El diseño es una profesión de servicio.
¿De qué manera influyeron en tu formación los estudios en el Instituto Superior de Diseño (ISDi)? ¿Qué paradigmas emergieron para ti en esa etapa y cuáles todavía siguen tributando a tu obra?
El ISDi influyó de manera rotunda en mi formación profesional y también en mi formación como persona. Un año antes de entrar allí, yo ni sabía que existía una carrera con ese nombre o con esas características. La carrera de Diseño no era muy conocida en esa época, ni siquiera para los que teníamos claro que queríamos ir a la universidad, para lo cual teníamos apoyo y supuestamente información. No pasa como ahora, que se ha convertido en una carrera de moda. Mi lista de preferencia e intenciones era muy amplia y variada. Manejaba conceptos tan distantes como Arquitectura, Psicología, Microbiología y Matemática. Debo admitir que por ninguno de ellos me inclinaba con demasiada intensidad. Cuando conocí que existía esa especialidad, ese instituto, finalmente comencé a sentir que tenía una vocación clara para algo.
Desde los exámenes de aptitud y luego durante los primeros semestres en el ISDi, esa vocación se convirtió en una pertenencia clarísima. La carrera, al menos en sus inicios, no me resultó fácil. Sin embargo, tenía muy claro que era afortunada por haberla conocido y por haber aprobado los exámenes para entrar allí. Me encantó desde el primer hasta el último día en el instituto.
En el ISDi aprendí muchos de los conceptos que considero esenciales en el diseño como disciplina. Otros que manejo hoy no los adquirí durante aquellos años, pero tampoco creo que en cinco años se aprenda todo sobre una profesión, ni siquiera todo lo teórico. Más bien creo que uno no deja nunca de aprender: por suerte, porque de lo contrario sería muy aburrido.
Si tuviese que definir paradigmas emergidos, me decanto por el diseño europeo en general. Fue en esa época cuando aprendí a conocerlo. A ser capaz de reconocerlo y a preferirlo. Y es una preferencia que ha permanecido en mí.
Mi generación proviene de una formación muy cerrada, porque antes de los años del Período Especial, tras los cuales comenzó cierta apertura, los referentes visuales que teníamos eran muy pocos variados. Todo era nacional o del Campo Socialista. Ninguna de esas dos fuentes se caracterizaba particularmente por tener buen diseño, por lo menos, en lo que más se conocía. Por supuesto, cuando después uno crece, estudia y se especializa, comprueba que sí hay muy buen diseño cubano.
Yo no recuerdo que durante mi infancia la ciudad se llenara con los carteles del cine cubano. Quizás alguien que haya crecido en El Vedado y caminaba a menudo por sus calles principales pueda decir: “Durante mi infancia yo miraba los carteles del ICAIC”. No es mi caso. Claro, cuando entras en el ISDi con esa poca cultura visual y te empiezas a encontrar allí con lo que te ofrecen los profesores, te parece todo espectacular. Pero poco a poco yo empecé a descubrir mi preferencia por el diseño europeo, hecho del que quizás no haya sido del todo consciente durante mis años en la escuela.
Definitivamente tengo una preferencia por las cosas europeas, comparadas con las norteamericanas, asiáticas, suramericanas, africanas, del medio oriente. Muchas me gustan, las aprecio y valoro, pero lo que se conoce como diseño europeo, de Escandinavia, etc., me fascina. Como en la época de mi formación eso era lo entendido como correcto, de algún modo, ha influido en lo que me exijo a mí misma al diseñar. A mí me gustan las cosas sobrias, que sean –por encima de todo– funcionales. No soy amiga de los adornos, la decoración fortuita, aunque “por gusto” no es nada. Algo puede tener la función de decorar. A veces me pasa que veo un trabajo muy ornamentado en el diseño de otras personas y me gusta. Y me propongo aplicar algo parecido, menos sobrio, y con más “sandunga”. A veces lo he logrado, pero me lo tengo que proponer. Lo que a mí me sale naturalmente es casi suizo, lo cual es una autosuficiencia de mi parte, porque para mí el diseño suizo es la quimera. En principio, naturalmente me sale tan sin sandunga como un diseño suizo y, después, tengo que agregarle cosas.
¿Cuáles son los conceptos y las reglas principales a nivel formal que tienes en cuenta cuando diseñas?
En esencia, lo que diseño debe ser visualmente agradable y atractivo para el público al que va dirigido. Y comunicar de manera clara y certera lo que debe. Particularmente la tipografía me interesa mucho, porque las leyes que considero principales tienen que ver con los textos. Desde el ISDi me interesó mucho; de hecho, cuando me gradué me quedé como profesora de Tipografía –y de Diseño Gráfico–, y me mantengo trabajando en el Diseño Editorial.
