Segunda parte
(A la memoria de Rufo Caballero)
Miércoles, una del mediodía
Estimado, me has hecho recordar a Oscar Wilde. Wilde escribió varios de sus agudísimos ensayos en forma de punzantes controversias entre dos o más personajes (a menudo, críticos de arte, o críticos literarios). En ocasiones, cuesta creer que una misma voz, la del escritor, se desdoblara en discursos tan opuestos. Pero hoy, a la sombra de la paranoia lectiva en que sobrevivimos, habrá quien sospeche que todo esto lo escribió Montoto, para su misma gloria, y que le ha costado nada desdoblarse en ti y en mí. Risas. Por cierto, estimado, decía Wilde en alguno de esos textos dialogados, que existen tantos Hamlets como melancolías. Me encantaría parafrasearlo hoy: existen tantos Montotos como críticos de arte.
¿Será la melancolía lo que te lleva a dimensionar, con tal entusiasmo, el anclaje de Montoto en lo social? Te entregas a relacionar una serie de accidentes de su vida, acontecimientos de su bregar artístico, traducciones y estudios curatoriales que, a los efectos de esta polémica, entiendo como secundarios. Por su obra los conoceréis, y te propongo que no rebasemos el nivel del texto cultural, de eso que ayer se nombraba “la obra de arte”. Ese es un perímetro, un periplo, demasiado excitante, como para que debamos desviarnos al hombre mismo; aunque, te confieso, me encantaría hablar acerca de la denodada pasión proteccionista de los animales evidenciada por Montoto durante todos estos años. Su devoción por los perros sólo tiene un antecedente en la cultura cubana: el coleccionismo de Gonzalo Roig, pero, a diferencia del músico, que, como ya dije, los coleccionaba de porcelana, y los mostraba en sus vitrinas, Montoto los tiene reales, y de pronto esa es una cualidad que lo aproxima a tu punto de vista, estimado: que Montoto coleccione perros reales pareciera afirmar, otra vez, su anclaje.
Pero volvamos a la obra, te sugiero. Existe un punto en tu nuevo discurso que debí escribir yo, en vista del mito de la abstracción, la metatranca y todo eso. Te pasas de epistemólogo cuando comentas, con toda razón, el verdadero nexo de Montoto con la poética barroca. Más allá de las descripciones morfológicas que encantan a la crítica (el tema luz lateral y teatral ya no da más), aseveras con puntualidad que Montoto tiene de barroco, sobre todo, el gusto por el simulacro y la tendencia al “contrapunto simbólico entre la opulencia y la penuria, entre el carácter jubiloso de la vida y la fatalidad”. Eso te ha quedado, estimado, para enmarcar en un museo. Cierto que, de alguna manera, la sensualidad reinante en el dominio-Montoto puede ser considerada una respuesta oblicua, irónica, a un mundo de crisis espiritual como el que cubrió de líneas de fugas y de jardines opulentos el barroco histórico. Si la luz, la fuga, la espacialidad, la apertura eran respuestas que trastornaban un mundo de quiebras y repliegues, la licencia erótica de Montoto puede entenderse a tenor de la penuria y la pena que le rodea. Claro, en el caso del barroco, el arte apenas satisface el encargo del poder político y religioso, ya de por sí “simulacionista”; en el caso de Montoto, tendríamos un dato a contrapelo, una propulsión estética “por fuera” de los mecanismos de poder.
Todas estas especulaciones son dables. Ya te decía que la profundidad filosófica del artista garantiza un abanico de connotaciones o significados muy amplio. Ahora, de ahí a considerar que Montoto idea, programa, se propone un comentario ético sobre el deterioro de la época, hay una distancia enorme. No sólo porque no se lo proponga, sino porque el texto mismo no habla en primera instancia de eso. No le interesa. En mi criterio, Montoto mira lo social con displicencia. Recientemente, el artista ha aceptado que un verdadero creador “responde a veces con beligerancia solapada en la metáfora, con tal de defender, a toda costa, su subjetividad agobiada. El fragmento me define como individuo sin pretensiones de universalidad ni de equívocos, y me acerca más a la posibilidad de hacer un registro minucioso de la isla personal, pues la mirada personal sobre el mundo fáctico es quizás lo único que pueda aportar un dato de valor al prójimo”. Ya antes, había aseverado que “el arte (más bien la creación poética) sólo versa sobre lo unívoco y lo irrepetible, …”.
Después de esto, ¿alguna duda, estimado? Lo real ya es otra cosa: lo real sí deviene sustancioso para el artista, pero lo real desmenuzado desde una investigación cultural que intenta explicarse las mutaciones y las interconexiones entre dos formas de vida: del mismo modo que la concentración en la densidad autonómica del arte no hace más que remitir a los problemas relativos a la analogía y los confines de la representación, la vida social de hoy sigue necesitando de la utopía estética y de la institución arte como recintos neuróticos de compensación. En cuanto a lo primero, Susan Sontag se refirió a ese arte gustoso de guardar “una distancia específica del tema, gracias a la envoltura retórica constituida por la estilización”, para concluir que “este arte estilizado, palpablemente un arte del exceso, (…), nunca podrá ser un arte grande”. Entonces, ya sabemos de la cortedad de vida de un arte desvinculado de los días, o del “tema”; lo cual no quiere decir, tampoco, que el arte sea un calendario. El Impresionismo, uno de los grandes temas de discusión entre Montoto y yo (él, tan tolerante, no me perdona esta devoción), sacrificó el tema y fue, es, sin embargo, uno de los momentos más brillantes y vitales de la historia de la pintura. Para mí, la opción analítica no irrumpe –como para varios teóricos- con el posimpresionismo, sino antes, con los impresionistas, y resolviendo una enorme paradoja creativa: análisis, disección, sin tematización palpable.
Si por fin se cumpliera el pronóstico de la muerte del arte, cuando este se diluya en el todo de una realidad estetizada para la cual “el hospital del arte” acaso se vuelva ocioso, ¿cómo se miraría, en los museos, una obra como la de Arturo? Con la misma incredulidad con que hoy vemos a los androides en las películas. Así, Montoto documenta su propia muerte: mientras más virtuoso el artificio, más falible el encargo que el mundo social lanza sobre el arte. Nada somos; polvo y ceniza. Montoto diría: un pan y una fruta bomba. Puntuales desperdicios, penalidades con las que la vida sanciona al arte, y no al revés.
Me asombra que escribas sobre “una perspectiva de enfoque y análisis contingente”. Estimado: si Montoto es contingente, yo soy albañil. ¿Cómo puedes encontrar el “espíritu” de la contingencia en una obra que aplaude el protagonismo de la idea, no en el sentido del concepto reproductivo, sino del “eidos”, del pensamiento puro y del estatuto de lo artístico como desmontaje racional del hedonismo? Cuando escribes sobre una “refinadísima labor simulacionista” te siento el entusiasmo de quien ha encontrado más una frase, un sonido (si-mu-la-cio-nis-ta), que una idea o una noción explicativa. Perdona, estimado, pero ahora mismo eso de simulacionista dicho en el Centro Wifredo Lam a las dos de la tarde es el-no-va-más de la pericia crítica. Sin embargo, ¿cuánto tiene de certero?
