Por: X. Andrade
X. Andrade*
El campo de discusión de la antropología y el arte contemporáneo debe ser conceptualizado como un punto de encuentros y desencuentros, de tensiones productivas, pero también de escepticismos y prejuicios mutuos. Ello debido a las microprácticas propias para la producción y reproducción del conocimiento en cada una de las disciplinas, las mismas que promueven distintas formas de domesticación de los estudiantes para convertirlos en “antropólogos” o “artistas”. Hablo desde una formación que no puede ser más disciplinaria, pues mis estudios formales han sido exclusivamente en antropología. Tomé un giro, no obstante, hacia cuestiones de imagen en los años noventa, cuando cursaba mis estudios doctorales.
Atendí clases en The New School For Social Research por razones políticas y emotivas. Políticas por la tradición neomarxista de la escuela y su historia de universidad creada en el exilio para cobijar a intelectuales europeos que escapaban del fascismo. Su misión era formar a la clase obrera y, así, aportar a la democratización de la educación. Mis razones emotivas tenían que ver no solamente con mi idealización del paisaje arquitectónico de Nueva York –la meca para alguien quien, como yo, conducía investigaciones primordialmente sobre temas urbanos, con los cuales escapar a la modorra de la tradición andeanista en antropología–, sino con el curioso hecho de que Camilo Egas, un artista ecuatoriano (mi país de origen), había sido Decano de Artes en The New School… por un par de décadas, en un momento glorioso de la escuela. Sus años en esa ciudad continúan resultando enigmáticos para mí y, solo recientemente, documentalistas ecuatorianos han logrado empezar a desbrozar el legado del maestro durante ese período.

1.Universidad de Los Andes. Bogotá. Colombia
A mediados de los noventa, la antropóloga Deborah Poole, experta en temas de construcción histórica de la imagen y los discursos raciales en el área andina, me ofreció gentilmente la posibilidad de estudiar con ella mientras estaba produciendo su crucial libro Vision, Race, and Modernity: A Visual Economy of the Andean Image World (1997). Paralelamente, para mi fortuna, varios maestros estaban reflexionando acerca de las visualidades. Así, Johannes Fabian brindó un seminario sobre pintura vernacular y memoria en Zaire donde discutía, básicamente, su transición desde una posición etnográfica clásica (la del interlocutor y observador de un “otro”) hacia la de comisario y curador, para hacer justicia al trabajo de su principal informante, el pintor Tshibumba. Steven Caton, por otra parte, trabajaba su “etnografía de una película” sobre Lawrence of Arabia.
Desde distintas perspectivas, todos estos profesores estaban lidiando centralmente con imágenes. Deborah, desde las economías visuales y la fotografía; Fabian, desde la curaduría sobre pintura (aunque él no lo reconociera necesariamente así al momento de escribir “Remembering the Present”, su trabajo con Tshibumba); Caton, preguntándose como antropólogo sobre cine de ficción. Otras influencias cercanas, por hallarse en el circuito de las escuelas de antropología en Nueva York fueron Fred Myers, experto en pintura ritual entre los Pintupi de Australia, y Michael Taussig, quien escribiría en los noventa cuatro de sus más célebres contribuciones: The Nervous System; Mimesis and Alterity; The Magic of the State, y Defacement, incorporando el problema de la imagen de manera creativa y desafiante.
Muchas de estas clases eran atendidas por artistas y diseñadores interesados en antropología. Eso, para mí, hizo una diferencia. Este momento coincide con el “giro etnográfico” en el arte contemporáneo bautizado así por Hal Foster en 1995. Un aspecto de dicho giro es que, efectivamente, los artistas volvieron sus ojos a la antropología por distintos motivos, y, felizmente para mí, así empecé a colaborar con artistas y galeristas en Nueva York, y a consolidar mi interés por el campo de la antropología visual. Mi tesis doctoral fue sobre temas de pornografía política.
En 2004, años después y de regreso a Guayaquil, inicié mis propias intervenciones en circuitos del arte mediante una entidad apócrifa, Full Dollar, pues me parecía lógico y necesario para mí hacer etnografía contaminada con las prácticas del arte. La academia me parecía anodina, la producción textual aburrida y limitada en un contexto en que no existen siquiera escuelas de antropología. El arte me ofrecía la posibilidad de llegar a otra gente y de repensar las formas de hacer etnografía.
