Rubén del Valle Lantarón
Sistema de enseñanza especializada en artes visuales en Cuba
Mientras revisaba el último número de la revista Artcrónica, decidí dedicar el espacio de esta sección a la enseñanza artística especializada y sumarme así a la reflexión colectiva que proponían mis colegas David Mateo y Magaly Espinosa. La revista compone una perspectiva múltiple para sondear en aquellas cuestiones que determinan los ejes de la pedagogía en el ámbito de las artes visuales cubanas en el contexto actual, haciendo hincapié en el nivel superior. Entrevistas a un grupo de protagonistas de esta enseñanza van conformando un trazado plural que parece converger en la ineludible y urgente necesidad de reformular y articular estrategias de manera tal que se oxigene y actualice el entramado formativo en virtud de los nuevos escenarios, tanto los de las específicas circunstancias insulares como los de las prácticas artísticas contemporáneos.
Los paradigmas de la utopía revolucionaria que se instauraron en el país a partir de enero de 1959, anclaron sus concepciones de equidad y justicia social a programas educativos masivos de diversa naturaleza. Luego de la contienda por la escolarización masiva que supuso la Campaña de Alfabetización iniciada en los albores de 1961, surgen y se desarrollan un sinnúmero de opciones instructivas generales, técnicas y científicas que se despliegan en planteles de todos los niveles. Un proceso que ponía al individuo en el centro de sus preocupaciones no podía desconocer la importancia de la cultura y el arte como dinamos de potencialidades, y la enseñanza artística especializada asume un protagónico tal que se despliega un programa inédito de acceso horizontal y sistemático. Aptitudes y disposición resultaban suficientes para ingresar a un sistema amplio y gratuito que paulatinamente se ramifica a lo largo de toda la geografía nacional.
La Academia “San Alejandro” en La Habana, que a la sazón había rebasado siglo y medio de existencia, y la José Joaquín Tejada de Santiago de Cuba, con apenas dos décadas de labor, eran prácticamente las únicas entidades formativas en artes plásticas de la Cuba republicana. Hasta mediados del siglo XX, San Alejandro había mantenido una franca predilección academicista anclada a cánones tradicionales, que fracturó sus vínculos con las tendencias de vanguardia y modernidad en puja por asentarse en la Isla. Los aires de renovación de la Revolución y su interés por impactar en la diversificación de posibilidades y en la función social del arte, de inmediato determinan la multiplicación de claustros y matrículas, incluso pronto se ocupa una nueva sede en Ciudad Libertad. Pero esto sería solo el inicio…
Para 1962 se funda la Escuela Nacional de Arte (ENA) como centro multidisciplinario donde hacer converger las principales manifestaciones del arte y donde educandos de todas las ramas o especialidades pudieran interrelacionarse. Todo ello a partir de la concurrencia en su claustro de lo mejor de las producciones artísticas del momento, insufladas de un espíritu indagador y experimental. El enclave preciso resultó el mágico entorno natural de Cubanacán, un escenario arquitectónico donde cohabitaría el verde tropical de la exuberante vegetación con el rojo de la rasilla y del ladrillo desnudo, y donde la concurrencia de tres jóvenes arquitectos con visiones desemejantes aportaría un matiz particular que fusionó la tradición criolla y lo más actualizado del ejercicio edilicio. Se juntaron así, en un clima de efervescencia, jóvenes de todas las procedencias sociales y de cualquier rincón del país (gracias al Plan Nacional de Becas que se instituyó ese mismo año) con lo mejor de la intelectualidad artística en el empeño de centuplicar exponencialmente la energía creativa y el potencial simbólico de una nación.
Paralelamente se crea la figura del Instructor de Arte, sin precedentes en la tradición cultural cubana, buscando alfabetizar a amplios sectores en los cimientos del arte y la apreciación artística, a la vez que contribuir en la detección de posibles talentos.
A partir de la experiencia que acumulan tales iniciativas y con la colaboración de pedagogos y especialistas nativos e internacionales, el sistema de enseñanza profesional de arte se expande por el país en dos niveles de formación y se establecen planes y programas de estudio homologados, ensayándose el primer proyecto nacional de red de centros de enseñanza artística. A partir de 1976 se incorpora el nivel universitario que encarna el Instituto Superior de Arte (ISA).
