Por: Pérez & Del Valle
La incógnita que ha suscitado el arte cubano durante los últimos sesenta años permanece como asignatura pendiente para el gremio de la crítica y la curaduría nativa y foránea. El herramental analítico contemporáneo sigue resultando insuficiente para justipreciar ese tsunami de artistas, estéticas, procedimientos y operatorias. Universo extendido que se resiste a cartografías acotantes o restrictivas. Quizás ello suponga ventaja, porque de esta manera los nombres de los nacionales mutan con rapidez en los grandes eventos mundiales, a diferencia de lo que sucede con creadores de otras latitudes. A nuestro favor, entonces, que los patrones para ficharnos se tornen esquivos y que todas las certezas, en segunda ojeada, adquieran un tufo sospechoso. En lo personal, una gran satisfacción asistir al ensanchamiento de algunas nóminas, o simplemente a la mutación en los índices de catálogos que parecían inamovibles.
La ronda cubana remeda un serpentín infinito. Por momentos pudiera parecer que se angosta y casi se fractura, o que simplemente pierde el rumbo, pero ese impulso cósmico de los isleños conmina siempre a más. Estas líneas solo apuntarán hacia cómo nos hemos visto durante dos de los colosos del arte que coincidieron en este 2017: la 14 Documenta de Kassel y la 57 edición de la Bienal de Venecia.
Desde su fundación por Arnold Bode en 1955, cada cinco años, el mundo del arte se da cita en la medieval Kassel para asistir a su Documenta. Concebida en los trágicos años de posguerra, aquella ciudad arrasada por los Aliados en su condición de centro de fabricación de armas nazis, apostó por un renacimiento nacional arraigado en el arte. Catorce ediciones la han legitimado como evento prestigioso y exclusivo al que no se accede por caminos llanos y que ofrece un espacio para la exhibición, discusión y reinterpretación del arte de nuestro tiempo y de la manera en que lo asumen sus contemporáneos.