Te propongo un ejercicio retórico. Descubres en Montoto un elocuente “deseo marcado por inducir un grupo de reflexiones asociadas a…”. El ejercicio retórico consiste en lo siguiente: Voy a escribir exactamente lo contrario de todo cuanto informas como posibilidades de conexión de la obra de Montoto con “lo social histórico”, y veremos al final que también son significados posibles:
. “la problemática del sujeto histórico y su representatividad”.
En la obra de Montoto, encontramos, más que el interés por el perfil o la radiografía del sujeto histórico, la problemática de ese instante en que “la muerte del sujeto” de los sesenta muere a su vez en nombre de las subjetividades y los sujetos multiculturales. Cuando el fundamentalismo de la metafísica occidental entra en semejante crisis, se produce un “vacío hermenéutico” según el cual muere cualquier modelo de sujeto. No se trata entonces de la autonomía o la autarquía del sujeto lo que importa, sino, por el contrario, su escisión, su fragmentación, su disolución, su multiplicación en decenas de variantes (des)semejantes. No se reproduce la avidez por su “representatividad” (el sujeto como representativo, y no como representación, creo entender de lo que escribes, estimado), sino todo lo contrario, el interés por testimoniar su conmoción: ya no es “representativo” de un todo, sino partícula insignificante de un sistema que vive de la multiplicación y la diseminación. En la obra de Montoto, donde el sujeto se halla ocluido y espectralizado (en todo caso, son sus huellas materiales o su paso por el mundo, casi siempre en un tiempo anterior al “instante esencial” que fija la representación), se habla, en todo caso, de la crisis del sujeto histórico como paradigma; el que es reemplazado por otras problemáticas.
. “la dicotomía entre lo espiritual y lo escatológico”
Cuando la obra de Montoto trabaja con binarismos, no suele hacerlo en un sentido opositor. Antes bien, al artista le importa observar el sentido de presuposición que asiste a ciertas nociones o fenómenos reales a veces contrapuestos. Así como a Rembrandt le interesaba la belleza de la escatología, y la vileza que anida en la forma más pulcra, en las piezas de Montoto parece estudiarse la ruindad, el abandono de la vida, la que es observada sin embargo con belleza y con emoción. Lo escatológico, podría hablarse en algunos casos incluso de lo teratológico, existe en el abordaje de Montoto como un espíritu bello y hasta noble. El estado de deterioro y abandono parece un proceso natural del ciclo vida-muerte. En cambio, la virtud es mirada muchas veces con sospecha, como si escrutara cuanto hay de noche y de muerte en aquello que se ofrece pleno y radiante. Esta es una de las grandes tensiones que informan la poética de Montoto: belleza altiva y flacidez mórbida no son campos absolutos ni separados, sino amalgamados y tejidos en la experiencia de lo vital.
. “la manipulación reiterada de los medios publicitarios y la unilateralidad informativa”
De alguna manera, asocias la publicidad a la “unilateralidad informativa”, cuando lo único que tiene la publicidad de “unilateral” es que necesita una sola reacción: que se compre el producto, o el receptor se familiarice con él. Pero en el camino, posiblemente sea la publicidad el género cultural contemporáneo que más apele al tropo y a un repertorio complejo, donde la denotación existe sólo de la vastedad de la connotación: del coche que queremos tú compres, te mostramos, y te enfatizamos, la sensación de confort de sus asientos. Del coche queremos que recuerdes no su todo, sino el confort de sus asientos. La publicidad trabaja a menudo con el valor de la metonimia, específicamente de la sinécdoque, y va ofreciendo el todo progresivamente, a partir de los valores de la parte. La publicidad trabaja, más que con la naturaleza física, con las funciones, con la idea del servicio.
No sé cómo puedes ver “manipulación reiterada de los medios publicitarios” en donde hay una reversión total del mecanismo funcional de la publicidad. La representación en Montoto no es funcional: cuando Montoto ironiza con el “instante esencial”, desmonta precisamente el trascendentalismo de la tradición occidental que pretendía ver en la perdurabilidad de un instante la fijación de un proceso o el transcurrir mismo de la vida. El tiempo en Montoto es metafísico; el tiempo en Montoto pesa. No es un tiempo físico, no se trata de la mera huella de un relato o una función. Montoto está en las antípodas de la publicidad. Fíjate que por bellas que sean las formas en sus piezas, predomina un “sentimiento triste”, el silencio, la dramaticidad de la atmósfera. En cambio, la publicidad es efusiva, celebradora, vertiginosa, a menos que el producto a promover o vender sea una faja ortopédica.
Y así, estimado, pudiera avanzar hasta demostrarte que eso que ves como confirmación del enlace de Montoto con lo social no son más que supuestos debidos a un rico plano de connotaciones, ese que cumple toda obra raigalmente polisémica, simbólicamente abierta. “El arte es siempre simbólico y sustitutivo”, admite nuestro autor.
Llegas a referirte al narcisismo, el autoritarismo, y otros devaneos que hacen parte de la mecánica del poder, y que alimentaron una pieza como Fragmentos a su imán, la que tanto impresionó al jurado del Primer Salón de Arte Contemporáneo. Claro que, detenidos ante la pieza, recibíamos todo eso, y más, mucho más, y claro que se trataba de contenidos contextualizables; fíjate que he dicho contextualizables y no contextualizados (la gorrita verde, las botas, ¿te acuerdas?), pero, cuidado, la base lezamiana de la obra y el principio de articulación de las partes, protegían al discurso de eso que tú mismo llamas “la unilateralidad informativa”. Si nos extasiamos con la pieza fue porque ella complejizaba la idea de Eco acerca de la disparidad entre información y significado. A diferencia de la telenovela, que reduce la información en pos del significado (hasta la redundancia y la oclusión de lo real), la pintura, y en especial la pintura de Montoto, “informa” sólo por medio del significado connotado y abierto. Claro, Eco estaba operando más que todo con los géneros provenientes de la industria cultural, mientras la pintura se debe a otro recorrido histórico, que la iconografía y la iconología han tratado de explicar. De cualquier manera, cuesta creer que “la pintura informa”. Como diría el Diego de Fresa y chocolate, “que transmita la radio nacional”.
No sé si conoces la anécdota de que, entre tantas obras dispersas en el primer montaje, se nos olvidó premiar la pieza de Montoto. Bien, ahora veo que se nos olvidó para que tú no pudieras escribir que ella informaba sobre el estado del poder en Cuba, las gorras y las botas de los militares cubanos, etc. Risas.
En este minuto, estimado, te propongo un giro. No quiero que este debate se parezca a cierta polémica donde se hablaba de la “muerte del sujeto”. No, de la muerte del sujeto no. Eso era un error. En realidad, es la muerte de la muerte del sujeto. No. Error. Es el deceso de la consunción de la extinción de la eutanasia del sujeto. No, error. Y así. Hasta que apareció en el horizonte una tercera polemista y preguntó: ¿De qué color es el caballo blanco de Maceo? Basta de trabalenguas y de sofismas que pasan por rigor analítico.
