Por David Mateo
La práctica combinada de la escritura inductiva y la curaduría de hipótesis fue una de las vertientes que caracterizó el trabajo de la crítica de artes plásticas en Cuba durante la década del noventa, sobre todo en los momentos definitorios del primer lustro. Ese fue, desde mi punto de vista, uno de los legados de la especialidad al esfuerzo de documentación y comprensión de los procesos creativos desarrollados en esa época; un legado que aún mantiene vigencia en muchas de sus aristas, y que podría marcar algunas diferencias con el de los años ochenta.
Pienso que en los ochenta prevaleció más bien una crítica de amplificación teórica, de inmersión interpretativa, gnóstica. La intensa y polémica actividad del movimiento plástico de ese periodo sedujo a lo más notable del pensamiento intelectual; pero manteniendo siempre su paso anticipado, la autonomía de su protagonismo y ejemplo como manifestación artística. En ese propósito de acompañamiento se involucraron especialistas reconocidos dentro de las artes visuales, pero también otros pensadores provenientes de áreas disímiles como la sociología, la historia, la antropología y la filosofía, lo cual enriqueció muchísimo el acervo especulativo alrededor de la producción simbólica.
Sin embargo, durante los noventa hubo una incursión mayor en el ejercicio concertado entre el análisis dilucidatorio y la curaduría demostrativa. Casi todos los críticos que comenzaron a desarrollar su trabajo en esa década poseen en su currículo importantes iniciativas inducidas por ese tipo de enfoque; las cuales no solo contribuyeron a acopiar testimonios del quehacer artístico, sino también a definir derroteros temáticos, procedimientos técnicos, operativos. No deberíamos olvidar que, en el trasfondo de aquella dualidad de aplicaciones, se concentraba una necesidad imperiosa de recuperar los espacios o conductos para el intercambio y el diálogo, lo mismo dentro de la propia comunidad artística, como con los espacios institucionales, bastante deteriorados ya -por no decir casi perdidos- hacia finales de los años ochenta. La voluntad de respaldo, de integración, que algunos críticos mostramos hacia proyectos académicos como DUPP o Las metáforas del templo, gestados desde el Instituto Superior de Arte (ISA), fueron indicios tempranos de esa voluntad de reanimación intelectual y cultural.
En los años noventa se precipitaron nuevas contingencias económicas y sociales que impactaron de manera rotunda en el establecimiento de expectativas y estrategias artísticas, que algunos creadores legitimados se resistieron a comprender, a dar por ciertas. Una actitud lógica si tenemos en cuenta el estado de incredulidad, de desestimulación, en el que se sumergieron las artes plásticas cubanas como consecuencia de la agudización extrema de los conflictos políticos y culturales desde mediados de los ochenta. Ante esas nuevas eventualidades, un grupo de creadores reconocidos, y algunos críticos de arte, se afanaron en llevar a cabo un sin número de iniciativas y proyectos para compulsar otra clase de interpretación acerca del contexto, y por extensión, poner al uso otros recursos alegóricos y formales con las cuales enfrentar la actividad representativa. Es justo reconocer que los artistas plásticos llevaron la delantera de esas acciones frente al mundillo de la crítica de arte; pero solo fue por un periodo corto (digamos desde el 91 al 94 aproximadamente); porque luego los críticos de arte, curadores y académicos del patio, se involucraron también con bastante rigor en ese proceso, aportando estrategias, asesorías, disertaciones; y mostrándose dispuestos, incluso, a correr el mismo riesgo de incredulidad que experimentaron los artistas de ese periodo con sus novedosas propuestas. Roles significativos desempeñaron en ese tiempo profesoras como Madeleine Izquierdo, Magaly Espinosa y Lupe Álvarez. En particular, la pedagoga y teórica Lupe Álvarez emprendió una verdadera “cruzada” con su controversial hipótesis del “nuevo arte cubano”; y la vi polemizar fuertemente, en más de una oportunidad, con algunos artistas connotados que hacían público su nivel de escepticismo sobre esa noción.