Empecé a enseñar una clase de proyectos y otra de antropología visual en una escuela de arte que ayudé a fundar en Guayaquil en esos años, el ITAE. Era la primera vez que tenía frente a mí estudiantes de arte y no de antropología. La experiencia fue inmensamente productiva. Me sirvió para discutir proyectos artísticos desde la antropología y mapear lo poco que se había hecho hasta el momento en esta segunda disciplina como intervenciones en arte. Debí enfrentar el poco manejo de lectura por parte de mis estudiantes como una limitación estructural. Hice varias traducciones del inglés al castellano para facilitarles acceso a cosas claves. No obstante, la sintonía de los estudiantes con tareas de investigación y preguntas antropológicas fue inmediata en buena parte de los casos. Mi interés por temas de lo popular y la renovación espacial en una ciudad dramáticamente transformada por un adefesio (y ambicioso) proyecto de esa índole, pudo sintonizarme con mis estudiantes y con un circuito de fotógrafos, diseñadores y artistas que guardaban intereses comunes. Empecé a pensar mis clases menos en términos de un seminario y más como espacios laboratoriales, de definición, avance y discusión de proyectos fundamentados en la investigación.

2.Universidad de Los Andes. Bogotá. Colombia
Con las experiencias acumuladas como profesor, investigador e ilegítimo artista, me trasladé a Quito y fundé, en 2008, el primer programa de maestría en antropología visual en Latinoamérica. Esto fue en FLACSO-Ecuador y el programa todavía existe, aunque ahora vende gato por liebre (las versiones más conservadoras en discusiones contemporáneas sobre la antropología de la imagen, las del documental etnográfico, terminarían desnaturalizando enteramente mi concepto). Desde su inicio mi estrategia fue reclutar una cuarta parte de artistas en cada convocatoria anual de entre los aplicantes de toda la región. Para contextualizar, estamos hablando de 5/20, idealmente. Una cuarta parte sería de antropología, otra de cine y/o comunicación, y la última, de otras disciplinas.
A pesar de lo multidisciplinario de los grupos de estudiantes, el proyecto pedagógico debía partir de la consolidación de un corazón disciplinar en antropología y etnografía y, luego, de expandir el trabajo hacia terrenos más experimentales que, idealmente, fueran más allá de la pesada tradición del documental etnográfico y envolvieran estrategias derivadas de los mundos del arte. La misión era, primero, formar antropólogos de todas maneras. Un seminario anual sobre antropología y arte contemporáneo fue establecido, así como un taller de investigación permanente sobre estos temas para que los estudiantes desarrollaran sus proyectos a profundidad.
Los resultados de esa experiencia, después de atendidos más de un centenar de estudiantes provenientes de México hasta Argentina –mientras estuve vinculado a la misma entre 2008 y 2015–, fueron una mezcla. Por un lado, varios artistas que pasaron por el programa posteriormente marcaron una diferencia en escuelas de arte locales, introduciendo prácticas de investigación, temas antropológicos y concepciones que han servido para renovar las pedagogías del arte. Más allá del oficio y más acá del trabajo conceptual y de la sistematicidad de la investigación.
Por otro lado, debí expulsar a algunos por prácticas de plagio académico. Evidentemente, la “apropiación” es una estrategia positivamente sancionada en el arte. No así, se supone al menos, en el de las ciencias sociales. El abanico de respuestas y efectos –entre estudiantes artistas contaminados productivamente por la antropología y quienes fueron incapaces de lidiar con las microprácticas de producción de conocimiento académico, con su fuerte dependencia en el dispositivo textual–, habla claro de las tensiones que desatan el transitar las fronteras que vengo discutiendo.
En nuestras latitudes, escepticismo y prejuicios pueblan el campo de la academia antropológica sobre estos cruces, después de veinte años de constitución de un campo prolífico, ahora, de debates entre antropología y arte contemporáneo, un campo que se ha movido de la tradicional consideración del arte como objeto de estudio hacia la antropología-con-arte, la antropología de la imagen y la etnografía crítica de los mundos del arte. A diferencia de cuando inicié mi trabajo pedagógico en estos temas, hoy es mucho más factible incorporar a mis programas trabajos de antropólogos que hacen arte, por ejemplo y, sin duda, el “giro etnográfico” se ha expandido a nivel global con programas especializados en arte relacional o como práctica social.
Hablando de nuestra región, en 2015, en Lima, la Pontificia Universidad Católica del Perú organizó un encuentro que, por el interés que despertó y el número de ponencias presentadas, da cuenta de los flujos que están ocurriendo. Fred Myers y George Marcus asistieron y, en un sentido, el evento fue un homenaje a los veinte años de la publicación de su emblemático volumen The Traffic in Culture: Refiguring Art and Anthropology (1995). El mismo que incluyó, por primera vez, el mencionado texto de Foster sobre el “giro etnográfico”.
