Rubén del Valle Lantarón
Un repaso a la historia pasada y reciente de la vida cultural cubana nos permite afirmar que en el país nunca se ha logrado estructurar una amplia tradición de coleccionismo de arte en ninguna de sus dos variantes generales, la que se orienta hacia el ámbito institucional, público o empresarial, o la que circunscribe el fenómeno al circuito de lo individual o privado.
El coleccionismo institucional tiene matices que responden a factores de muy diversa índole: asignación de fondos, disposiciones estatales, paradigmas culturales y estéticos epocales, la estructuración de la red de instituciones públicas de la cultura, el aparato legal vigente en la nación y la propia realidad en que están inmersas la historia de los museos y de sus colecciones. El privado, por su parte, precisa de base la existencia de un sector de la población nacional con capital personal e interesado en invertir en arte.
En Cuba, durante la Colonia, las primeras colecciones fueron de la Iglesia, de los representantes del poder español y de los criollos adinerados que podían viajar y solían adoptar costumbres de la metrópoli, de la Francia marcada por el «Iluminismo» cultural, así como de Italia. Con la formación de una sacarocracia agro-industrial criolla, sobre todo desde finales del XIX y a inicios del XX, se adopta la práctica coleccionista por algunos adinerados, tanto por razones de prestigio de clase alta como para invertir en valores estables. Destacan, entre otros, los tesauros que juntaron el Marqués de Almendaréz, Francisco Ximeno Fuentes, Domingo Malpica de la Barca, y la conocida Colección Murias.
Generalmente fue la burguesía quien coleccionó arte de manera más intensionada, aunque en la mayoría de los casos sin contar con un criterio estético sólido y con la mirada puesta en las grandes metrópolis europeas. Grandes colecciones privadas se fomentan durante los años de la Cuba republicana, cada una de ellas siguiendo el gusto o las personales apetencias de sus poseedores. Sobresalen las de María Luisa Gómez Mena, Dolores Machín de Upmann, los Marqueses de Pinar del Río, Oscar B. Cintas, Tomás Felipe Camacho, Lily Hidalgo de Conill, Julio Lobo, Joaquín Gumá (Conde de Lagunillas), Paul Hurtado de Mendoza, Agustín Batista y José Gómez Mena.
Sin embargo, continuó resultando muy difícil que pudieran darse amplias y significativas colecciones de arte en sectores de nivel económico medio. Había, no obstante, determinados intelectuales de la capital y de ciudades importantes en las distintas provincias, que contaban con pequeñas colecciones, casi siempre de artistas-amigos nacidos en sus localidades y de otros que eran vendidos a bajos precios en las tiendas de arte, en su mayoría aparecidas en La Habana (como La Venecia, El Pincel, La Paleta o La Casa Belga) en tiempos de las llamadas «Vacas Gordas». Destacaron, entre otros, los recaudos que juntaron personalidades como Lezama Lima y Alejo Carpentier. En estas circunstancias destacan las iniciativas de la Galería Color-Luz que fundara Loló Soldevilla en 1957.
El coleccionismo institucional comenzó con fuerza en la Isla luego de la llegada de las grandes transnacionales norteamericanas, cuyos magnates realizaban determinadas inversiones en obras de arte, muchas de ellas adquiridas a precios irrisorios. La mayoría de las veces se trataba de adquisiciones regidas por el gusto personal de los empresarios que utilizaban estas obras con fines netamente decorativos en sus múltiples oficinas, salones y lobbys dedicados al funcionamiento de sus negocios, en los que era más frecuente ver muebles suntuosos que verdaderas obras de arte.
Tampoco puede asegurarse que el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), fundado en 1913, pudiera asumir con grandes exigencias el fomento de sus colecciones, muchas de ellas enriquecidas a través de donaciones de los propios artistas y de escasas personalidades interesadas en hacer públicos, para bien de la cultura cubana, parte de sus tesoros artísticos. Una excelente investigación sobre estos temas ha sido desarrollada por Delia María López Campistrous en su tesis de maestría “Un estudio de la historia del Coleccionismo de Arte Universal en el Museo Nacional de Bellas Artes”.
