Expiación
Por Abram Bravo Guerra
Llevo exactamente un mes y siete días decidiendo si hablaba o no de Ánimas; si tenía algo que aportar en materia teórica, o si podía desmembrar una muestra a la que le sobran las palabras. Por algo el nombre, y por algo se presenta contundente en la curaduría sin peros de Ariadna Cabrera, y con un texto de Hamlet Fernández titulado Nos miran. Cuadros que miran, en una extraña algarabía muda que susurra incoherencias psicóticas. Pero decidí que -en materia personal- le he dedicado suficiente tiempo a la psicosis y, en materia colectiva, no tengo nada nuevo que aportar de Ánimas. Al final siempre supe que me tocaba hablar del artista, de Yasiel Elizagaray, de mi amigo. No disfruto las reseñas y va siendo hora de que empiece a lidiar con ello.
Conozco de sobra a Yasiel. Lo recuerdo llegando al montaje de Arroz con mango con desparpajo campechano, luciendo la bulla del barrio, barba desarreglada y una bermuda encajada a lo como quiera. Ahí nos vimos por primera vez y no puedo decir con exactitud cómo se fue generando una camaradería profunda, amparada hoy en montañas de cervezas y más de cien horas de pura muela. Lo extraño es que, tras tanta cháchara, creo que nunca he interrogado a Yasiel a la manera crítico-artista. Su trabajo ha gravitado en conversaciones tangenciales, a veces indirectas, y otras desmantelando zonas de su propia creación en un orden casi privado, como si ambos infiriéramos que conozco a nivel de presencia sus operativas. Lo cierto es que, aunque me parezca extraño, nunca lo he visto pintar. Poco a poco creamos una conexión sensorial, la que me permite entender y asumir de manera natural sus inquietudes creativas: sus evoluciones no me sorprenden, las espero y -al igual que Yasiel- comienzo a sentir la necesidad de una serie en medio de la otra. Por eso, entrarle en sentido crítico a su trabajo se vuelve un acto bizarro de tensiones personales y distorsión de criterios, como si tuviera que arrancarme la piel y contar -entre sangre y grasa- una a una sus hebras. Voy, entonces, de cabeza a flagelarme.
En un principio, hay que entender a Yasiel en un orden dual de la existencia; una especie de bipolaridad creativa o superposición de realidades paralelas que convergen en un individuo. Él mismo se organiza en dos personalidades cruzadas y, más de una vez, en abierta pugna: la social y la creativa. No es extraño que Elizagaray, más allá de su imagen nordic folk caribeña, se parezca bien poco a lo que pinta. El gregarismo excesivo y la extroversión disimulan los desgarros inmensos a los que lleva una obra personalísima, que descuartiza historias y traumas escondidos bajo los huesos y los replica en rostros dispares; rostros que -al fin y al cabo- se acumulan como la reproducción seriada e inacabable de sus propios demonios. Esas Ánimas -que por fin Ariadna tuvo la lucidez de nombrar- se reducen y multiplican en la exteriorización abrupta de su propio Codex gigas, en el sentido arcano de la leyenda. Hay una fuerza otra que obliga a Yasiel a pintar casi en trance, agotada de su ser social lo posee en la acción creativa, y vomita desbocado las vísceras de otro Yasiel sometido. Crear se convierte, entonces, en un exorcismo necesario que mantiene nivelada la otra arista de su personalidad: esos demonios atados.
Entonces, este sometimiento involuntario lleva a un nuevo nivel la violencia que desata sobre el lienzo o cualquier otro soporte: como si en una orgía controlada danzaran el Inocencio X de Francis Bacon y aquella desquiciante Sonrisa de Hiroshima de Ken Kurrie, junto a los Xenobitas de Hellraiser, un trozo de Freddy Krueger y la nada inocente Regan poseída por Pazuzu. Todos se mezclan y deshacen en cada obra de Yasiel repleta de brochazos deliberados, manchones atrevidos, pedazos de muñecos, abultamientos de empastes y mutilaciones intencionadas, vibrantes en su estatismo casi horroroso, desenfrenado y parsimonioso a la vez. Pero es en ese “casi” donde se revierte la cuestión y la violencia implosiona en una melancolía que roza, por momentos, la ternura. Es donde las piezas hablan, donde se quiebran y desentienden en un parloteo psicótico, como si tras el trauma de la violencia inyectada al lienzo, como si tras la materia de la que están hechas, quedaran expectantes los trozos rotos de un niño. Ese niño, y las muchachas, y los seres marcados y mutilados, sollozan todos en la mudez colectiva de un anhelo, en el susurro mudo que replica Ánimas en eco constante.
Aquí, a mi juicio personal, es donde los cuadros de Yasiel adquieren esa magia frente a la que la lógica puede hacer bien poco. Resultados todos de cavilaciones internas, de una lucha tan vieja como él mismo, se recubren de la materia adversa que compone a los sentimientos. Surgen en un vendaval de silencios y omisiones, se arman sin saber muy bien que son, disienten de la palabra que sobra y se condenan a hablar en ambiguas conversaciones colectivas. Se saben herméticos, indescifrables, hijos de la bestia que callada pinta y crea. Paradójicamente, cautivan en el mismo punto en que se alejan. Al final todos sedemos temerosos a lo desconocido; es ese mismo temor que se transforma curiosidad y, ruidosamente, en morbo. El tono agridulce del morbo hacia lo desconocido ha logrado, con eficiencia poética, extender el trance del creador al espectador, de un hombre a una ciudad.
Me resulta fascinante como en el siglo de la apropiación y el intertexto, en medio de un contexto que llegó a mirar de reojo y por encima del hombro a la pintura, de pronto asciende con fuerza un pintor tan puro como Yasiel Elizagaray. Porque aquí hablamos de una obra casi a la usanza romántica, que se retuerce en un mundo interior para nacer, con el único combustible de la psicosis. Las pinturas de Yasiel salen de las voces que lo carcomen a diario, así expía los pecados que bien conoce: son su más sincera confesión. No importa su algarabía, no importa si grita o toma, sus lamentos interiores son la pesada carga que lo acompaña todo el tiempo y que -por necesidad- transforma en arte. El pecado siempre ha sido bello si se expía de la manera adecuada, no importa si se corporiza en retratos confusos o si se abraza en paisajes contaminados, siempre deambula en él la belleza de lo prohibido, de lo desconocido.
Poco a poco, he transitado el mismo proceso de expiación a mi manera. Y, también en cierta medida, Yasiel y su pintura han conectado con mi propia psicosis no tan creativa. Quizás sea esta la razón de nuestro extraño entendimiento y -quizás- sea por ello que lo considero uno de los mejores pintores activos en Cuba. No me gustan las sentencias excesivas, pero no me sería fiel si dijera otra cosa. Los demonios que revolotean en su cabeza lo han convertido en un artista total y, por transitividad, se han ganado toda mi admiración. Disfruto verlo crecer, como en Ánimas, de la que al final no hice una reseña. Y, después de ese crecimiento inagotable, encenderé uno de mis últimos cigarros frente al cuadro que todavía tendré en mi sala.