A mí el trabajo con letras o textos me gusta. Para mí es algo que merece todo el respeto por parte del diseñador que está elaborando el producto que sea: logotipo, libro, cartel, etc. El texto tiene en ese producto una misión que es muy específica: comunicar cosas completamente objetivas. Puedes poner cualquier color, fotografía, música en el caso del diseño audiovisual. Y eso siempre va a tener cargas simbólicas y va a comunicar desde la subjetividad. El contenido del texto no tiene esa subjetividad. Dice objetivamente lo que se expresa o sugiere –participa de otras construcciones–, eso se tiene que leer y el diseñador lo tiene que respetar. Esa es mi primera regla de oro. Todo lo demás tiene que estar subordinado a ello y dentro de eso entra la selección de la fuente, el tamaño, la cantidad de información en la página o formato, el color, texturas… Pero todas las decisiones que se toman de diseño deben permitir que el mensaje se perciba, se lea.
Hay otras cuestiones que se relacionan con no dilapidar, no desperdiciar, no contaminar. Pienso que un buen diseñador tiene que tener bien claro de qué manera se va a producir lo que está diseñando y debe ser consciente de cuánto material se desperdicia. De cuán contaminante es el proceso que se usa, aunque el diseñador tenga una influencia en esas decisiones, que no es extrema o determinante.
Hay muchas cosas que uno puede optimizar cuando aprende cómo son los procesos de producción y para mí eso también es importante. Me gusta averiguar dónde y cómo se va a imprimir, los materiales que se van a utilizar. Cuando logro reutilizar un material que fue un desecho o sobrante de otro trabajo me siento muy feliz. Mi trabajo no termina en la PC, sino cuando se acaba de producir. No son muchas las veces que he logrado estar ahí en la imprenta, sobre todo porque la mayoría –todos– de los libros de lujo que diseño se imprimen fuera de Cuba, porque no existen las condiciones para hacerlo aquí. Cuando he podido estar in situ ha sido encantador. Aprendo mucho en el proceso a pie de máquina y se me empiezan a ocurrir ideas nuevas.
A partir de la experiencia como freelance, ¿sobre qué parámetros fijas el valor de tu arte/oficio/pericia?
Normalmente me siento más cómoda y más segura si encuentro referencias. Y por eso hago todo lo posible por encontrarlas. Pueden estar en trabajos similares que he hecho, en encargos semejantes que han recibido otros diseñadores por parte de esa persona que me contrata. O en experiencias que colegas puedan compartir conmigo. Luego de esto, el abanico es amplio y complejo. Hay personas que entienden el valor del diseño, pero cuentan con un presupuesto limitado. Hay personas que encargan trabajos que no me gusta hacer o que debo hacer en condiciones que no son las que prefiero, pero que tengo motivos para asumir. Hay entidades estatales que funcionan con tarifas que no son fáciles de violentar. Hay amigos a los que no les cobraría y, por lo tanto, no les cobro. Hay proyectos que me da tanto gusto hacer o que me interesan tanto, que la remuneración pasa a otro plano: menos importante… Tal vez debería añadir que el momento de fijar o negociar el valor de mi arte/oficio/pericia suele no resultarme cómodo.
Adentrándonos un poco en las particularidades de tu trabajo directo con los artistas, ¿cómo ha sido esta experiencia?
El trabajo con el artista es también una cosa muy particular. Desde el ISDi nos preparamos para lidiar con los clientes. El diseño es una profesión de servicio. Yo lo tengo muy claro: yo brindo un servicio. Yo hago un trabajo que tiene un componente artístico muy importante, porque es una creación y porque influyen mucho la inspiración, los referentes, las experiencias, las concepciones de diversa índole. Por lo tanto, definitivamente lo considero una labor artística. Aunque no pierdo nunca de vista que es un servicio. Es algo que hago por encargo y tiene que funcionar para esa persona que lo está encargando.
Ese cliente, cuando es otro artista, tiene sus particularidades. Puede ser un músico también, porque yo he diseñado discos –por ejemplo– o puede ser escritor, porque he diseñado libros, cubiertas de libros. Incluso, he ilustrado alguna vez. Pero los encargos que más he recibido vienen de los artistas visuales. Eso comporta una serie de elementos que son “ventajas de arranque”. Esa persona por lo general, en el 99 % de los casos, respeta lo que haces, no se cuestiona por qué lo hiciste. Lo valora, porque es una persona cuyo día a día también es generar productos visuales. Los códigos que manejamos son muy parecidos. De lo que yo pretendo “tirar” –las herramientas visuales que uso– es visible para ese artista; cuando no lo es, resulta que no estoy logrando lo que quiero. No está funcionando ese diseño. Esa comunicación facilita mucho las cosas. Además, respetan, dejan trabajar. En general, son muy respetuosos si van a “batear” o cuestionar algo. Esas son ventajas.
Las desventajas son las mismas de trabajar con cualquier artista, por el ego, por costumbre a las impuntualidades, a ciertas irresponsabilidades –quedan en traer alguna cosa y luego no la traen–, a cambiar de ideas y conceptos… A veces el trabajo se complica por esas cuestiones. Bueno, yo pienso que el diseñador que se dedique a esto, como es mi caso, tiene que tener la capacidad de fluir con el artista. Eso también es muy bonito y enriquecedor.
