José Antonio Choy y Julia León
En primer lugar, querido Vittorio, queremos agradecerte en nombre de Artcrónica el haber accedido a brindarnos esta entrevista.[1] Deseamos centrarla en tu labor como creador y como parte de los autores de las Escuelas de Arte de Cubanacán.
Estimados Julia y José Antonio, gracias por el grato recuerdo que me ofrecen.
Evoco muy bien cuando nos conocimos: yo, un joven arquitecto y profesor y tú, Choy, un joven estudiante. Más tarde nos reencontramos, ambos en plena efervescencia creativa, y rápidamente nació una amistad indisoluble entre nosotros. Compartimos inquietudes e intereses, el amor por la arquitectura y esa magnífica aventura que fue la Escuela Nacional de Arte (ENA).
Intentaré dar respuestas a vuestras preguntas. Mucho se ha escrito (y filmado) sobre las Escuelas, sobre la ocasión que las vio surgir, sobre la suerte alternante que el proyecto –y sus arquitectos– han atravesado en más de medio siglo. Pero siempre es un placer hablar de ellas.
Ahora que soy “viejito”, me permito respuestas concisas, libres de adornos y barroquismos. Como en una sociedad ágrafa, parece que las palabras de los ancianos son todavía un motivo de reflexión, y por ello se los agradezco. No olviden un famoso aforismo de Litchtemberg: “todos ven su propio arcoiris”.
Gracias a ti por esos recuerdos y darnos la posibilidad de asomarnos a tu pensamiento que siempre es un motivo de reflexión.
Se ha hablado y escrito mucho de cómo les llegó el encargo del proyecto de las Escuelas de Arte a ustedes tres: Ricardo Porro, Roberto Gottardi y Vittorio Garatti. Quisiéramos saber, ¿cuál es tu versión sobre este encargo y la confluencia de ustedes en semejante obra?
La actitud del historiador, y quizás también la del crítico, es concatenar estas ocasiones para proponer una narrativa lineal y convincente. Lo entiendo, pero no me acostumbro.
Las Escuelas no son el resultado de relaciones directas. Había ido a Caracas con mi familia y trabajaba allí para una empresa de muebles cuyo director artístico era el escultor holandés Cornelius Zitman (1926-2016). Él me presentó a Ricardo Porro (1925-2014), arquitecto e intelectual cubano, exiliado en Venezuela (no olviden el alma artística de Porro, refinado pintor y escultor, además de apasionado coleccionista), a quien le mostré lo único que había llevado desde Milán: o sea, mi tesis de grado y, con la misma, quedó muy entusiasmado.
Ricardo trabajaba con Carlos Raúl Villanueva (1900-1975), a quien me presentó, y gracias a él tuve la oportunidad inesperada de entrar a trabajar al Banco Obrero. Además, me acerqué a la docencia en ese maravilloso lugar que es la Universidad Central de Caracas, obra de Villanueva, por supuesto.
Casualidad: en ese ambiente tuve la oportunidad de conocer a otros italianos como yo, Roberto Gottardi (1927-2017), quien sería otro de los arquitectos de las Escuelas, Paolo Gasparini (1934) y su esposa Franca Donda (1933-2017). Los Gasparini recién se habían transferido a Caracas; eran excelentes fotógrafos, con un magistral trabajo tanto de la obra de Villanueva como posteriormente de las Escuelas.
Éramos jóvenes inquietos en Caracas, y como todos los jóvenes de ese tiempo, seguíamos los sucesos de Cuba dirigidos por Fidel Castro. Luego vino el llamado para ayudar a la Isla liberada. Porro escuchó y respondió a su país, a su pueblo: regresó a Cuba.
Un día, caminando por la Quinta Avenida de Miramar en La Habana, Ricardo encontró a la Arq. Selma Díaz (1936-2020). Ella, dada la amistad y confianza profesional que le profesaba, no dudó en proponerle justo el encargo que Fidel le había solicitado: hacer realidad el proyecto, de la idea que tenía Fidel, de crear una Escuela Tricontinental de las Artes.[2]
El proyecto de una Escuela así era ambicioso. En el sentido de que era grande, complejo y realmente demasiado para un solo hombre y, además, joven.
Pero el destino ya había tejido su trama en Caracas donde yo me había quedado con la idea de ir a Cuba también. Y así fue. De todos modos habría ido a Cuba, de todos modos. Yo era arquitecto y solo podía aportar lo que sabía hacer: proyectar y enseñar. Y así sucesivamente…
Como pueden ver, hay muchas coincidencias o casualidades. Luego, si se quiere componerlas, se abrirían historias plausibles; lo importante sigue siendo la obra que se generó –las Escuelas de Arte–, gracias a la confluencia de esas casualidades.
Sabemos que Ricardo Porro funcionó como coordinador entre ustedes tres, ¿en qué consistió su labor?
Ricardo Porro fue un refinado intelectual y un amigo. Ricardo tenía las relaciones institucionales, no solo por un conocimiento directo de las personas sino también por sus dotes de oratoria: sabía argumentar muy bien nuestras elecciones, sabía enriquecer nuestras propuestas con referencias preciosas. Luego, inspiraba respeto e, incluso, tal vez un poco de miedo: quizás por su físico, pues era un joven muy alto.