En las extensiones que otrora ocupara el intervenido Country Club, potentes bóvedas catalanas erigidas en un sueño democratizador albergaban un enjambre heterogéneo de intelectuales, artistas y profesores que personificaban tendencias creativas y líneas de pensamiento de avanzada. A tono con aquella explosión de formas serpentinas y caprichosas procrearon proyectos artístico-pedagógicos de naturaleza original determinando, así, los rumbos de las didácticas de cada especialidad. Para las postrimerías de los años setenta, el ISA había instituido una ejecutoria que congregaba a un conjunto de artistas ya profesionalizados con bastos conocimientos técnicos, para adentrarse en los predios de la articulación de contenidos, la sistematización ideoestética y teórica, el desarrollo de discursos propios y la adopción de lenguajes expresivos desde presupuestos indagatorios y cuestionadores.
Las artes plásticas contaron con su primera generación de egresados en el nivel medio en 1967, estrenando una nómina que se dilataría de continuo –sumando luego el nivel superior– durante las décadas subsiguientes para alcanzar una cifra que en la actualidad ronda un total de cinco mil creadores profesionales. Desplegados en los más disímiles circuitos nacionales y foráneos con estéticas y proyecciones desemejantes, la visualidad de raigambre cubana germina invariablemente de estas iniciativas que buscaron labrar a través del arte y la cultura los cimientos de un proyecto emancipatorio que heredara a sus hijos la fortuna legendaria del hombre nuevo.
Para los años ochenta se habían articulado en las artes visuales tres niveles de enseñanza: elemental, medio y superior. Cada uno de ellos cumplía una misión específica y en la medida que afinaron y concretaron mecanismos propios y de conjunto, se moduló la enseñanza profesional con un sentido eslabonado. Para ese entonces, el ISA resultaba un auténtico laboratorio de creación que conjuraba estrategias y metodologías de producción visual en un activismo de espíritu deconstructor fomentando perspectivas éticas en la asunción de la crítica social e histórica. La docencia y la praxis artística fusionadas en un desafío que privilegió la heterodoxia en su sentido extendido.
A diferencia del resto de las especialidades, el sistema de enseñanza de las artes visuales se atomiza entrados los años noventa. El llamado “período especial” pasa factura irremisible a una nación extenuada entre “alumbrones” episódicos. A ello se suman las decisiones de descartar el nivel elemental y cerrar la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Sobrevivientes del sisma, San Alejandro y el ISA, sufren la reducción drástica de materiales y el debilitamiento de los claustros. En adición, el contexto se polariza y decrecen los niveles de permisibilidad y tolerancia. Como consecuencia, sobreviene el menoscabo de las prácticas rupturistas y de las apetencias de confrontación teórica ante las contingencias cotidianas, la impasividad y el éxodo. Entra en escena el mercado, con su cuota de pragmatismo furibundo. Visto en el tiempo –lo cual simplifica mucho las cosas– prescindir del nivel elemental y de la Escuela Nacional de Artes Plásticas devendría un error estratégico que desestabilizó el natural devenir de un proceso que ha de asentarse en acopios consecutivos y regulares. Coordenadas que buscan realinearse aun después de trascurridas poco menos de tres décadas.
Como parte del proyecto conocido como “batalla de ideas”, durante el primer lustro de los años 2000 se crean escuelas profesionales de arte de nivel medio en varias provincias del país, completando la proporción de al menos un plantel en cada una de ellas. En poco tiempo suman 17 escuelas repartidas a lo largo del archipiélago, trayendo aparejada la consiguiente ampliación de matrículas. Sin embargo, ello no supuso en la misma proporción, una elevación de la calidad de los jóvenes creadores egresados, y los resultados de tal iniciativa se valoran, a la postre, de exiguos. Nuevas escuelas no fructificaron, per se, en la solución de una problemática cuyos orígenes residían en factores que trascendían la existencia o no de un plantel en determinado territorio. Persistían condicionantes mucho más complejas y multifactoriales como la carencia de claustros con experiencia y calidad; la falta de una vida cultural activa que ampliara referentes culturales en los territorios; la escasez de bibliografía especializada y la escasez de materiales y recursos imprescindibles para la formación integral. Como colofón, un sistema institucional debilitado, constreñido en su real capacidad de respuesta.