Ese trabajo lo compulsa mucho la mediación del editor en todo el equipo. Esto es muy importante, porque el trabajo en equipo es precioso, puede ser muy fructífero, pero tiene que tener una cabeza. Es muy poco probable que un equipo sin cabeza funcione de manera óptima. Esa cabeza generalmente es un editor, un crítico de arte, un especialista, no propiamente un artista, aunque también es un creativo. Por lo tanto, tiene la capacidad de centrarnos a todos un poco, organizarnos y decir la última palabra. Por lo general, tengo la suerte de entenderme con los editores. Cuando hay un editor generalmente lo celebro. Estoy acostumbrada a que su presencia genere mejores resultados.
Lo editorial tiene dos vertientes, periodicidad o unicidad del “producto”, ¿cuál de las dos prefieres?
Mis pininos en diseño editorial fueron en publicaciones periódicas. Dos concretamente: Opus Habana y Artecubano. Mi relación de amor eterno con el diseño editorial comenzó con esas revistas. Con cada una estuve involucrada en un período relativamente corto. En ambos casos me quedé con ganas de seguir. Ese trabajo me enamoró. La periodicidad permite pulir, evolucionar, asentar, probar y descartar. Y, definitivamente, mejorar. Y va creando una relación afectiva y como de pertenencia. Es hermoso.
Luego, de algún modo misterioso y sin lógica, he transitado por unas cuantas publicaciones periódicas que han desaparecido más pronto de lo que han llegado a mí. Para cinco o seis revistas he diseñado un solo número o dos. Y durante años el sueño de mi vida profesional siguió siendo diseñar una publicación periódica durante mucho tiempo. Pero no pasó. Me fui especializando en diseñar libros de arte, algunos complejos, y fui descubriendo que también de eso me podía enamorar.
A estas alturas ya no me apasiona tanto la idea de diseñar una revista. Es algo que ha ido quedando atrás. En cambio, cuando me hablan de un proyecto de libro que me resulta interesante, me brillan los ojos, y creo que brillo por dentro también. Lo que no he hecho nunca es diseñar un diario. Creo que no podría hacerlo, porque no soporto trabajar con apurillo.
¿Qué sintonías y diferencias percibes entre tu obra gráfica y la que se produce en otros contextos?
Creo que no soy muy capaz de responder esta pregunta. No analizo mucho mi obra. No me siento cómoda haciéndolo, ni comparándola, la verdad. Como cualquier diseñador intento generar soluciones novedosas, originales, diferentes, recordables y que, a la vez, encajen de manera coherente en el universo visual de las personas que las verán, que logren integrarse a ese. Y también, como cualquier diseñador, tengo un montón de referencias visuales que vienen de muchos sitios distintos, que busco o que llegan sin que las busque. Y que influyen en lo que hago y se reflejan en ello, con mi consentimiento o sin él.
Quizás un rasgo característico pudiera ser precisamente mi preferencia por la sobriedad.
Hay una tendencia, sobre todo en los carteles, a poner texturas de objetos y cosas envejecidas, oxidadas, corroídas. Los mejores cartelistas contemporáneos la usan con frecuencia y les queda muy bien y los carteles están muy bien resueltos. Yo a veces he intentado emplearla en mis carteles. A veces me ha gustado y la he dejado, pero la mayoría de las veces que pruebo utilizarla, la retiro.
Esto es una anécdota interesante que ilustra esto. Una vez hice un cartel con un colega que se llama Carlos Zamora, que vive en Sant Louis (Misssouri), somos amigos entrañables. Fuimos compañeros de escuela y de tesis y nos graduamos juntos. O sea, estábamos acostumbrados a trabajar juntos. El proyecto para el que hicimos el cartel fue curado por Pepe [Menéndez], durante una de las ediciones de la Bienal de La Habana, en colaboración con el Taller de Serigrafía René Portocarrero. Se llamaba “Y”. Eran diez carteles hechos por diez parejas de diseñadores, que todos tenían alguna dificultad para trabajar juntos. En algunos casos eran amigos que nunca habían trabajado juntos, como Zamora y yo, que lo habíamos hecho en algún momento, pero hacía alrededor de diez años –desde la escuela– que no hacíamos nada en colaboración. Cada uno había evolucionado individualmente, incluso, en diferentes países, medios –él estaba en el mundo corporativo y yo en el cultural– y, además, esa vez teníamos que hacerlo vía correo electrónico. Otra pareja, por ejemplo, era un matrimonio de diseñadores españoles que nunca había trabajado junto. Existían diferentes variantes de equipos. El lema de la Bienal de ese año era: “Integración y resistencia en la era global”. Zamora y yo hicimos un cartel que avanzó sobre ruedas desde el principio. Llegó un punto en el que él quiso poner texturitas como las que ya te comenté. Ahí fue donde empezamos a discutir. Al fin se las dejamos, él me convenció y el cartel quedó muy bien. Ese fue el único punto en el que nosotros discutimos: ese y cuando llegamos a los colores. Pero ahí no cedí. Yo me resisto a poner ornamentos. Probablemente, esa es una característica que hace que mis diseños sean distintos.