Con esto te invito a buscar nuevos argumentos, o nuevos ejemplos, a nivel de la obra, sobre la tesis de cada quien. Yo pienso, por ejemplo, que la exposición “Conversación en el huerto”, que presentó Arturo en la primavera de 2007, en la galería Villa Manuela, de la UNEAC, puede servirnos para comprender un par de cosas. Ante algunos giros visuales (cierto informalismo gestual que rompía el tectonismo geométrico de muchas obras anteriores, o la franca abstracción de los fondos), ciertos lectores presumieron un cambio esencial en la gramática-Montoto. Por supuesto que no voy a caer en la tentación pueril de decirte que al difuminarse el fondo, la pintura acaba de descontextualizarse, y entra en crisis tu criterio de interpretación. Eso sería tan mondo, perdón, estimado, como pretender que el pan de Montoto es el nuestro de cada día, el reglamentado, el de cinco centavos o de un peso, o el de diez pesos, etc. A menudo las cosas no son tan sencillas como “al pan, pan; y al vino, vino”. “Conversación en el huerto”, una de las grandes exposiciones de Montoto, no hizo sino ratificar, de otra forma, con otros signos, con otra escala –otra monumentalidad, según algunos formatos y su relación con el tema pictórico como con el espacio galerístico-, una serie de constantes en la poética del artista.
La serie dedicada propiamente a los objetos (aparatos, artefactos, herramientas, metafóricos instrumentos de “tortura”) parecía responder, antes que todo, a un principio de clasificación tipológica, de acuerdo con el aspecto, la función, y el sentimiento que despierta la obra: Rostro de hierro calzado, Rostro de hierro agudo, Rostro de hierro fresco, Rostro de hierro denso, Rostro de hierro opresor, Rostro de hierro licuado, Rostro de hierro demoledor. La serie “Rostro de hierro”, con variaciones según la expresividad del metal, se articula como una taxonomía morfológica, casi como un estudio formal, donde Montoto retoma esa persistente observación de lo corroído desde la belleza, que tanto interesa a su trabajo. El sentido emana aquí de la contrariedad, de la inquietud estética debida al contraste entre la cierta solemnidad que implica la categoría artística conferida a motivos tan comunes, y el deterioro de la herrumbre, al parecer tan ajeno a toda nobleza cultural. Por supuesto, algunos de estos instrumentos tienen una acción coercitiva o represora en alguna medida (la plancha quema, la licuadora ya sabemos, las tenazas oprimen), pero a mi juicio Montoto se burla de la implicación grandilocuente que pudiera emanar de estas connotaciones. Sería pueril, en mi criterio, que con esta serie Montoto quisiera construir una alegoría metálica de la censura o algo así. El artista tiene detrás demasiadas horas de vuelo como para permitirse peleas de tan corto rango. Incluso estos, son objetos de sesgo metafísico, que dialogan con el tiempo, la historia (en el sentido menos puntual), con los ciclos de vida/muerte, con el sentimiento de desvalidez. Claro, se pueden levantar todas las metáforas que se quiera, pero me temo que el artista se mofa de la lectura directamente sociológica que su “bestiario objetual” pudiera “inspirar”.
¿Por qué Montoto no se agota en batallas menores, en encargos sociales de inmediatez? ¿Porque pasa de todo, porque lo desprecia todo? No creo. Por su sagacidad y su mirada atenta, Montoto es uno de los artistas robustecidos con la experiencia de los años ochenta en Cuba. Aunque él, en puridad, no atravesó el bregar de la plástica cubana de esos años, por lo menos no con el carácter protagónico que sí adopta su praxis artística de los noventa, fue de los que aprendió con la debacle de los años 90 y 91. Si te fijas bien, estimado, Montoto tiene una mirada como de perdonavidas, como de alguien que lo ha vivido todo y no está para que le hagan cuento de nada (ni de hadas). Toda aquella sofocación del discurso emancipatorio, ¿cómo terminó? Por el foro. Todo el mundo bocabajo, o lejos, muy lejos de aquí. Después de esto, ¿crees seriamente que un hombre de la cultura de Montoto (gustoso de los boleros y los tangos, por la filosofía barriotera de sus letras y sus tonos) pinta exhaustivamente una plancha para decir que el poder lo quema todo, o un azadón para referir lo infructuoso del laboreo de todos estos años?
En una pieza como Arrastres, tenemos la figura suspendida de una estructura metálica usada para remover tierra. Tiene forma de tenaza. Pero la profunda emoción estética que suscita una obra como esta es de naturaleza mucho más abstracta y, perdóname estimado, pero si me explico, me quedo tonto. Es una obra que habla de la excepcional capacidad evocadora y asociativa que asiste a presencias aparentemente nimias, insignificantes, de lo real, que al ser magnificadas por el aura del arte (un Montoto, una buena galería, un buen formato, una maravillosa luz pictórica) avisan sobre el caudal de belleza y de “cultura objetual”, por decirlo de alguna forma, que hace parte de la vida más ruda y más despojada de toda presunción. Es una pieza que levanta a la grandeza el mundo de la humildad, y por ahí es que se urde el significado poético de la enunciación en Montoto. El enunciado en Montoto suele tener este rango. No es que el artista dé la espalda a la contemporaneidad, para nada. Es, por el contrario, uno de los creadores más respetuosos de las inauguraciones de sus colegas, a las cuales asiste como un azorado aprendiz, que sin embargo no abandona fácil una especie de rictus como incrédulo, como distante de todo; no sé si te has percatado, estimado. Pero al estructurar el sentido no quiere ni puede desprenderse de un legado cultural –historia del arte, historia de la filosofía, antropología comparada, sicoanálisis, etc- que “pesa” sobre él como una información genética. La cultura en Montoto es un reflejo incondicionado; parece que vino con él. Ya he dicho que es posiblemente nuestro artista plástico más culto, de una mayor vastedad referencial. Bien, su pintura no es obra entonces de la contingencia ni de la circunstancia, sino tributo e interpelación a una tradición cultural de lujo, de orgullo.
Me dirás: ahí está La tostadora, imagen fervorosa de la represión. No lo niego; es probable. Pero no me negarás que en esa imagen frontal de La tostadora, graciosamente desnuda, la sensación de óxido amarillo y siena, el movimiento del calor que corre, la declarada desnudez del objeto, hablan de una expresividad que permanece incluso por encima de la función. Si el arte fuera remisión primero que todo, estimado, el periodismo hubiera dejado de existir. El arte trabaja con un hálito, con una electricidad, con un enigma que sólo el arte entiende. La tostadora es obra de la poesía dramática que se recibe ante las carnes abiertas de Rembrandt, las mandolinas de Picasso o Braque, los cuartos rojos de Matisse, las meninas grotescas de Gironella. No tienen explicación. Son un aborto del arte, según el cual este arranca a la naturaleza un privilegio de existencia, una vibración especial. De eso habla la obra de Montoto, también, y qué pena, estimado, que no te lo pueda demostrar con manzanas, que no pueda enumerar las razones, que no pueda entregar una deconstrucción analíticamente científica. Me limito a observar, a ser el testigo atento: algo tremendo sucede ante mis ojos, y si yo no pude pintar la Monna Lisa, tengo la satisfacción de emocionarme con ella.
