CRÍTICA
Orlando Hernández
Algo está quebrándose, chorreando, incendiándose en la pintura reciente de Ibrahim Miranda. En realidad, siempre ha habido muchas cosas emergiendo o sumergiéndose, tratando de salir a la superficie, flotando y luego hundiéndose, ahogándose, asfixiándose. Pero siempre sucede algo tremendo dentro de las obras de Ibrahim, dentro de su cabeza, dentro de su espíritu, aunque nunca sepamos con exactitud de qué se trata, ni de dónde ha salido, ni qué significa. Nos dice que miremos aquí, que estas esferas de colores son fantasmas marinos de la mitología japonesa, pero quizás es solo para desviar nuestra atención, para hacernos saltar de una isla a otra mucho más lejana, para despistarnos, para alejarnos de lo importante, de lo que verdaderamente lo atormenta, lo tortura, lo hiere. O lo hace feliz. Lo que sucede está oculto, velado, secreto. Es decir, está cubierto de pintura, que es justamente lo que deben hacer los pintores. De ahí que solo veamos el humo y el tizne del volcán, pero nunca el ardor insoportable de la lava; sólo la mano que agita en el aire el ahogado el último segundo antes de hundirse para siempre, pero no el grito bajo el agua, ni la boca que se llena abruptamente de algas, de espumarajos arenosos, de caracolillos sanguinolentos; vemos solo el periscopio del submarino que sube con su ojo móvil en la punta como si se tratara de un atemorizante tentáculo, revisando todo a la redonda para comprobar si aún seguimos en medio del mar, desolados, desamparados. Estoy aquí. Me hundo. Me ahogo. Pero sus obras no lo gritan. Son obras amordazadas. Aullidos dentro de la escafandra. Tras la máscara hermética es donde sucede todo: los cataclismos, los estallidos, la asfixia, las catástrofes.
Siempre me ha dado la impresión de que Ibrahim está sentado sobre un barril de pólvora, sosteniendo en una mano un fósforo encendido mientras pinta o dibuja con la otra. Pero en sus obras nunca escuchamos el estruendo final, sino el eco sordo, apagado de las terribles implosiones. En aquel cuadro hay un montón de bolas de colores moviéndose, rodando sobre un mar de sangre. En ese otro se alza un árbol de fuego. Allí un pájaro tratando de subir, de alejarse, bate inútilmente sus alas quemadas. Un pueblo despintado, árido, terroso se recorta contra un mar también agrietado, resquebrajado. Un chorro de música ensordecedora sale de una torre de viejas y rajadas bocinas. Dos pares de ojos enrojecidos chorrean mares de lágrimas. Islas en fuga, como renacuajos asustados huyen hacia el borde del cuadro, sin saber muy bien a dónde, ¿no es hacia allá que está el peligro? Un hombre en posición fetal (¿quizás el propio artista?) duerme intranquilo, rodeado por todas las preocupaciones y pesadillas del mundo.
Ibrahim Miranda es probablemente el único gran monstruo mítico con que cuenta actualmente el arte cubano, tan lleno de animales domésticos (o domesticados) y pececitos de colores brillantes nadando en sus peceras. Se trata ni más ni menos que de un habitante de las oscuridades oceánicas, un hijo legítimo de Tritón, un Kraken, el gigantesco calamar de la mitología noruega que cada cierto tiempo aparece en la superficie bufando y vomitando tinta y sangre para mostrarnos la verdadera imagen de los abismos, de los fosos, para mostrarnos el paisaje que se halla bajo la superficie luminosa y confusa de esta isla que habitamos, para alegría o terror de nosotros, los ahogados y los sobrevivientes.
La Habana, mayo de 2017
En Directorio
«Algo está quebrándose, chorreando, incendiándose en la pintura reciente de Ibrahim Miranda. En realidad, siempre ha habido muchas cosas emergiendo o sumergiéndose, tratando de salir a la superficie, flotando y luego hundiéndose, ahogándose, asfixiándose.» Orlando Hernández