Por David Mateo
La obra de Luis Enrique Camejo Vento corrobora todo el tiempo la vulnerabilidad de los absolutos; subvierte las rígidas delimitaciones con las que algunos especialistas han tratado de soslayar la compleja evolución del vínculo entre tradición y contemporaneidad, alborozo estético y conciencia intelectual. Su pintura no sólo debería ser valorada como una experiencia innovadora, inducida hacia una manifestación tan antiquísima como el paisaje, sino también como una maniobra perspicaz de recontextualización, desplegada con el propósito de expandir los medios y artificios del arte conceptual.
No ha sido el único artista cubano interesado en afrontar esta disyuntiva de diversificación mediante las manipulaciones simbólicas del entorno citadino. Durante los cambios instrumentales y alegóricos que se produjeron a inicios de la década del noventa –mucho antes de que Camejo fuera conocido y alcanzara un espacio de acreditación– los paisajes urbanos se mostraban ya como alternativas idóneas para la revalorización tropológica desde la pintura y la fotografía. Otro tanto ocurrió con los paisajes rurales, aunque en esta vertiente los procesos de readecuación se fueron permeando muy rápido de fórmulas retóricas, conciliadoras, como resultado de la interacción de sus exponentes con el mercado del arte, más dispuesto a satisfacer los gustos decimonónicos que apostar por nuevos valores. Las divergencias en la aplicación de una y otra tendencia se fueron haciendo tan marcadas, que a estas alturas los paisajes citadinos –por sobre los rurales– disfrutan de un mayor grado de credibilidad en cuanto a la capacidad de readecuación expresiva y metafórica. Aunque debemos reconocer que el recreo de los entornos urbanos –sobre todo a través de la pintura abstracta cubana, ahora en franca revitalización– ha otorgado demasiada prioridad a la simulación de ámbitos derruidos, marginales y hasta escatológicos, como modo recurrente, viciado, de privilegiar la relación entre individuo y circunstancia.
Lo peculiar, sin embargo, en la obra de Luis Enrique Camejo es que, sin descreer de códigos y matices supeditados a determinadas culturas y contextos sociales, ha logrado elevar la dimensión alegórica de sus paisajes hacia a un nivel más ecuménico; ecumenidad sustentada, esencialmente, en la perspectiva de un artista que evade la reproducción dogmática de lo autóctono; con una sensibilidad muy dispuesta a hurgar, más que en las diferencias regionales, en las posibles analogías anímicas, espirituales, que pueden coexistir en los entornos “globalizados” del presente. Ante tal propósito ha logrado ir sorteando los condicionamientos geográficos y políticos, y hacer de la experiencia perceptiva, representacional, un ejercicio liberador y a la vez integrativo.
Si hacemos un recuento de los objetivos que han animado históricamente la práctica del paisaje en Cuba, comprobaremos que la pintura de Camejo se inserta dentro de ese proceso evolutivo, e incluso lo renueva. Por ejemplo, el primer objetivo de carácter fundacional dentro del paisaje artístico cubano fue aquel mediante el cual intentábamos develar –con ojos propios o ajenos– la configuración urbana o rural de la Isla, sin preocuparnos por el influjo canónico de Occidente; el segundo reveló el intento por superar el mimetismo técnico y estético, mientras ofrecíamos una impresión más genuina y moderna de nuestra composición geográfica y social. El tercero nos descubre ahora adicionando, al carácter representacional de lo vernáculo o autóctono, los valores foráneos asociados a la representación metafórica.
Los paisajes conceptuales de Camejo se insertan en esa última variante tropológica que comenzó a perfilarse hacia finales de la década del ochenta; pero sus piezas no hacen énfasis en lo identitario de un contexto específico; no buscan amparar sus significaciones en la desigualdad o en la exclusión, sino en las semejanzas, en las equivalencias procesadas a partir de la subjetividad; una subjetividad no sólo deudora de la cubanía, de la insularidad, sino también del mundo, de la condición genérica del hombre civilizado. Creo, incluso, que para comprender las intenciones conceptuales y estéticas de sus paisajes tendríamos que tener en cuenta que Camejo proviene de una generación inmersa en nuevas experiencias de interacción artística y humana a escala internacional; que pertenece a una promoción de artistas para quienes el acceso a la diversidad cultural ya no es una quimera.
En honor a la verdad, el camino hacia lo diferente, lo foráneo, ya estaba trazado cuando él y sus coterráneos emergieron a la escena pública. Ellos no tuvieron que experimentar las desgarraduras o las exclusiones de otras promociones de artistas. Asumieron el viaje como una opción natural, necesaria, sin dejarse influir por la duda; sin pensar siquiera en la opción del “no retorno”; e inauguraron una sucesión de idas y vueltas sin precedentes en el proyecto socio-cultural cubano. Las ciudades de América, Europa o Asia, no han sido para estos creadores –como lo fueron para muchos en la década del setenta y parte de los ochenta– decorados ilusorios, vagas impresiones de relato, dádivas de intercambio otorgadas por alguna que otra institución o ministerio, sino escenarios sociales al alcance de la mano, comunidades, afectos, con las cuales interactuar y comparar. Muchas veces me he preguntado: ¿Cuál habría sido el destino de aquellos artistas que emigraron hacia finales de los años ochenta si hubiesen tenido la libertad de desplazamiento de que hoy disfruta, al menos un buen grupo de artistas radicados en Cuba? ¿Serían acaso tan radicales las diferencias y prejuicios generados entre algunos artistas y especialistas de “afuera” y de “adentro”?