Enseñar en el territorio fronterizo de la antropología y el arte contemporáneo plantea una serie de desafíos pedagógicos. Para empezar, hay que cuestionar la centralidad del texto como dispositivo privilegiado para el conocimiento. Eso supone que los proyectos e intervenciones de los estudiantes deberían usar otros dispositivos, prácticas y estrategias traficados desde los mundos del arte. Artistas y antropólogos, al mismo nivel, forman parte del programa a discutirse. Incluyo desde artistas que hacen teoría crítica sobre el arte, como Luis Camnitzer, hasta aquellos que desarrollan investigación sistemática y llevan hasta las últimas consecuencias la idea de proyectos, como Antoni Muntadas, Rogelio López Cuenca y otros. Prácticas curatoriales informadas por antropologías de lo popular, como las de Gustavo Buntinx y Ticio Escobar, son igualmente esenciales.

3.X.Andrade impartiendo clases
De particular interés para mí es posicionar centralmente recursos legitimados en los mundos del arte y que, en cambio, son de facto censurados en las ciencias sociales. Ironía, sarcasmo, apropiación, copia, parodia y humor son estrategias que me ayudan a reventar la corrección política de la antropología, a empujar los límites de las discusiones sobre ética y política en la representación de la otredad, y a refrescar las posibilidades del quehacer etnográfico.
No hay recetas para estos tráficos y, operando desde la antropología y la academia –desde 2016 en la Universidad de Los Andes, Bogotá– debo lidiar con su proverbial iconofobia. El desafío, por tanto, es ayudar a pensar las imágenes incorporándolas orgánicamente al oficio de la antropología, no solo como objeto, esa siempre es una posibilidad, sino como parte del método etnográfico: desde la visualización de los datos –y por ello mi interés por el trabajo del artista neoconceptual Mark Lombardi sobre fuentes secundarias, hasta el pensar la etnografía como una práctica curatorial caracterizada por formas de trabajo de campo que tienen lugar en laboratorios, festivales, galerías o museos de acuerdo con las discusiones que ya vienen avanzando, desde distintos ángulos.
Colegas tales como George Marcus, con su idea de “para-sitios etnográficos”; Tarek Elhaik sobre diseño curatorial del trabajo de campo; Nikolai Ssorin-Chaikov sobre conceptualismo etnográfico; Arnd Schneider, sobre apropiación y participación, Roger Sansi sobre teorías de intercambio y arte relacional, y Elizabeth Povinelli, con su proyecto de documental colectivo, entre algunos otros, son autores de interés para ampliar la crítica sobre el quehacer etnográfico y sus posibilidades.
La reciente atención a las contribuciones antropológicas derivadas de las prácticas artísticas de Marcel Duchamp, avanzadas en la región por curadores tales como Rafael Cippolini, atestiguan acerca de las posibilidades de nuevas formas de pensar lo que se hace, y cómo se enseña en antropología. Las nociones de inscripción, destacadas por Cippolini en la obra duchampiana, me parecen esenciales para reflexionar sobre intervenciones etnográficas.
En la práctica, creo que lo que he hecho en estos años en mis clases es reemplazar un tótem o un esquema de parentesco por un urinario. Y creo que, finalmente, ha llegado el momento de posicionar ese tipo de intercambio en la academia. Lo hago a contracorriente de las fijaciones antropológicas sobre el ritual, la otredad, lo indígena y temas de esa índole. El principal enemigo de la antropología de la imagen, después de todo, es la antropología. Y ese es el punto de partida para invitar a mis estudiantes a cruzar ciertas fronteras.
Estoy mucho más comprometido con una antropología sobre la vida social de las imágenes, incluyendo primordialmente las del arte contemporáneo y los objetos en el capitalismo tardío. Eso es lo que intento trasmitir. Y, conforme al trabajo que he venido desarrollando con Full Dollar desde 2004, también brindo espacio al amplio legado de las entidades paródicas, empezando por el Colegio de Patafísica y la crítica institucional como una forma de ridiculizar las propias pretensiones de la academia y sus formas de construcción de capital simbólico, cada vez más homogenizadas para el beneficio solamente del capital corporativo y de la “cultura de la contabilidad” en las universidades.
* Ph.D. The New School for Social Research. Profesor Asociado. Universidad de Los Andes. Bogotá, Colombia