El arte se niega a ser un acertijo, una conjetura destinada al laberinto social. El arte se adensa sobre su mismo enigma. Tenemos una pieza extraordinaria como Tránsito, con un extraño par de zapatos amarillos, o de moldes para zapatos amarillos. ¡Qué pieza tan hermosa esa, por dondequiera que la mires! Es bellísima. ¿Y qué “dice”? Nada y todo. Los zapatos, ciertamente, son un poco espátulas, palas, estructuras punzantes, angulosas. Hay violencia en los zapatos, desmesura, agresión, agitación. Luego llega el amarillo, que es un antojo, una devoción, un “raptus”. ¿Por qué los zapatos son amarillos, preciosamente amarillos? ¿Por qué lo eran los cuartos de Van Gogh? ¿Por qué eran rojas las habitaciones de Matisse? Nunca lo sabremos, y es mejor así. Mientras necesitemos el azote emocional del amarillo, algo afuera explica esta neurosis del adentro, esta necesidad de la belleza en forma de arte, de institución independiente, de cuadro para colgar, de experiencia irrepetible.
¿O qué me dices, estimado, de una obra mayor como La fresca mañana de las hortalizas? En esta pieza tenemos un agudo mecanismo tropológico, una forma de metonimia rabiosamente significativa: el título nos aboca a un sentimiento de frescor, de placidez, de mañana en el campo (¿recuerdas aquello de Un domingo en el campo?), de idilio ido para esta civilización, de hortaliza turgente e invitadora; en cambio, la imagen nos ofrece la porción metálica y dura de una guataca aislada de su función y de su fruto. Al aislarse de su mango o base de manera, de su sostén o su soporte, así como de su función inmediata, como de su contexto, el objeto emplaza su significado en otras coordenadas, de naturaleza cultural y abstracta. Obra profundamente sinestésica, descolocadora, abrumadoramente sensitiva y hasta sensual, La fresca mañana de las hortalizas es como el pene ofrecido en lugar del retozo erótico. El título es femenino; el objeto, masculino. El encuentro mental de las dos condiciones, durante la recepción: un privilegio estético que nos regala Montoto.
Sé que utilizarás a tu favor la ratonera, la carnada, la cerca de púas de El monte de los olivos, una pieza engrandecida por la dislocación poética de su título. Ok; adelante. En cambio, prefiero enfatizar el lirismo violento de una pieza como Ayer se ha mondado el jardín. Por cierto, la idea de mondar, en el sentido de limpiar, podar, restar la cáscara o la vaina, proteger las cosas de lo inútil o lo superfluo, puede aplicarse a esta polémica, estimado. Debemos mondar este debate de los añadidos sociológicos que no proceden. Risas.
A ver, ¿qué “nos dice” Ayer se ha mondado el jardín? Insisto en que es un título precioso, para una película de John Huston, por ejemplo. Huston que estás en los cielos, y que en su día rodaste Los muertos y Reflejos en un ojo dorado, ¿no te hubiera gustado filmar algo que se llamara Ayer se ha mondado el jardín? ¡Qué sensación tan placentera y apacible genera esa idea de un jardín que ayer, sólo ayer, ha sido mondado! La obra nos convoca a la imagen espeluznantemente bella de la tijera, la podadora, y, a duras penas, la cerca maltrecha, maltratada por el tiempo (viejo y querido sujeto de la poética Montoto: el tiempo remodela las cosas). Este fragmento, que al ocupar frontalmente el protagonismo de la composición no hace sino recordar a cada instante su orgullosa condición de fracción, de segmento, de parte “podada”, nos habla también, estimado, de la pasmosa modernidad de Arturo Montoto como artista plástico. ¿Habría que escribir la pasmosa posmodernidad? En cualquier caso, el criterio de actualidad estética que asiste enteramente al trabajo de Arturo. Arturo no puede pintar hoy el jardín. No le sale; no puede. No le he preguntado, pero sé que no puede. Ni florido ni triste, ni flamante ni angustioso, ni muy figurativo ni medio abstracto, no puede. Lo que a veces no se ha entendido es que Arturo no describe, sino, en todo caso, da cuentas, culturalmente, sobre una sensación o un sentimiento que proviene de la observación de un estado material que a su vez “remite” a una certeza espiritual. No puede pintar un rosal, no puede pintar un campo de girasoles, ni siquiera para deconstruirlos o mofarlos tras la mampara de la posmodernidad. No puede. No puede describir plásticamente un jardín, de cualquier tipo, de cualquier expresividad, como lo hiciera, desde la literatura, Dulce María Loynaz. Arturo no puede pintar el “campo visual” del jardín, del mismo modo que el fondo de la pintura es gestual, informalista, en virtud de la esencialidad de la idea. No es aquel o este jardín: Arturo quiere dejar huella, apresar el sentimiento de extrañeza y plenitud que se experimenta tras la idea del corte, de la podadura, del troceado de la yerba. Una tijera magnificada y una cerca desvencijada. ¿Qué más?
La obra es endemoniadamente inteligente siempre que nos convoca a una sed: el detritus metálico de la tijera y la cerca nos “remite” mentalmente a la lozanía y el gozo del jardín. Cuando muestra los instrumentos, el artista consuma una metonimia dramática, disminuida, del placer jubiloso del jardín. Él sabe, algo le dice, que ya hoy no puede pintar el jardín, sería ingenuo. La evidencia del goce, siquiera parcial, lo empequeñecería. Introduce entonces el tema por un atributo o un índice visual de su dorso, de su mecánica pedestre. Hace que el óxido y la vetustez de las superficies facturen, cursen, “remitan” a la felicidad del jardín. Sabe que la idea de la felicidad del jardín es demasiado rosada ella misma como para existir, plásticamente, de forma literal. El título viene a ser entonces un paratexto con firme entrada en el texto mismo: la fina sensación (como venida de una historia gótica, de un relato feminista escrito hoy a mediodía) acerca de que “ayer se ha mondado el jardín” completa la textualidad cultural de la pieza.
Por eso el arte de Montoto es un arte tan intelectual: porque en él lo material se comporta siempre como un dato, no en el lugar de un acabamiento. Es curioso, pues la idea de lo físico como detonante de lo espiritual, o al revés, forma parte de la tematización de su obra. Sin embargo, su misma obra, ella misma, existe de esa manera. La felicidad que se suscita en cierto espectador, del tipo “¡Preciosa esta naturaleza muerta de Montoto!”, resulta de una gracia y de una virginidad envidiables. El texto en Montoto jamás se contenta con lo que ves: lo que ves, precioso u horrible, grave o voluptuoso, es un dato que “remite” no tanto a un contexto social como a una necesidad mental de completamiento de la obra, sobre la base de la experiencia cultural acumulada. Por eso sus obras son obras abiertas y ampliamente participativas, tras el supuesto entusiasmo de la inercia y la fijeza. Arte mental, arte de la conjetura intelectual, de la invitación a continuar la pintura, y la realidad, en la mente de quien lee. Arte conceptual, como tú mismo has dicho, estimado. Arte conceptual que sigue privilegiando “el hedonismo del concepto” (en el sentido de la puridad de la idea), por delante de la hechura y del artefacto, mundano e inacabado como esa tijera o esa cerca que pidieron a gritos el concurso de lo estético.
