Jorge Fernández
Han pasado noventa años desde el nacimiento de uno de los grandes arquitectos que ha conocido la historia del siglo XX: Vittorio Garatti, un nómada de la cultura, aventurero que ha vivido cazando revoluciones y exponiéndose ante el mundo. Su maravilloso ático de la calle de Brera, en Milano, la cercanía a la Última de Cena de Leonardo y al lugar de la madurez intelectual y profesional de Borromini, no ha detenido su obsesión por Cuba. Sus sueños pertenecen a los destinos de esta Isla, el pulso de lo alcanzado y los fracasos; la posibilidad y la imposibilidad de lo que hemos intentado ser y lo que hemos sido.
La vida de Garatti es un viaje de confluencias y retornos, de escapes y asentamientos. Su viaje a Venezuela después del matrimonio clandestino con Wanda, la compañera de toda la vida, fue el preámbulo para llegar a Cuba. El fotógrafo italiano Paolo Gasparini fue quien le presenta a Sergio Baroni, a Roberto Gottardi y a Ricardo Porro, quien trabajaba en el estudio de Carlos Raúl Villanueva. Allí se fraguó la partida a la Cuba revolucionaria con las utopías y los miedos para el descubrimiento de lo nuevo, sin eludir el paso por una zona de grandes turbulencias.
Llegó a la Isla para cubrir la ausencia provocada por la diáspora de muchos de los profesores que enseñaban Arquitectura. El azar hizo que terminara siendo protagonista –junto a Gottardi y Porro– del proyecto y la ejecución de una de las obras más grandes de todos los tiempos: las Escuelas de Arte. De la autoría de Vittorio son las de Música y Ballet. En ellas hay muchas influencias de estilos y tendencias, que vienen de lo más importante que se producía internacionalmente: pasando por Frank Lloyd Wright o Le Corbusier. Sin embargo, en su concepto de arquitectura orgánica y expandida está Cuba, por medio de la vegetación vista en sus formas naturales o a través de esa energía que exhalan piezas como La Jungla o El Tercer Mundo, ambas de Lam. Esta última, por medio de una reproducción magistral, cubre el techo de su casa.
Vittorio no se detiene en esa Cuba de los años 60. Trabaja incansablemente en múltiples proyectos, experimentando en distintos formatos. Diseña y construye el Instituto Voisin (1964-1965) con una mirada totalmente futurista. Junto a su entrañable amigo Sergio Baroni realiza el Pabellón de Montreal del año 1967. Gana Premio de Arquitectura, en 1963, con el Monumento a Playa Girón: una plaza escultórica que corrió la misma suerte de aquellos Proun que imaginaron los constructivistas.
Sería imposible pensar en los planes de crecimiento urbano de La Habana sin recurrir a los proyectos de Vittorio. Es difícil ser un buen urbanista, diseñador industrial y un brillante arquitecto. Solo lo consigue alguien con gran talento y una capacidad extraordinaria para conectar lenguajes diversos. Vittorio siempre será un enigma. Él anticipó el concepto de site specific. Me contaron que cuando Norman Foster visitó las Escuelas hizo evidente su fascinación por ellas. Al ver el gusano de Música sintió que estaba frente a una arquitectura hippy que hacía culto –en la sinuosidad de los canteros que bordean los techos– al cultivo de esa planta maldita que tanto adoraron los muchachos de San Francisco. Vittorio ama la vida, aunque sepa que en ella está enclavada la muerte. Su decursar en el tiempo es una mezcla de utopías y transgresiones, en lo personal y lo social. Siempre ha sido un romántico que odia los convencionalismos y los dogmas.
El Museo Nacional se siente honrado en homenajear a este artista.[1] Con un programa que incluye el Audiovisual: y está, inclusive, la Música con las composiciones de uno de sus mejores amigos, el compositor cubano Carlos Fariñas.
- Se alude a la exposición homenaje Vittorio Garatti: obras y proyectos, abierta el 7 de marzo de 2017 en el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, La Habana. [Nota de los editores]. ↑