Por David Mateo
La talla en madera tiene un profundo arraigo en el ámbito artístico cubano; pero a diferencia de otras manifestaciones esta se ha visto involucrada con frecuencia en el dilema, la dicotomía, entre arte y artesanía, entre funcionalidad conceptual y decorativa. Aunque la “disyuntiva” resulta ya bastante manida como elemento de avalúo, ella continúa impactando en el ámbito de la creación volumétrica. La simple presunción de algunas técnicas o metodologías tradiciones en esta área de la creación escultórica puede conducir con frecuencia a una valoración prejuiciada sobre el quehacer de determinados artistas. De hecho, me atrevería a asegurar que el uso de la madera en sí mismo, la recurrencia a recursos como la caoba, el ébano, el roble, el cedro, el nogal, etc., con las texturas de apariencia dúctil, sensual, hedonista, que cargan consigo en su condición natural o una vez manipulados, suele inducir condicionamientos valorativos en la apreciación de una pieza escultórica, por muy densa o irreverente que sea su composición, lo que no suele ocurrir con obras realizadas en piedra, bronce o metal.
Por esa razón, cuando me dispongo a desarrollar un comentario valorativo sobre un trabajo escultórico realizado en madera, como el que exhibió recientemente el artista cubano Abelardo Molina en la Casa Museo Oswaldo Guayasamín, en La Habana Vieja, Cuba, prefiero mantenerme al margen de posibles referencias a ese tipo de cualidades o impresiones un tanto viciadas provenientes del uso del material, y concentrarme más bien en el análisis de las concepciones del dibujo y los procesos manuales empleados por el artista para llegar a concretarlas desde el punto de vista tridimensional. A fin de cuentas, es en esa faceta donde creo que radica la singularidad del hecho creativo y la categoría que se le suele asignar a cualquier creador y sus procesos.
Lo que me resulta reconocible como primera instancia de valor en el trabajo de Abelardo Molina, cuya trayectoria recién comienzo a conocer, es ese proceso de esculpido sobre la madera que no se supedita exclusivamente a la estructura primigenia del material seleccionado, como he visto hacer a otros artistas, estructura a la que solo introducen ligeros matices para acentuar de manera facilista el sentido de elucubración representativa y estética y del objeto. Tampoco es de los que se limita a modificar con reserva el volumen, la contextura del tronco en aras de extraer de él alguna forma insinuada, deducible, pero igual deudora de la esencia corpórea, de los rasgos físicos del soporte original. Molina se apropia del madero con confianza absoluta y va transformándolo de forma radical en el ejercicio de la talla; va cambiándole su apariencia, haciéndolo más vigoroso, expresivo, convirtiéndolo gradualmente en un objeto con otras emisiones e impactos visuales, tan peculiar y sugestivo en su aspecto general, que disuelve cualquier tipo de similitud con su estado físico originario.
Podríamos pensar incluso que, como todo escultor comedido, el artista comienza por un examen riguroso de los relieves originales y la composición del material en bruto que va a emplear para la obra; que tal vez la forma rudimentaria que este ostenta le podría inducir la adaptación de un tipo específico de imagen; pero no de una imagen casual, fortuita, sino seguramente extraída de un acervo iconográfico personal. Porque, al revisar el patrimonio reciente de la obra de Molina, me cuesta trabajo arribar a otra suposición que no sea la de un artista enfrentándose a la faena creativa con un universo de temáticas y motivos preconcebidos o imaginados. Quiero decir con ello que Molina no parece depender solamente de la manipulación condicionada, de la improvisación sorpresiva; que este se aproxima al objeto de su intervención con un acervo dibujístico, un imaginero atípico de carácter surrealista que ha venido enriqueciendo, sofisticando desde previos adiestramientos mentales. Me atrevería a especular, incluso, que puede que hasta tenga constancia de ello en un sin número de hojas sueltas o en alguna libreta de notas que conserve entre sus archivos personales. Lo que unos llaman estilo, y yo prefiero denominar perfil representativo, no hace otra cosa que desatarse, ponerse a confrontación súbita, cada vez que Molina tiene la oportunidad de interactuar con un determinado soporte escultórico; ese acervo iconográfico siempre parece estar ahí, al acecho, listo para poder presumirse.
Luego de un examen inicial de hurgamientos y tanteos en el madero -que yo imagino ahora a cuenta y riesgo- comenzaría entonces a revelarse la que considero una segunda instancia de significación en el desarrollo de su trabajo escultórico. Me refiero a las fórmulas peculiares de manipulación de la madera, a los procesos de cortes, de hendiduras, de surcados y ahuecamientos; a la incorporación desenfadada, libre, de objetos de otra condición matérica (metal, plástico, piedra, textil); objetos que hasta podrían lucir forzados, anacrónicos por momentos; pero que luego de una exhaustiva revisión uno descubre que están coherentemente articulados con el concepto general de la estructura y sus posibles metáforas. Esta introducción informal del objeto dentro de la escultura, esta incorporación expedita de otros artefactos, podría ser incluso uno de los rasgos distintivos de su obra dentro del movimiento escultórico cubano concentrado en la madera.
Estas dos instancias de valor que he enunciado brevemente se manifiestan con mucho más énfasis en un grupo específico de piezas verticales, que me recuerdan la impronta, algunos procedimientos utilizados por el maestro cubano Agustín Cárdenas. Me refiero a “Supervivencia globa”, “Bailarina”, “Seductora”, “Fénix por siempre” y “Agonía”; pero también se evidencian en otras obras de referencia marina, incluidas en la museografía del Museo Guayasamín. Estos dos conjuntos sobresalen dentro del grupo exhibido, y demuestran de manera fehaciente que la metódica de estructuración de Molina tiene que ver con un ejercicio de diseño que prioriza la adición de maneras y elementos por sobre la voluntad de sustracción; que privilegia las composiciones eclécticas por sobre las escuetas.
Particularmente la serie de los peces (“Entre olas”, “Amor sin excusas”, “Supervivencia”, y las piezas “El suplicio” y “El reto” dos de las más singulares que me han llegado como imágenes de referencia para el artículo, y que no están incluidas en la muestra) ponen en práctica con agudeza artesanal y balance compositivo, la combinación dinámica de dibujos realizados a relieve (unas veces lineales, puntiagudos, agrestes, y otras sinuosos u ondulados); e improvisa una interesante superposición de escalas, puestas en función de sugerir los niveles de prominencia alegórica o discursiva de las piezas, obligando al espectador a que se concentre en ellas, las vaya descubriendo progresivamente en su orden y articulación visual.
Tanto en las esculturas verticales en forma de tótem, como en las alusivas al mundo marino, se aprecian interesantes especulaciones formales sobre la fusión entre lo humano y lo animal; el intercambio, la tensión entre la sensualidad y el erotismo, desde un enfoque fabulador, onírico. Se constatan, además, metáforas vinculadas a temas abiertamente ecológicos; pero también rotundos testimonios de los desasosiegos citadinos relacionados con la limitación de libertades, la angustia existencial, y la disyuntiva irremediable de la huida, la emigración como destino. Sus piezas están repletas de crudas referencias a las contingencias sociales del cubano de a pie; de relatos públicos y privados que condicionan de modo dramático la circunstancia de vida dentro de la isla.
México, 17 de octubre de 2024