Claro, yo pudiera construir, sobre la base de esta invitación, toda una filosofía. Por ejemplo, te voy a poner un caso de “arrebato lectivo”, perfectamente dable. Montoto conoce ese maravilloso ensayo de Foucault sobre las heterotopías. El jardín, para Foucault, como la mili, la guerra, el cementerio, el viaje en barco o en avión, constituye un espacio heterotópico, un espacio de la mediación, de la realización eventual o ilusiva de aquellas utopías que no pueden conciliarse en otros estamentos, más definitivos, de la vida social. Yo pudiera escribir, fácilmente, que Montoto ha pintado una metáfora del jardín como heterotopía, donde predomina el tránsito (la poda), la mediación (la cerca), y la ausencia de la definitividad (el sentido transitorio de la escena sorprendida y suspendida, la pose de la tijera como en medio del corte mismo). Por aquí puedo llegar muy lejos. Montoto se sentiría feliz, porque, a fin de cuentas, he cumplido con su invitación: he satisfecho la textualidad inacabada de su pieza. Pero, como quiera que todo autor que se precia de serlo orienta siempre una señal (la idea le pertenece a Brecht y a Eco, no a mí), en el fondo Montoto se permitirá una de esas sonrisas displicentes, a las cuales yo les tengo pánico. ¿El jardín como heterotopía? Ah, sí, cómo no; y con la misma se virará y le dirá a María Eugenia: “Pero si yo sólo he pintado esa pequeña, intensa sensación que queda luego de la poda de un jardín”.
Con esto te digo, estimado, que si el papel lo aguanta todo, la obra de arte, desdichadamente, también. ¿Qué te parece a ti este jardín venido a menos, de una poesía de lo mustio y lo mugriento? ¿Qué te parece la magnificación plástica de la podadora? ¿Que un jardín más grande, que un sueño colectivo o mayor ha sido truncado, y apenas si podemos mostrar los instrumentos de la tortura? Adelante. Eso es posible. Pero del mismo modo, estimado, que yo me guardo mi metatranca filosófica de la heterotopía, por temor a la sonrisa displicente, te recomendaría un poco de cautela. Porque cuando no es sólo lo que ves, lo que es no está nunca disponible de un todo. Y aquí, a duras penas, hay una sensación, un escozor.
El propio título de “Conversación en el huerto” tiene dos caminos de remisión textual: el posible sentido dialógico del huerto entendido como una metáfora o una alegoría, y la resonancia intertextual que habla de toda una genealogía en la historia del arte. Muchas obras antes pudieron llamarse “Conversación en el huerto”. Si esta exposición optó hoy por nombrarse así, acepta la resonancia de un legado. “Conversación en el huerto” es un sonido, una pose, un guiño cultural, un dato que reverencia una tradición. Su gran referente no es algún huerto real sino el topos-huerto en la historia de la pintura. La representación, el fantasma de la presunta imitación, el misterio de lo verificable (¿cómo puede nada verificarse en territorios del arte, ese crimen de lesa sensatez?) constituyen, además de las coartadas, los puentes que favorecen el viaje, el desplazamiento de dos mundos que, de montarse, crean la vida otra, tercera, de su arte. La conversación es un susurro ininteligible, y el huerto es un espacio imaginado entre la academia y la vida, entre la norma del arte y la sensualidad de lo real.
Jueves, seis de la tarde
Rufo, ¿por qué tanto azoro ante el peso denotativo del hombre cívico? ¿Acaso esa “melancolía” que dices reconocer en mi, al evaluar el alcance social de la obra de Montoto, ha llegado a trocarse en desaliento, en incrédula soberbia dentro de tu persona? Me desconcierta que comiences aplicando ese matiz peyorativo, como de soslayo, a la devoción proteccionista de Arturo por los animales. Intuyo que con ello, y ese apelativo sutil de “colector” que le insinúas, no estás intentando otra cosa que la de continuar desacreditando, a costa de cualquier maniobra, el valor de lo cotidiano, de lo vivencial, dentro de mis argumentos. Pero debo decirte que es la propia mordacidad, disfrazada de evidencia ligera, la que te desarma, la que te deja de brazos caídos en los preámbulos de tu réplica.
Supongo desconoces que, solamente en Ciudad de La Habana, se sacrifican al año unos 15 mil perros callejeros, y que gracias a la gestión de algunas personas como Montoto y María Eugenia –tras la que se advierte una actitud muy distinta a la de ese coleccionismo caprichoso, remilgado, de Gonzalo Roig- algunos de ellos han logrado salvarse de tan trágico destino, y hoy encuentran amparo en la vivienda que ambos ocupan en Guanabacoa y en la de varios amigos o vecinos de la zona; que en estos precisos momentos se encuentran recabando firmas de personalidades de la cultura y el arte para tratar de llevar a cabo una campaña pública que subvierta esta situación. Me pregunto si te quedaría algún resquicio para la manipulación del dato, después de haber sido testigo, como yo lo he sido, de varias discusiones acaloradas de Arturo con alguien de la calle por haber maltratado a un animal; si tendrías ánimo para ironizar, luego de haberlo visto limpiando y sanando las heridas graves de un perro; apearse de manera súbita de su carro, en medio de una peligrosa avenida de la ciudad, para recoger del pavimento a un animal moribundo…
Como ves, hay impresiones de primera mano, contingencias del día a día, que pueden contribuir a transformar las perspectivas de enfoque de un hecho aparentemente nimio, otorgándole un carácter de mayor gravedad. Sin embargo, después de estas breves evidencias, no te voy a reclamar que volvamos al centro, que corrijamos esa supuesta “desviación” hacia el hombre mismo, como tú sueles exigir, desestimando todo aquello que no se corresponda con tu concepción del análisis. No lo haré porque, tratándose de Arturo Montoto, creo que estamos tocando el centro, el vértice para llevar a cabo cualquier estimación de su postura ante la vida y la creación.
La obra de Montoto, o mejor dicho, el presupuesto metafórico que ella sostiene, se apoya a mi juicio en una serie de disquisiciones sobre el menoscabo de la sensatez o el comedimiento cívico. Él es, en si mismo, un hombre de una civilidad innegociable, y me parece extraño que sea a ti a quien se lo esté recordando en estos precisos momentos. Toda su obra esta permeada de ideas, de supuestos que registran las contracciones de un tipo de relación socialmente instruida, en la cual la moderación y la desmesura se manifiestan como antinomias emblemáticas de un afán de progreso. Sus paradójicos ejercicios de analogía representativa no están dirigidos a priorizar ese estado de compensación o de autocomplacencia estética –lo cual no quiere decir que lo desestime, o que de alguna manera no lo compulse-, sino a exaltar la situación maltrecha, caótica, de esa civilidad, a ofrecer indicios sobre ese “…idilio ido…”, como tú bien afirmas con esa sintética frase, que también me hubiese gustado que fuera de mi autoría.
Como Arturo ha elegido un género tradicional para incitarnos a reflexionar sobre el tema, y dentro de él procedimientos de sustrato académico -encarando la clásica disyuntiva de: ¿qué debo hacer con lo que he aprendido y domino a la perfección?- ha tenido la picardía, la sagacidad preliminar, de remitirnos, desde una postura paradójica, de contraste, a las famosas compulsiones temáticas y anímicas de la poética barroca; de filtrar sus más íntimos desasosiegos a través de la histórica y controversial relación entre los referentes y sus homologaciones representativas, con la diferencia de que es la mayor o menor funcionalidad del significado, la que decide en su caso las tensiones del vinculo. O sea, se trata de una realidad escudriñada desde su densidad sígnica y no desde el impacto o la alucinación. Ya una vez lo dije en otro comentario, Montoto es un “académico perverso” que rinde culto al artificio pictórico, al tiempo que le dispensa una mirada jocosa, sarcástica. Lo curioso es que uno nunca llega a saber ciertamente en cual de las dos actitudes se siente más cómodo. Ese es su gran secreto, que solo revelará al contexto cuando se haya mofado de él lo suficiente. Se me ocurre pensar ahora en obras como “El canon mutilado” y “La autoexpulsión del canon” –para no defraudar esa apetencia tuya por los ejemplos referidos al espacio autonómico del arte- en las que el artista, con una hábil estrategia de contrapartida, de camuflaje, aparenta mofarse de si mismo, de su hierática ascendencia académica en confrontación permanente con el contexto, al tiempo que lanza una sarcástica carcajada hacia la intransigencia del ámbito artístico cubano y sus abiertos o velados parametradores.