Aunque la lista de los críticos de arte que optaron por el ejercicio paralelo de la escritura de argumentación y la curaduría de hipótesis pudiera ser más amplia, preferiría mencionar ahora a los que considero trascendentes en esa etapa; aquellos que con más propiedad contribuyeron a trazar una pauta de comportamiento y tendencia que se reflejaría a lo largo de toda la década. Me refiero, por ejemplo, a Rufo Caballero, Dannys Montes de Oca y Juan Antonio Molina. Relaciones Peligrosas, fue una importante exposición curada por Rufo en la que nos convidaba a examinar el arte contemporáneo cubano y sus motivos de interrelación a partir del desempeño tropológico. Una muestra de guía, de concertación, fue sin dudas El oficio del arte, organizada por Dannys Montes de Oca, en la que se reconocía el esfuerzo de los creadores por convertir el virtuosismo técnico, las bondades del “oficio”, en un recurso vital para la construcción de la metafórica. La exposición 7 fotógrafos cubanos, auspiciada por la Fundación Ludwig, y en la que participó como coordinador principal Juan Antonio Molina, nos ofrecían las claves para comprender las pretensiones técnicas y conceptuales de un grupo representativo de jóvenes fotógrafos cubanos. Molina se convertiría por aquellos años en el crítico por excelencia de la fotografía cubana. No existían especialistas como él que pudieran asumir el estudio de la manifestación con tanto conocimiento de causa.
Vindicación del grabado, Vestigios: un retrato posible, y Parábolas litúrgicas, fueron tres proyectos curatoriales y tres artículos, de carácter panorámico, con los que traté de dar mi aporte también en ese período. Fueron elaborados desde esa noción de correlatividad entre la reflexión escrita y la muestra de prueba; pretendían establecer una plataforma de referencias y argumentos acerca de las nuevas vertientes que se estaban desarrollando en las técnicas del grabado; subrayar la recuperación inteligente, suspicaz, de géneros tradicionales en el dibujo y la pintura, como el paisaje, la naturaleza muerta, el retrato; y llamar la atención sobre un singular proceso de recontextualización del acervo religioso que se estaba avizorando en un sector importante del entorno visual. Hay quienes consideran que, con estas tres iniciativas de bastante connotación pública -junto a la labor investigativa y periodística ininterrumpida- mi trabajo llegó a ser lo suficientemente funcional como para estar incluido en ese listado de especialistas. Y puede que haya alguna certeza en ello…
Como yo tenía una formación empírica y venía del ámbito del periodismo, no de la carrera de Historia del arte, esa experiencia de contactos directos, de hurgamiento y conversaciones sistemáticas con los artistas, constituyeron la base de casi toda mi actividad indagatoria en las artes plásticas. Quizás por ello mi ejecución crítica pudo haber diferido un poco de la de mis colegas, en cuanto a los modos de encarar la evaluación del contexto, los artistas y las obras de arte. Pero en realidad, creo que mi perspectiva de interacción con el ámbito artístico no se diferenciaba mucho de la de los críticos que me acompañaban, casi todos provenientes de la Facultad de Historia del arte. Con conciencia de causa puedo afirmar que, varios de ellos, como yo, “rumiaban” sus conceptos, el punto de vista de sus artículos, mientras visitaban los talleres, acudían a las exposiciones, revisaban las obras físicas, o dialogaban amenamente con los autores de su interés.
Aunque esos ejercicios complementarios, indivisibles, de escritura y curaduría, fueron disminuyendo en la medida que el movimiento artístico fue adquiriendo mayor presencia y autonomía a lo largo de la década, a casi todos los críticos que surgimos en los años iniciales (93, 94) nos atrapó, nos sedujo, ese método directo, espontáneo, de involucramiento en los procesos creativos y expositivos. No solo porque tales prácticas ponían a nuestro alcance un conjunto de datos, de informaciones, que el estudio convencional a distancia o el repaso bibliográfico no eran capaces de ofrecer; sino porque a través de ellas podíamos acceder a testimonios inusuales, narrativas e indicios ofrecidos en primera persona; recabar suficientes argumentos para ir contrarrestando esa atmósfera de incredulidad, de reserva, con la que teníamos que lidiar mientras emergíamos a la vida pública.
David Mateo
La Habana, 2015/ México, 2023