Desde hace años asistimos a una circunstancia de autodeterminación que ha estado influyendo en las aperturas de enfoque y apreciación artística, como en el caso de la obra Enrique Camejo. No se trata de seguir autocontemplándonos desde el desasosiego o la resignación; de continuar escudriñando las regiones foráneas desde una lógica vanidosa o sectaria; sino de examinar el mundo moderno partiendo de una relación dialógica con él; de intentar construir un sistema de analogías visuales dentro de las cuales los únicos artificios mediadores sean los sentimientos y el espíritu.
Estados o sensaciones como la serenidad, la displicencia, la zozobra, la soledad, o la nostalgia, perecen constituir motivos de homologación entre los ambientes recreados por Camejo. No importa si estamos parados frente a un litoral, una valla publicitaria, una sucesión de vitrinas, una parada de ómnibus, una concurrida avenida de La Habana, Panamá o España. Los elementos atípicos del trazado arquitectónico y urbanístico, los aspectos relacionados con la sucesión del tiempo, van diluyéndose en las insinuaciones visuales que generan las situaciones anímicas por las cuales atraviesa el sujeto artístico.
Algunos podrán pensar que es la suficiencia técnica lo que impulsa la lógica compositiva de sus cuadros, que el artista intenta exaltar los ardides imitativos de su dibujo, sorprendernos con sus singulares combinaciones de formas y tonalidades. Una suposición idónea para quienes sobredimensionan hoy la funcionalidad del oficio, sus artilugios. Y puede que en parte no se equivoquen, pues los paisajes de Camejo tienen una metódica inigualable para sintetizar la línea y el color, para concebir las degradaciones de luces, los planos y las perspectivas. Su pincelada es espontánea, natural, segura; sobresale ante el detallismo excesivo, el eclecticismo, el regodeo pictórico de otros paisajistas cubanos; se expone como una evidencia irrecusable de los ardides que pudiéramos implementar para no seguir imitando, sino más bien para continuar haciendo -como se dice- “más con menos”. Es un avezado en el uso de las tonalidades grises y negras, cualidad que no habíamos visto desplegar con tanto desembarazo desde aquellos majestuosos cuadros de Gustavo Acosta, realizados en los años ochenta.
Todo resulta técnicamente pertinente en los paisajes de Camejo para crear escenas que transcurren ilusoriamente durante la mañana, el atardecer o la noche; espacios en los que la inclemencia de la atmósfera enturbia la visibilidad del panorama; o en los que la lluvia difumina los contornos, la figura de los transeúntes y los vehículos, como si observáramos la realidad a través de un cristal empañado. Sin embargo, al comprobar que los estados y sensaciones del ambiente se reiteran una y otra vez de forma obsesiva, como si miráramos a través de un prisma homogéneo; nos percatamos entonces de que tales presunciones técnicas pasan a un segundo plano, y que lo privilegiado es un ejercicio de asociación personal, una maniobra sutil –a veces lúdicra– de escudriñamiento, que sugiere perspectivas en dirección inversa a la habitual; o sea, se explora, se indaga, de adentro hacia fuera, de la coyuntura intimista del creador a la realidad circundante.
No es de la belleza, de la seducción o del asombro, de lo que comentan los paisajes de mediano y gran formato elaborados por Camejo. Ellos reflejan una moderación, una racionalidad compositiva, típica de un viajante, de un cronista que no parece conmoverse fácilmente ante lo distinto e inusitado. Los paisajes de Camejo hablan de sí mismo, del artífice, de sus indagaciones y conceptos acerca de las ciudades que visita, siente o respira; de cómo ha sido capaz de descubrir sentimientos y atmósferas absolutamente compatibles en diferentes conglomerados humanos; de cómo muchos de esos sentimientos pueden llegar a perpetuarse a pesar del cambio de contextos, de escenografías, y a condicionar por largo tiempo nuestra manera de contemplar e interactuar con la realidad.
Se me ocurre pensar, incluso, que los paisajes de Camejo se insertan en ese ciclo de redefinición de los “mapas” identitarios, de las “cartografías” vivenciales inducidas desde hace un par de décadas por la plástica cubana. Entre los creadores paradigmáticos de esta tendencia podríamos mencionar, por ejemplo, a Antonio Eligio (Tonel) e Ibrahim Miranda. Tonel cuestiona con enorme sarcasmo nuestros ordenamientos idílicos del universo civilizado; impugna nuestras pretensiones modélicas (pensemos, por ejemplo, en la pieza “Mundo soñado” que se exhibe en la colección permanente del Museo Nacional de Bellas Artes). Ibrahim ejecuta con sarcasmo, ironía, una especie de “mapeo” de esas nociones iconográficas impuestas por la épica y la narrativa histórica, y asumidas socialmente de manera mimética (cualquiera de sus obras incluidas en la serie “Islas Urbanas” podría constituir un arquetipo de esta afirmación). Camejo deconstruye, redibuja los espacios habitables; desmonta las percepciones y dinámicas emotivas de entornos oriundos o foráneos. Junto a Tonel e Ibrahim Miranda, conformaría algo así como una tríada que explora el paisaje desde la transición de lo genérico a lo individual, de lo normativo a lo inusitado.
La Habana, 29 de julio de 2009
(Retrato del artista en home page: Juan Carlos Romero)