Ricardo amaba Cuba y nos guió en un conocimiento inédito sobre la Isla: de Trinidad a la obra de Lezama Lima, de Carpentier a Lam, de Viñales a las catedrales cubanas.
Y quizás porque tenía unos años más de experiencia que nosotros, desde el punto de vista laboral y ciertamente por su historia como exiliado, Ricardo sabía mantener el listón bien alto. Tenía una visión general clara o, al menos, eso nos lo parecía a nosotros, así que nos obligaba a respetar las fechas de entrega. También sabía adivinar el potencial de las personas, ya fueran trabajadores, artesanos, estudiantes, diseñadores o arquitectos. Ricardo se impacientaba por la lentitud, la indecisión prolongada, la duda retórica. Y por la ignorancia no resuelta. Con Ricardo siempre compartimos todas las opciones del proyecto e incluso, antes, todas las reflexiones que llevaron a esas opciones.
Siendo Vittorio un arquitecto joven, culto y formado en la gran tradición de la escuela milanesa, ¿qué representó para ti el encuentro con la realidad cubana en esos años iniciales de la Revolución Cubana y con su cultura, su arquitectura, su gente, su utopía?
¿Qué representó para mí la Cuba revolucionaria y pos revolucionaria? Una posible utopía; utopía en un sentido positivo, pro-activo y, ciertamente, no como algo inalcanzable. Pero sobre todo para mí, un joven (italiano, arquitecto, intelectual), Cuba representó el himno a la vida.
En Cuba todo me parecía “muchísimo”: desde el entusiasmo de la gente –de todas las personas que conocí– hasta la energía que desprendían las ideas, intenciones y acciones. (¿Cómo olvidarnos del proceso de construcción de la ENA? Por la mañana, en el aula; por la tarde, en la obra; y por la noche… ¡también!). Y luego la naturaleza que, en Cuba, explota en magnificencia. Qué luz, qué sombras, cuánta agua. Y el follaje de los árboles, las hojas imperiosas. Y luego el amor.
En Cuba todo es mucho. Muchísimo. Al menos a mis ojos.
Y el proyecto de las Escuelas expresa una arquitectura, que incorpora el entusiasmo por la vida y el optimismo por el futuro.
Dentro de los misterios encerrados en la creación de las escuelas de Ballet y Música están, entre otros, tu pronta asimilación de la arquitectura tradicional cubana; las enseñanzas de la arquitectura neoclásica de Bath y de John Wood, padre e hijo; la espacialidad de la Biblioteca Nacional de Francia, de Henri Labrouste; la resonancia en tu obra de los Arcos de Cristal de Tropicana, de Max Borges, y toda la poética encerrada en las obras de Antonio Gaudí y Frank Lloyd Wright. ¿Te queda por develar algún otro misterio a tus contemporáneos y a la posteridad?
¡Se acuerdan bien! De mis referentes de la época, que luego quedaron en mi horizonte cultural para posteriores experiencias de diseño, son sin dudas el legado de la escuela milanesa: Rogers, en particular; pero no solo las teorías de Giedion, la experiencia de los Wood y la obra maestra de Labrouste, la arquitectura orgánica de Gaudí y Wright. Y más la tradición, la cultura material para las Escuelas, sin dudas algo verificable en las bóvedas, el medio punto, la exuberante naturaleza y todos esos dispositivos que se han desarrollado informalmente para mitigar la luz o encauzar las aguas, etc.
Quizás lo que dio “linfa” al progreso del proyecto de Ballet y Música fue el arte plástico, la pintura (pienso en Lam, que descubrí en esa ocasión, aunque no solo a él). Y luego la música: Stravinski, en sus declinaciones e implicaciones, tanto en arquitectura –las conocidas teorías de la composición musical– como y sobre todo en teatro (pienso en Pina Bausch). Y en ballet, por supuesto.
La arquitectura es una de las artes. Cuando está bien equilibrada con sus hermanas, puede aspirar a convertirse en Arte, con a mayúscula.
Según tu parecer, ¿a qué se debe la trascendencia cultural de las Escuelas de Arte?, pues se han convertido en la obra arquitectónica paradigmática de la Revolución Cubana.
¿Cuál es para mí el significado cultural de las Escuelas de Arte que hizo de su arquitectura una obra paradigmática de la Revolución Cubana?
Simple y no obvio: que todo es posible. Todo es posible. ¡Hasta Siempre!
Muy agradecidos, Vittorio, en nombre de Artcrónica y de la cultura cubana.
Milán-La Habana / noviembre de 2020
- Han colaborado con nosotros, de modo decisivo, Esther Giani en la estructura editorial y traducción al español, y Eneide Ponce de León Triana en la corrección. ↑
- Este concepto, según Vittorio Garatti, de crear una Escuela de Arte de escala Tricontinental, para el Tercer Mundo, fue transmitido por Fidel Castro a los autores de la ENA. ↑