Por David Mateo
El retrato sigue siendo uno de los grandes temas dentro de la producción fotográfica cubana; aunque en los últimos 10 o 15 años su protagonismo y funcionalidad simbólica han fluctuado bastante a partir de los vaivenes del circuito de legitimación y de las contingencias representativas. Recuerdo aquella oleada impresionante de retratos que se produjo a mediados de la década de los noventa en casi todas las manifestaciones visuales, y en la que la fotografía aportó un número representativo de obras y autores. Ahora sabemos que aquella tendencia respondía, en lo fundamental, a una necesidad local de revitalización de las estrategias alegóricas y estéticas, de cara a las nuevas disyuntivas de inserción artística. Pero esas orientaciones no mantuvieron su aceleración, su intensidad. La producción de retratos por medio de la fotografía ha ido mermando en Cuba, y ella no constituye hoy una prioridad dentro de las expectativas generadas desde las prácticas curatoriales y de mercado. Los artificios y códigos atribuibles al ejercicio exclusivo de esa expresión han sido más bien readecuados a una metódica de creación interrelacional, expansiva. Pudiera perecer una paradoja incluso, pero hasta la ampliación social del uso de la cámara digital y las tecnologías de manipulación visual, han ido refrenando en cierto modo la capacidad de innovación intelectual y trascendencia discursiva del género.
Por eso, la primera de todas las cualidades que quiero resaltar de la obra de la fotógrafa cubana Danay Nápoles es que ella parte de una vocación retratista pura, descontaminada. Se puede decir, con toda seguridad, que con su trabajo ella rescata y oxigena la tradición. Sus imágenes surgen de la experiencia de relación directa, empática -y no por ello menos tensa- entre el artista que escudriña, que mira, y el individuo puesto en enfoque, observado meticulosamente. No hay dobleces o distorsiones básicas, no hay oblicuidad a la hora de encarar a la figura, y mucho menos ese sarcasmo tan recurrente en algunos creadores del momento. Ambos, el fotógrafo y el fotografiado, están en un ambiente exclusivo de privacidad, en un set de tolerancia y ratificación. La autoridad se disuelve y los dos parecen disfrutar del placer de la “pose”, de la reinterpretación, del trance anímico.
Danay revela, con habilidad técnica y desenfado compositivo, las características físicas y psicológicas de los personajes que retrata, a través de una expresión del rostro, una mirada, una pose inusual… A veces parece sentirse tentada a quedarse solo en ese plano; pero luego va adicionando una serie de atributos que favorecen la conjetura sobre la persona, una conjetura de carácter cómplice, sublime, en la que se deduce que ha habido un acercamiento en extremo cauteloso, una exploración pertinaz, antes de la acción física sobre el obturador. Danay no llega a la locación, a la cita, desprovista de recursos, de hipótesis, ha examinado previamente al sujeto, lo ha vivido, lo ha oteado un tiempo antes, y cualquier nuevo indicio que pueda surgir a través del minuto de la improvisación tiene la condicionante de ese proceso previo.
Las conjeturas fotográficas de Danay Nápoles, hechas de realidades y parábolas, encierran dos perspectivas de reflexión y juicio crítico, la de ella misma como fotógrafa y la de sus coterráneos; siempre se deduce un punto de conciliación entre ambas entidades emisoras. Danay no esconde sus impresiones, sus certezas, aun las más candorosas o radicales; ni se queda en la voluntad de servicio y devoción hacia la figura. Por el contrario, socializa a toda costa sus niveles de interpretación sobre ellas, las recoloca en circunstancia (a riesgo incluso de crear desazón o sospecha en algunas de ellas); comenta una serie de valores primordiales del sujeto que retrata; cuantifica y cualifica de manera simbólica la efectividad de su impacto en el medio cultural y social; especula sobre la “mística” que los hace extraños, seductores.
La Habana, abril de 2019