Nexos y contrapunteos en la pintura de Yosvanys Arango
Por David Mateo
La obra del artista cubano Yosvanys Arango se configura como un espacio de convergencia -a todas luces novedoso, restaurado- entre lo simbólico y lo tangible, lo mítico y lo real. En las variables de articulación que ha sido capaz de implementar con cada uno de estos conceptos, es donde se apoya a mi juicio la singularidad de su narrativa, las interesantes especulaciones visuales que sugiere, y las razones de un alentador y progresivo posicionamiento dentro de la joven pintura cubana.
Las piezas de este joven creador no solo se distinguen por su impecable ejecución técnica y economía de recursos, sino también por la manera en la que combina, y muchas veces fusiona, el dibujo hiperrealista de la figura humana con formas provenientes del universo animal en estado de descomposición física, logrando estructuras que no solo impactan por su fuerza expresiva, la gravedad de su alegoría, sino también por la contundencia de su valor estético; una estética que conjuga con mucha perspicacia lo espléndido con lo grotesco, lo sublime con lo escatológico.
El retrato es uno de los recursos que sobresale entre las variantes compositivas que utiliza; lo emplea como un respaldo gráfico motivacional en la conformación de sus cuadros. Pero a través de él no solo logra reflejar las características anatómicas de diversos personajes (hombres, mujeres, niños, ancianos), sino también la dimensión social y psicológica que podrían condicionarlos. La mayoría de esas figuras humanas son extraídas de su contexto social inmediato, y luego recreadas en el lienzo con impresionantes detalles de dibujo o matices de autenticidad. Fuera de toda perspectiva racional, el artista las pone en interacción con estructuras óseas o cráneos de animales, como si estuviera desarrollando una suerte de insinuación escultórica. Esos nexos visuales no solo adquieren verosimilitud a través del ensamblaje general de la obra, mediante la proporción y el ángulo que se le otorga a cada fragmento de la imagen dentro de los planos del dibujo, sino también por efectos de coincidencia o analogía de impresiones entre las propias imágenes utilizadas. Me refiero, por ejemplo, a la intervinculación ingeniosa que uno podría descubrir entre las sinuosidades, los rasgos dibujísticos del esqueleto animal, y las fisionomías de los rostros, la expresividad de ciertos gestos o esbozos faciales.
Estos elementos básicos (esqueleto animal y figura humana) se integran morfológicamente de manera orgánica. El trazo meticuloso, las decisiones constructivas del dibujo revelan un proceso de estudio deliberado, consciente, en el que cada detalle contribuye a la coherencia del conjunto. El esqueleto animal se convierte casi en una extensión de la propia figura humana, una especie de contrapunto que enriquece la alegoría global sin restar protagonismo a los elementos. La armonía se hace particularmente evidente en el cuidado que pone el artista sobre los detalles físicos transicionales entre ambos elementos. Los límites entre la figura humana y el esqueleto animal son a menudo tan tenues que parecen inevitables, como si siempre hubieran existido desde esa perspectiva de supeditación. La fluidez visual entre lo humano y lo animal no solo habla de su destreza como dibujante, sino también de su sensibilidad para las asociaciones narrativas. Estos aspectos nos podrían llevar a la creencia, incluso, de que el artista pudiera adentrarse, en un futuro no muy lejano, en el proceso de readecuación volumétrica de algunas de las imágenes de este conjunto.
A diferencia de otros creadores que han intentado abordar relaciones iconográficas similares, Arango ha evitado caer en errores comunes. He visto a varios artistas cubanos que, en su afán por improvisar iconografías de corte surrealista, terminan estableciendo asociaciones visuales extremadamente inoperantes, conjugaciones que carecen por completo de concordancia o sentido común. Las figuras y objetos aparecen yuxtapuestos de manera forzada, algo caótica, sin que exista un diálogo simbólico consistente entre ellos. En contraste, la producción artística de Yosvanys se distingue por la implementación de un lenguaje visual creíble. Sus enfoques de diseño y articulación evitan por todos los medios los excesos de anacronía, las disparidades, optando por una integración que se justifica tanto desde lo formal como desde lo conceptual. En esa noción de lo convincente y resonante influye de manera decisiva además la elección de los títulos, fuertemente condicionados por el uso de frases o palabras sintéticas, de inducción inmediata, y no tanto por construcciones verbales.