Simulacionista, sí, y no por simple atracción sonora como insinúas, porque la palabra es para mi horrenda; sino porque es esa una condición que lo distingue. Su primer ardid consiste en haber logrado precisamente que acreditemos su obra como un recurso de compensación, de utopía estética frente a las incertidumbres sociales del presente; que estemos dispuestos a veces a exonerarla de la exégesis con tal de entregarnos a la contemplación, al rapto de sugestión artificiosa, hedonista, que supone; que algunos estén decididos a rendir un culto tergiversado a su procacidad, a pagar altísimos precios por ella, y a exhibirla como atributo de poder e hidalguía. Siempre he tenido la percepción de que es el propio Montoto quien induce a la mayoría de la gente a valorarlo tal como él desea, y no como realmente es. Pocas veces he visto, incluso, una obra simuladora como la suya, siendo recibida, juzgada, desde una misma perspectiva, tanto desde el punto de vista de sus detractores como de quienes la encomian, lo cual significa que los tiene a ambos supeditados a su conveniencia.
Al menos para mi, la de Arturo Montoto es una obra cívica, o más preciso aún: civil, porque recurre al diálogo, a la interacción cómplice con el espectador; porque prioriza la representación de escenografías citadinas, de planos arquitectónicos (“La habana que nadie ha visto”, sentenció una vez sobre ellas el propio Miguel Barnet); y, sobre todas las cosas, porque otorga un rol protagónico a determinados objetos o instrumentos de connotación social, y a su irremisible condición de “servicio”. Estos objetos constituyen el núcleo de la dinámica tropológica de su obra, el pretexto para la descontrucción de sentidos, porque en realidad los espacios arquitectónicos desempeñan un rol algo más complementario, manifiestan una cierta reiteración ilusoria (nichos, escaleras, paredes que convergen, columnas, pórticos…) y se activan alegóricamente a partir del trabajo con las luces y las sombras, y el matiz de teatralidad que les otorga el autor.
Aunque Montoto establece con los objetos una empatía formal y estética, el proceso de selección de los mismos se establece a partir de las implicaciones estandarizadas de su uso y la trascendencia simbólica que han adquirido en el decursar del tiempo. En no pocas oportunidades ha elevado la insignificancia de muchos de esos elementos hasta niveles insospechados de significación (una calabaza, una escoba, una horma de zapatero, una funda de cuchillo, una pelota, un clavo, un plumero…) Todos los efectos visuales, remarcados o adicionados a los objetos a través del dibujo o la pintura, no hacen otra cosa, que reforzar las intensidades de esos significados. Por ejemplo, tal como tú descubres en lo corroído u oxidado del instrumento un recurso de magnitud estética, un reclamo de belleza, yo creo reconocer un esfuerzo del artista por enfatizar la contrariedad, la ambigüedad funcional de la acepción y el carácter emblemático del mismo. Sé que jamás llegarías a cometer el error de afirmar que, tras una aparente difuminación del espacio, se descontextualizaría el objeto, porque lo que ha ocurrido con las piezas que agrupó bajo al nombre “Rostros de hierro…” (¿No te parece sospechoso también ese intento de personificación simbólica?), es que ellas han arribado a otro nivel de síntesis expresiva. La sugestividad del espacio, su levedad y su histriónico siguen estando ahí, en esas obras de visos abstractos, lo que de una forma más intuitiva, condensada, en aras de resaltar los valores alegóricos del objeto.
Pero ninguna de estas variaciones representativas han de parecernos insólitas, imprevisibles, si tenemos en cuenta que el propio Montoto ha confesado de forma reiterada su afición por la arqueología, su obsesiva inclinación a descubrir y atesorar objetos singulares (aquí sí te permitiría un punto de emparentamiento con el músico Gonzalo Roig), su incontrolable tendencia hacia la investigación de sentidos y utilidades básicas en el devenir sociocultural del hombre, como una manera de inquirir también las fluctuaciones históricas de su civilidad. Toda esa vocación exploratoria ha sido impulso, nutriente indiscutible de su bagaje intelectual y artístico, ese que tú y las especialistas Magalys Espinosa y Elvia Rosa Castro se han dedicado tanto a exaltar. Cuando hablo de lo contingente en su obra no me refiero a ese tipo de inducciones obvias, triviales, que tanto me achacas, luego de haber citado de su arsenal dos o tres objetos de conexión explícita con la realidad cubana, entre ellos el pan de la canasta básica (¡como si hubiera cometido una gran herejía!), sino a la manera cínicamente ilustrada con que Montoto registra, indaga, en el valor de lo circunstancial… Pero en realidad, estimado Rufo, tú que has andado y desandado el mundo: ¿has visto en alguna otra parte un pan idéntico, o al menos parecido, al que reproduce Montoto en las piezas “Lo simple y lo compuesto” y “Tú cabeza en mi hombro”…
Por último, intentaré satisfacer ese reclamo de citas, de ejemplificaciones que me haces, pero no lo haré ahondando en el supuesto contenido de las obras; dudo mucho que a estas alturas del debate pueda yo superar la especulación teórica, la glosa idílica, el alborozo imaginativo que has puesto en práctica, rozando en más de una ocasión -quizás sin proponértelo- esa hipótesis del “anclaje en lo social” (me gusta mucho la terminología marinera que propones) Para variar, describiré, sucintamente, sin comentarios adicionales, algunos cuadros paradigmáticos de Montoto en los que he estado pensando mientras escribía estas reflexiones. Por ejemplo, hay un lienzo de Montoto en el que aparece una pelota de béisbol colocada sobre algo que simula ser un nicho de culto, como esos que abundan en La Habana patrimonial. La pieza lleva por título “La fe recobrada”. Posee otra de similar tratamiento, por la que siento una especial deferencia, se denomina “Retrato filosófico del trópico”, y en ella se aprecia la misma pelota, ubicada esta vez sobre un pedazo derruido de muro, a cuyo costado se observa una estructura de metal sostenida con alambres. “El fin del decoro”, es una pieza que quisiera resaltar: se trata de una pared que cubre toda la extensión del cuadro. Recostada sobre ella, al centro de la composición, una brocha gorda de pintura, y a la izquierda del encuadre se observa la sombra proyectada de una cubeta, que uno supone sea de pintura, según la lógica de ese completamiento intelectual que tipifica algunas escenas de Montoto… Y hablando del añadido mental: ¿Te has dedicado alguna vez a tratar de completar las frases que, en forma de graffiti, Arturo ha colocado en algunos de sus cuadros, como por ejemplo, en “El borde de la herida”, “El juego de la ilusión”, “El centro y la periferia”, “Con mucha pasión”, o “Decoración de la ciudad inagotable”? Continuando con las evidencias, me gustaría mencionar también otro lienzo en el que el pintor reproduce la figura de un machacador de ajo sobre un escalón o el borde de una ventana, al cual le puso por título: “La reiteración”. De 1998 es la obra “La espera”, en la que se representa una canasta de huevos vacía, colocada al pie de una antigua columna. Una pieza sui generis también es “Esperando el contenido”, de 1999, en la que se muestra un típico peldaño de Montoto, sobre el que alguien depositó un plato vacío de metal y encima de él un cuchillo. En otra imagen se puede ver una cantina de leche recostada sobre un desgastado contrafuerte. Por el ángulo en que está ubicada, uno puede deducir que esta vacía, y tras ella se extiende un espacio lúgubre de indefinición. Esa obra lleva por título: “Desayuno sobre La Habana”, y fue realizada en el 2001… No sé a ti, pero a mi me parece demasiada coincidencia que, hacia finales de la década del noventa y principios del 2000, en plena cúspide del llamado “período especial”, haya ideado estos sugerentes títulos, escudado en las nociones de precariedad y acecho…
Disculpa, amigo mío, pero en estos casos también yo podría decir que explicar las obras sería una absoluta necedad. Aunque no te niego que me asalta la curiosidad por comprobar que otras elucubraciones pudieran improvisarse acerca de estas piezas, que no remitan, esencialmente, al contexto social, a su atmósfera de levedad y zozobra; que nuevos argumentos podrían esgrimirse para el ávido espectador, que no comenten acerca de la “beligerancia solapada” y la “subjetividad agobiada” de Arturo Montoto.