La conformación del denominado «Panamericanismo» desplegado durante la Segunda Guerra Mundial, que coincidió con el desarrollo de las tendencias del arte moderno surgidas en el país desde la segunda década del siglo XX (básicamente desde los años veinte y treinta), favoreció que la mayor fuerza del Coleccionismo nacional ocurriera cuando la figuración empieza a ser modificada como línea dominante, y se abren paso las vertientes no-figurativas. Cuando este «Panamericanismo» neocolonialista y de mercado neutralizador se iba imponiendo en la relación de Estados Unidos con América Latina, se produjo el triunfo insurreccional en Cuba y se inició un nuevo modo de encarar el patrimonio y la circulación del arte.
Con la Revolución se operan cambios sustantivos en cuanto a la postura del nuevo Estado respecto al patrimonio cultural; se formula una política cultural sistémica de estímulo, protección y divulgación de las artes, y esto se verá reflejado desde los primeros momentos en el coleccionismo institucional. La creación del Ministerio de Bienes Malversados y del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INRA), la Ley de Nacionalización general y gratuita de la enseñanza, así como las leyes que se dictan para proteger del expolio los bienes patrimoniales coleccionados en Cuba, sentarán una línea de coleccionismo por recolección abierta, fundamentalmente hacia el Museo Nacional de Bellas Artes. Esta política de Recuperación de Valores del Estado acompañó a un proceso legal de transformación de la propiedad donde confiscaciones y nacionalizaciones pondrán en manos de la sociedad invaluables obras de artes plásticas y decorativas, para enriquecer los acervos del sistema institucional que se reconfigura.
La política cultural definió principios básicos asentados en el fecundo diálogo con lo más avanzado de la intelectualidad artística y literaria; el auspicio de un ambiente de amplia libertad creativa; un sistema de enseñanza artística de alto nivel y la preservación, atesoramiento y democratización del acervo artístico de la nación. El Estado formuló una estrategia que privilegió el coleccionismo institucional a través de medidas que tocan la creación, la crítica y el mercado de arte. Ellas acotan ingentes pero insuficientes esfuerzos porque los artistas y sus obras consoliden su asiento fundamental en el terruño. Así, la enorme mayoría de las colecciones de arte aparecidas en el período revolucionario son colecciones públicas. Las galerías privadas que habían surgido empezaron poco a poco a desaparecer o a convertirse en establecimientos de socialización de la creación artística.
El arte era destinado a Museos y espacios oficiales (instituciones gubernamentales, embajadas, casas de protocolo y locales de ceremonias políticas, centros educacionales, hospitales, hoteles) o solamente se exhibía, sin venderse, en los centros de exposiciones que seguían siendo denominados «galerías». Hubo intentos de mantener una dinámica de compraventa de artes visuales, sobre todo en La Habana, que generaron galerías como la Galería de La Habana (surgida en 1962); pero el mismo desarrollo del sistema económico – social que emergía sería un obstáculo a la adquisición privada de arte, al eliminar la propiedad y el negocio privados, la capitalización por distintos medios y la inversión basada en valores culturales con posibilidades de estabilización o crecimiento de los precios.
Así las cosas, la exhibición pública se proyectó prácticamente como la única opción en aras de una justa finalidad –la conversión del arte en objeto de disfrute sensorial y cultural del pueblo–, lo cual no facilitaba la adquisición individual de tales productos estéticos. Poco a poco, la noción de coleccionar arte de manera privada o individual devino extraña y ajena a nuestro contexto social. Eran poquísimas las personas que podían mantener sus colecciones, afirmadas esencialmente en la amistad con artistas de la plástica o en una especie de trueque de obras por servicios, gestiones o textos valorativos.
