. Pero, sobre todo, es un placer irresistible que lo lleva muy lejos, hasta lo ilimitado del raciocinio y de la sensación. Como Gustave Flaubert, considera que el estilo es la vida, la sangre misma del pensamiento.
Gustavo Acosta comparte plenamente la opinión de El Greco, quien confesaba que el colorido era más difícil que el dibujo. Más difícil y más peligroso también, ya que participa más del imperio de los sentidos que el dibujo, expresión ejemplar de la cosa mentale. Percibe y siente, luego piensa.
Los colores de Gustavo Acosta son oscuros, nocturnos, tenebrosos, opacos, depurados, fríos, de carnaciones ocres, carmelitas, grises, verdes, carmesíes… Es como si brotaran del epicentro opresivo, ambiguo y silencioso de un paisaje, de una ciudad, de un monumento, para intensificar su teatralismo, su dramatismo. Las movientes y menudas modulaciones de sus colores, su alquimia cromática, hacen de la tela o del dibujo una concreción de lo visible.
Gustavo Acosta es un poeta de la inmanencia que reanima en la materia el vano placer de las ilusiones, la verdad suprema de la vida, la historia silenciosa y oscura de lo inmemorial.
En Directorio
“… reanima en la materia el vano placer de las ilusiones, la verdad suprema de la vida, la historia silenciosa y oscura de lo inmemorial”.