En diversas obras se incluyen imágenes de hombres y mujeres de raza negra, y en ellas parece evidenciarse un interés por la indagación en temáticas culturales dentro de su ámbito de origen. Estas figuras no son meros sujetos en disyuntiva jerárquica desde el punto de vista social y de clase, sino también portadores de linajes e historias ancestrales, de sofisticadas creencias y costumbres que se presumen dentro de un estatus civilizatorio actual. Sin embargo, no podríamos afirmar que esas referencias raciales desean ser abordadas por el artista de manera tangencial; más bien se perciben como una capa subyacente que adiciona contenidos, niveles de interpretación metafórica. Con este tratamiento intercalado Yosvanys evita caer en enfoques y lugares comunes; contribuye a que la obra mantenga su carácter introspectivo y que el espectador alcance una lectura matizada y sensible de ella.
La gama de animales empleados en la obra resulta bastante heterogénea; reconocemos, por ejemplo, representaciones minuciosas de serpientes, gatos, cangrejos, cabras, búfalos, cocodrilos, aves… Aunque todos parecen haber sido despojados de su vitalidad original, continúan dando una impresión de existencia, de animación; y desde esa perspectiva específica logran contribuir, junto a la actitud histriónica, desafiante de la figura humana, a la implementación de un discurso en el que se exalta la relación complementaria entre la vida y la muerte, la materia y lo sobrenatural.
Yosvanys no realiza de manera anárquica, azarosa, la selección de los animales; recurre con frecuencia a los referentes literarios y científicos asociados a la connotación simbólica de ellos, a su significación espiritual, y a la utilidad que han aportado como resguardos o amuletos en las diferentes civilizaciones de América, Asia y Europa. De vez en cuando se sumerge también en la bibliografía asociada al universo de los bestiarios y al peso de su repercusión dentro del relato fantástico. Estas referencias contribuyen a la riqueza simbólica de sus montajes, aportan al crecimiento referencial del espectador, y potencian las interconexiones entre los acervos locales y globales. El resultado es un compendio de visualidades que, lejos de limitarse a desarrollar representaciones exactas, literales, genera un espacio abierto para la contemplación, la introspección y el cuestionamiento.
Considero oportuno señalar que los cuadros de Arango no buscan aclarar o disolver la tensión, la incertidumbre entre realidad y fantasía, sino mantenerse como una propuesta que estimula al espectador a explorar los límites entre lo objetivo y lo subjetivo. Cada encuadre, en su complejidad, presenta un escenario visual en el que lo imaginado y lo vivido se funden en una misma experiencia.
El uso de planos horizontales o verticales en blanco y negro se convierte también en un artificio fundamental para enfatizar las confrontaciones simbólicas que subyacen en el trabajo de Arango. Las sombras y las iluminaciones refuerzan el dramatismo de las escenas, subrayan las dualidades interpretativas por las que atraviesa su discurso, y encierra la atmósfera en un estado fluctuante entre quietud y vitalidad, fugacidad y permanencia. Esta condensación cromática, que por momentos parece emular con la secuencia cinematográfica (ahora mismo estoy pensando en algún plano surrealista del conocido Luis Buñuel), dirige la atención hacia lo esencial, eliminando distracciones, y permitiendo que cada elemento ocupe un lugar protagónico y cumpla una función precisa dentro de la narratividad. Al eliminar el color, el autor lleva al espectador a un estado de contemplación más conmovedor y agudo, donde el detalle, su carga referencial, adquieren un peso significativo.
Las piezas de Yosvanys no se limitan a capturar un momento específico del tiempo. Justamente los elementos óseos se convierten en testigos silenciosos de un ciclo perpetuo, interminable, mientras que las figuras humanas, vivas, dinámicas, ilustran el presente en constante movimiento. Esta dualidad, lejos de ser contradictoria, se percibe como una integración natural que refleja las complejidades de la existencia. Así, cada obra se convierte en un espacio donde el orden cronológico parece diluirse, dejando al espectador sumergido, casi instalado, en un estado de reflexión intemporal.
Frente a las imágenes de Arango el espectador observa, siente, interpreta, intuye las paradojas que definen nuestra relación con la vida, las contingencias y la memoria. Cada construcción simbólica es un vehículo para traer a colación interrogantes esenciales sobre la existencia; cada trazo parece diseñado para llevarnos hacia una meditación visceral sobre las satisfacciones y los percances que sostienen nuestra relación con el mundo, en un ciclo interminable de deducción y autodescubrimiento.
México-La Habana, 3 de diciembre de 2024