El arte perdió casi definitivamente su valor de cambio. En los distintos espacios estatales donde se reunían obras plásticas –compradas en moneda nacional o donadas por los autores–, éstas se convertían en «medios básicos» a nivel de cualquier otro mueble u objeto. Vender arte llegó a verse como una actividad inmoral, anticultural y hasta ilícita. Ello trajo consigo una baja considerable de los precios (incluso de los artistas reconocidos de las generaciones de plásticos cubanos modernos) que propició la compra barata de buenas realizaciones por diplomáticos del exterior y otros individuos foráneos que visitaban el país.
En los años ochenta, con la fundación del Fondo Cubano de Bienes Culturales, y especialmente el trabajo de Galería Habana y La Acacia, se intentó estructurar un primer camino de mercado estatal del arte, y empezó a retomarse como posible no sólo la venta de obras artísticas, sino también su valor como inversión financiera y la función de las colecciones. Los artistas que emergieron en el curso de los ochenta y los críticos de nuevo tipo que entonces irrumpieron sí traían consigo otro signo respecto del valor del arte y su destino. Igual ocurriría con los funcionarios y especialistas del sector, que fueron adecuándose a las nuevas perspectivas. Aunque a nivel de la sociedad, incluso entre quienes habían heredado obras de arte de tiempos republicanos, o habían armado pequeñas colecciones dentro del período revolucionario, se desató una suerte de «des-coleccionalización», es decir, la venta por necesidades económicas de obras de arte –legal mediante el Fondo o ilegal a través de intermediarios, y también como cambio en lo que se conoció como «casa del oro y la plata»– casi siempre con un destino comercial proyectado fuera de nuestra Nación.
Desde mediados de los años setenta y principios de los noventa se ponen en práctica una serie de iniciativas que apuntaban hacia el fomento y la jerarquización de un tipo de coleccionismo institucional que rebasara el ámbito estrecho de los museos especializados y depositara también un tesauro considerable en una serie de instituciones económicas, políticas, turísticas y sociales del país. Estas iniciativas tuvieron un impacto considerable en experiencias puntuales que arrojaron sus frutos hacia sectores como el del turismo, la educación o la salud pública; en proyectos como la ambientación de la Escuela Vocacional Vladimir I. Lenin, el Palacio de Pioneros Ernesto Che Guevara, el hospital Hermanos Ameijeiras (todos en la capital), o el complejo Tope de Collantes en Sancti Spíritus. Esto fue posible gracias a una política integradora que desde el Ministerio de Cultura involucró también a una serie de organismos y entidades estatales de diversa índole, donde se le concedía un papel principal al emplazamiento de obras originales de artistas reconocidos en espacios públicos relevantes.
Entrados los años noventa, la severa crisis económica truncó cualquier iniciativa que apuntase hacia el fomento de un coleccionismo institucional no especializado, es decir, la adquisición y atesoramiento de obras de arte contemporáneo por parte de entidades públicas de diversa naturaleza. Al referirse a los cambios operados durante esos años, la Dra. Graciella Pogolotti declaró que: «la llegada del Período Especial contribuyó notablemente a desvanecer estas experiencias». En el sector especializado (museos, centros de arte, instituciones culturales) la práctica de adquirir obras también colapsó, llegando incluso algunas instituciones a rechazar las propuestas de donaciones ante la imposibilidad de almacenarlas y conservarlas eficazmente.
La colección del MNBA, la más importante y vasta de las que se atesoran en el territorio nacional, tiene un sentido temporal y didáctico, que tributa a perfilar una historia del arte cubano. En la práctica funciona como un híbrido entre una institución de bellas artes y un museo de arte contemporáneo, dado el carácter de las obras adquiridas en su última etapa a fines del siglo XX. Junto con las salas permanentes, que permanecen iguales desde la reinauguración de la entidad en 2001, conviven en la parte más contemporánea, salas para exposiciones transitorias, que suplen la demanda de un visionaje del arte más actual, y que han permitido seguir engrosando las colecciones del MNBA. Sin embargo, el Museo es incapaz por razones lógicas de espacios y misiones de completar y mucho menos mantenerse al día en la producción plástica contemporánea cubana.