Viernes, tres de la tarde
Varias veces, estimado, a lo largo de este debate, he tratado de recordarte que importan las ideas, no las personas. Me encantan las ironías elegantes, como parte de una polémica con estilo, no desangelada en nombre de la engañosa “mesura”, pero de ahí a los calificativos personales (soberbio, mordaz, etc.) hay un trecho importante. Pero bien: es claro que no puedes pasar de eso. El crítico RC ejerce una extraña fascinación sobre ti, aunque sea en negativo. Eso es algo que debes resolver con tu sicoanalista. Como a mí no me fascinas tú, sino, en todo caso, tus ideas, me fugo de inmediato al mundo del pensamiento sobre la pintura de Montoto.
Reduces la mayor parte de la discusión a la pertinencia de que yo acepte connotaciones y derivaciones sociales en la poética de Arturo. Si ese es el problema, estamos arando en tierras de Perogrullo: claro está. El caso viene, más bien, de considerar si esa posibilidad interpretativa permite inferir el vector sociológico como centro especulativo y constructivo de la poética. Y ahí, en ese conferimiento de protagonismo, es donde creo que otros problemas, de naturaleza teórica, propios de la teoría cultural, motivan y preocupan mucho más al artista. Más que el nexo o el puente con lo real (más o menos obvio, más o menos diferido, más o menos angular), la pintura de Montoto, siento, se interesa por entender su propia naturaleza, su propia operatividad. Y esto no coincide exactamente, para nada, con los superados debates alrededor de la autonomía; tiene que ver, antes, con la ontología misma de lo artístico, y con la lógica de las artes que de alguna manera participan del fenómeno de la “representación imitativa”.
En el concepto de imitación, en el ilusionismo, en el espejismo de la reproducción, en la analogía y la semejanza, se encuentra el peligro y el valor mayor de una obra como la de Arturo. Claro, no toda la imitación se debe a la virtud del ilusionismo pictórico, el perspectivismo, la “reproducción virtuosa”. El ilusionismo pictórico imita siempre que emula lo real por medio de la representación; en cambio, la fotografía, al reproducir técnica, analógica, más o menos exactamente lo real, “imita” el orden o el desorden del mundo. Según los teóricos, tenemos manifestaciones de las artes visuales donde la imitación es, casi, un resultado físico. Traigamos a colación la polémica sobre la fotografía, por ejemplo.
Para Roland Barthes, la fotografía es plena de denotación, en tanto a su principio de reproducción de lo real asiste el fenómeno de la “plenitud analógica”. Según Barthes, no se trata de que la fotografía quede exenta de un mensaje connotado (o codificado) sino, justo, de que ese mensaje connotado se produce a partir de un mensaje “sin código”: la denotación firmemente analógica. Ahí está, según el padre de la poscrítica, la gran paradoja de la fotografía.
En la pintura falsamente fotográfica de Montoto se reproduce, a nivel de ilusión cultural, el anterior dilema. El virtuosismo técnico, el valor ilusionista de la superficie, que extasía incluso a los críticos (quienes se deshacen en descripciones técnicas sobre el sentido de la luz, las figuras retóricas que conjugan el motivo privilegiado con los fondos arquitectónicos, y estos con el resto de la ciudad, etc.) generan la impresión cultural de que no hay prácticamente mediaciones: lo que se ve es lo que es; quien lee logra “estar ahí”, justo ahí, en el instante privilegiado, en la escena real.
Al mismo tiempo, sin embargo, el aura poética de la obra revela la manipulación: a diferencia de la fotografía, el efecto-imitación se ha producido por una sobredosis de connotación, de mensaje connotado. Y llegamos entonces a la gran paradoja de la pintura de Montoto: la impresión de un mensaje no codificado (denotado) sobre la base del exceso de codificación cultural, simbólica, personal; como diría alguna literatura: sobre la base del exceso de “moral”. La moralidad cultural en Arturo simula un efecto imitativo que otras artes consiguen con la reproducción técnica, o física. La paradoja de la pintura de Montoto es justo la reversión de la paradoja fotográfica: por eso, entre otras cosas, se trata de una excelente pintura.
Podrías objetar: pero esta segunda paradoja, la de Arturo, en buena lid asiste a toda la pintura; al menos, a toda la pintura de juego cultural con el ilusionismo. Vuelven los matices: es un problema de grados. A diferencia de la pintura hiperrealista, que necesita imitar para evidenciar un vacío mayor, en Montoto se genera “la ilusión cultural de la imitación”; esto es, una codificación de segundo grado. Y en el esfuerzo, la dosis de saturación simbólica es óptima, mucho más que en la pintura de “reproducción tradicional”. Así se origina, en la pintura de Montoto, el éxtasis de dos suspensiones: la suspensión de la denotación simulada, y la suspensión de lo real por excedente de codificaciones culturales.
Otras ideas de Barthes sobre la fotografía y la imitación nos sirven asimismo de metáforas para entender la paradoja representativa en Montoto. Nos dice Barthes que en la fotografía acontece la tensión entre el efecto traumático y el efecto mitológico. Esto es, la tensión entre el “trauma” de la inmediatez (lo perentorio de registrar un incendio, una catástrofe natural, un accidente, etc) y la mitología acumulativa de lo cultural. En la fotografía, son dos efectos inversamente proporcionales: a mayor trauma, menos mito; a mayor mitología, decrecimiento del efecto traumático. En la pintura de Montoto, ciertamente, y acabo de descubrir, creo, otra de las razones de su excepcionalidad, se rompe esa inversión, y sucede, en un nivel máximo de curiosidad cultural, lo siguiente: mientras mayor es el arsenal mitológico (y sabemos que resulta muy alto, todo el tiempo), más cerca tenemos la ilusión del trauma, la sensación de lo tangible y lo mensurable, de lo real. De este modo, la pintura de Arturo Montoto resuelve una disyuntiva atroz (muy tentadora) en la historia cultural, y desata al mismo tiempo una nueva y gran incertidumbre. Aquí reside otro indicio de la manera dual, compleja, como el artista entra y sale del legado, en un in and out de extrema fineza estética.