Paralelamente se han conformado excelentes colecciones como las de Casa de las Américas, el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficas, el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, el Museo-Biblioteca Servando Cabrera Moreno, la Biblioteca Nacional de Cuba “José Martí”, la Oficina del Historiador de la Ciudad y sus entidades. La red de museos del país atesora grandes acervos, donde se destacan las pertenecientes al Museo «Ignacio Agramonte», en Camagüey y al Museo Bacardí, en Santiago de Cuba. Asimismo, el Ministerio de Relaciones Exteriores y las sedes de sus misiones en el exterior, el Consejo de Estado, el Comité Central del PCC, el Ministerio de Finanzas, el Ministerio de Salud Pública y sus hospitales y centros de investigación, entre otras muchas entidades estatales, atesoraron en su momento acervos significativos.
Destaca en este contexto la extraordinaria colección de obras contemporáneas que reunió la Universidad de Ciencias Informáticas, UCI. Su mayor particularidad radica en un significativo grupo de esculturas ambientales diseminadas por toda la instalación. Muchos de estos trabajos son piezas notorias que dotan los espacios de una cualidad especial y pertenecen a creadores de gran prestigio tanto dentro como fuera de la Isla.
En el año 2007 se inaugura el Museo de Arte Cubano de Topes de Collantes, con la finalidad de conservar la colección de obras de los años ochenta que estaba diseminada por las instalaciones del Complejo Gaviota Topes del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, y para proteger una casona de los años cuarenta de estilo Art Deco, ubicada en la zona del Escambray.
Ese mismo año el Consejo Nacional de las Artes Plásticas inauguraba su colección con obras de todos los Premios Nacionales de Artes Plásticas otorgados desde 1994, que comenzó sumando 15 piezas. Teniendo en cuenta las cifras del inventario realizado en febrero de 2017, esta colección atesoraba para la fecha un acervo de más de 436 piezas de 159 creadores, exhibidas periódicamente en exposiciones que la entidad fue organizando cada año. Esta colección se caracteriza por un enfoque plural al asumir la creación actual de la plástica cubana, donde artistas de las más diversas generaciones, estéticas, maneras de ver y entender el arte, se equiparan por su calidad. Indiscutiblemente se trata de la colección de arte cubano contemporáneo más dinámica que tiene hoy el país. Sus acervos comenzaron siendo fundamentalmente bidimensionales (pintura, dibujo, fotografía y obra gráfica) pero ya hoy cuenta con un grupo significativo de esculturas y obras instalativas que la enriquecen y diversifican.
El arte producido por los nacidos en la Isla narra la historia cubana (y universal) desde una perspectiva múltiple y particular, aquella que enlaza sensibilidades y compromisos de signos diversos para generar una amalgama de aproximaciones y lecturas; muchas de ellas todavía por asimilar en toda su dimensión. Acopiar, preservar y visibilizar un patrimonio artístico representativo de tal fecundidad resulta, entrado el siglo XXI, uno de los mayores desafíos de las instituciones del país. Desde los inicios de los sesenta, a tenor de la política cultural desplegada, se gestó un entramado de colecciones públicas de muy diversa naturaleza, cuyos derroteros fundamentales se verifican en socializar sus acervos. Factores de diversa índole provocaron que, en los años subsiguientes, específicamente a partir de los noventa, muchas de ellas ralentizaran o paralizaran sus cometidos, de manera que hoy resulta alarmante la discontinuidad de cualquiera de las misiones que llevaban a cabo.
Como resultado, se ha interrumpido –irremediablemente– el relato visual que esas colecciones en su conjunto debían conformar, sin que exista una clara visión de cuáles serían las acciones a corto, mediano y largo plazo para revertir este contradictorio escenario donde hoy se consuma el arte nacional: por un lado una producción simbólica cada vez más rica, heterogénea, y mejor posesionada en los circuitos internacionales, y por el otro un atesoramiento público en el territorio nacional cada vez más deficitario y esporádico.
Una estrategia de atesoramiento y exhibición de los cubanos contemporáneos, en Cuba, aguarda todavía un camino posible, plural y sustentable.