Estos son los problemas de la interpretación, estimado, que yo no siento reducibles al tema canasta básica o a la pelota como posible “síntoma” del chauvinismo nacional.
La interpretación se vuelve sutil y todavía más motivadora cuando nos adentramos en el problema de la inocencia y de la pérdida de la inocencia. Conste que no me refiero ni a mi buzón electrónico ni a la gran película de Scorsese, ni a la novela de Edith Warthon. La inocencia como problema cultural derivado de la cultura de la reproducción. Recordemos el comentario de Barthes: “…por ser a la vez privativo y autosuficiente, es comprensible que el mensaje denotado pueda aparecer, desde una perspectiva estética, como una especie de estado adámico de la imagen; el (sic) desembarazarse de forma utópica de sus connotaciones, la imagen se tornaría radicalmente objetiva, es decir, por fin inocente”. En la fotografía existe, entonces, una suerte de flirteo con la inocencia. La fotografía realiza, a nivel utópico (¿puede la denotación aislarse de un todo con respecto a la mediación de las connotaciones culturales, de los códigos que median incluso en el registro?, se preguntan los polemistas de Barthes), el fantasma cultural de la objetividad y la inocencia. Claro, sabemos que si “realiza a nivel utópico”, esto es que no realiza, que no ejecuta “de veras” su ilusión. En el caso de Montoto, me gustaría emplear un término todavía más erótico que flirteo. Diría que la pintura de Arturo zorrea con la levitación –a fuerza de afincamiento en lo real- de la inocencia. En tal sentido, Arturo manipula la disponibilidad del legado pictórico y cultural en general –ah, el imperio de las fuentes- para, al producir el efecto teatral de la inocencia (la inocencia es posible, mírenla, probablemente está aquí), demostrar, evidenciar, dado que hay algo de didáctico y de juego en su trabajo, que la confusión entre arte y realidad constituye uno de los espejismos culturales más brutales del devenir humano. Al final del recorrido, el arte de Arturo nos dice que mientras más densa la pintura misma, más duro y más frágil se torna el complejo de lo real. Todo es engañifa, mentira, engaño del ojo. Mientras más juiciosamente pictórica, lustrosa, bruñida, eficaz, la pintura de Montoto, más nos remite al universo de lo real en balde: de nada sirve. Son mundos tan confundibles, fusionables, como distintos. Aún la fotografía podía operar con la relación y la distinción entre naturaleza y cultura, pero en campos de la pintura, la cultura se relaciona con la cultura: la naturaleza queda como una ilusión del pasado, un juego cultural de la actualidad, un antojo romántico, un paso en la nada. Nos recordaba Barthes que la imagen denotada “vuelve inocente al artificio semántico”, en la medida en que “una seudoverdad sustituye subrepticiamente a la simple validez de los sistemas claramente semánticos”. El quid de Montoto estaría en que el efecto-seudoverdad, lejos de sustituir, siquiera subrepticiamente, la validez del sistema semántico, confiesa, por el contrario, emanar de él en forma directa y efusiva. Al traicionar de ese modo el histrionismo de la representación, la pintura de Montoto logra resolver lo irresuelto en siglos de cultura y de interpretación acerca del diálogo entre el arte y el mundo. Me muero de la pena, pero es así. Por eso la sensación de que nunca alcanzamos a interpretarla de un todo; la impresión de que algo, denso e importante, se nos escapa. Algo trascendental, no le temamos al término. La pintura de Montoto es como la amante que no se sacia nunca, que reclama y reclama, y nunca alcanzamos a llenarla, a abastecerla, a cubrirla, a satisfacerla. La pintura de Montoto, también en este sentido, es como una fuga barroca siempre abierta y expuesta, demandante.
Montoto pone fin a la edad de la inocencia, siempre que la parodia, siempre que se mofa de ella: suspende en el cielo la ilusión de verdad artística, para desterrarnos a la evidencia del artificio, al edificio de la construcción. Ya el artificio no actúa su inocencia, sino que la denuncia, revela su falacia. En esto hay crueldad, crueldad cultural, no lo dudo. ¿Acaso no nos iba mejor con la inocencia; no era la inocencia mucho más cómoda y (re)compensaba nuestra neurosis? ¿Por qué tuvo que aparecer Montoto?
Con todo esto, estimado, no puedo menos que suponer que estoy muy equivocado, y que, en efecto, entre la pintura de Montoto y el mundo (el mundo cubano, habanero, de Ganabacoa) hay nexos lineales, más importantes, determinantes. Es muy posible que toda esta catedral cultural se levante sobre una ilusión, y tengas tú la razón. Esta polémica confirma dos cosas: una, que nadie cambia. Al final, cada uno se quedó igual con su Montoto. Y dos: que ello no deja de ser estupendo. Que existan dos y muchos Montotos resulta bueno para la cultura cubana, provechoso para el “mundo” cubano. Hemos operado aquí, estimado, con la visión de túnel que decía Peter Greenaway. A Greenaway le gusta comentar que los artistas actúan desde su visión de túnel (creen en lo que creen, y en nada más), y luego llegan los críticos, los especialistas, a yuxtaponer todas esas visiones parciales, hasta crear un paisaje total, mucho más amplio. Me temo que hemos actuado aquí como “artistas de la crítica”, pábulo otra vez para nuestros detractores. Pero está bien: a fin de cuentas, Arturo Montoto ha sido siempre un artista-crítico; un pensador de la belleza; un intérprete del mundo, escudado en el arte.
Por si acaso, asistamos al juicio final con nuestros propios instrumentos. Yo llevaré el Tratado de Semiótica de Eco, para entretenerme un poco. En cambio tú, aparécete con la libreta de abastecimiento, a ver si te toca por fin, o no, el pan de la canasta básica, Montoto mediante.
Una última cosa, estimado. Lamento que hayas tomado tan seriamente el chiste relativo a la protección de los animales. De cualquier modo, debo recordarte que Roig no era sólo un coleccionista; en sus postales de felicitaciones por cumpleaños, Navidades, éxitos cualesquiera, deslizaba siempre como marca, casi más auténtica que su propia firma: «Ame y proteja a los perros», cosa que hacía realmente. Por cierto, no vayas a suponer que Montoto y yo hablamos todo el tiempo de filosofía de la representación. Hace apenas unos días le consulté la posibilidad de que recogieran a una perrita abandonada en las inmediaciones de mi casa, pero, lamentablemente, el asilo canino acababa de cerrar por capacidad propasada. Ya que tanto te importa el asunto de los perros, yo he sido uno de los que ha firmado esa carta de protección.
¡Pero qué maravillosa es esta ínsula, tierra de la cañandonga y el refinamiento de las grandes siestas! De pronto uno se sorprende hablando lo mismo de ecología que de teoría cultural, de trauma y mitología en Montoto que de postales de Navidad. Dime, estimado, ¿dónde más se da esta vida loca y este pensamiento total?
Espero entonces que esta conciliación final, además de histriónica, no te resulte… ¿histérica? ¿Histérica era la palabra? Ah, no, era…: soberbia.
La Habana, en el verano duro de 2007.