Se desencadena un nuevo reordenamiento, que, tras casi dramáticos arbitrajes, una vez más reduce las academias, a 7 en esta ocasión. Bajo la premisa fundamental de consolidar aquellas escuelas que pudieran contar con un claustro de profesores de alto nivel, ubicadas en los territorios que tuvieran una vida cultural más dinámica. Se territorializa la enseñanza artística de las artes visuales, en virtud de optimizar recursos financieros y de capitalizar el rédito de los talentos formadores, personificados en aquellos artistas y pedagogos paradigmáticos en vocación y reconocimiento.
La serpiente que se muerde la cola, cual designio endémico. Tampoco reducciones de cantidad de escuelas y matrículas constituyen garantías de un cambio o evolución del proceso, mientras persista un grupo de los principales problemas que deterioran la eficacia del mismo. Valga decir, en primer lugar que la inexistencia de un nivel elemental coarta la posibilidad de una decantación natural de talentos para acceder al nivel medio. Esa escuela “vocacional” –ahora preterida– debería cultivar aficiones y definir voluntades en edades tempranas; una responsabilidad que ha quedado relegada a formaciones paralelas de profesores privados y que sin dudas se ve contaminado por los imperativos que suponen los records de ingreso que cada uno de ellos exhibe. ¿Sobre qué parámetros determinar, entonces, las exigencias de los multitudinarios exámenes de aptitud ante la inexistencia de un registro continuo y organizado del devenir de los optantes? ¿Qué malabares “técnicos” o “teóricos” han de exhibir los candidatos para convencer a un tribunal de su suficiencia? ¿Qué garantiza que no prevalezcan coyunturas o intereses parentales sobre el verdadero talento y la auténtica vocación?
Otros dilemas impactan por igual a los dos niveles que subsisten. Claustros incompletos y deficientes; metologización extrema; exigencias desiguales según circunstancias y situaciones fortuitas; resistencia a nuevos modelos formativos; incapacidad para vincular a las vanguardias experimentales del momento con el bregar formativo, ya sea a través de programas ordinarios, talleres puntuales, clases magistrales o cualquier otra modalidad (muy especialmente en el nivel medio)… Todo ello bajo la presión que presupone el arribo de los omnibus preñados de norteamericanos. Una aparición que unos y otros esperan, atrapados en la dicotomía del amor-odio, que inclina la balanza según el contexto y las apetencias de cada cual. Como remate, el sistema institucional prorroga un diseño que ya en los ochenta resultaba limitado, algo que si bien en la capital resulta alarmante, en las provincias adquiere tintes dantescos.
De mi vasto anecdotario, fruto de años de bregar en estas huertas, retomo con frecuencia la profunda impresión que me causaran algunos estudiantes del ISA, tras escenificarse en el Instituto una de las cíclicas “revueltas” que ponían en jaque al Ministerio de Cultura. Comisionado para atender sus demandas, no podía salirme del asombro cuando tras varias horas de debate solo podía sacar dos intereses en limpio: la filosofía les empalagaba, pues a esas alturas ya conocían del mundo cuanto les interesaba, por lo que pretendían abolirla del programa de estudios… y reclamaban sin dilaciones su carnet del Registro del Creador, que les vehiculizaba contrataciones en las galerías comerciales. No solicitaban materiales, ni mejores profesores, ni participar en la Bienal o exhibiciones internacionales, ni siquiera libertades de acción y expresión… exclusivamente se interesaban en vender.
Cito esta anécdota porque creo resume un cambio de paradigma en la actitud de los estudiantes. Si bien los jóvenes de décadas anteriores se erigieron en conciencia crítica de la sociedad, y desde perspectivas innovadoras y experimentales diversas se sumergieron en las problemáticas esenciales del ser, tanto locales como universales, llegando en ocasiones a un activismo que trascendia los predios del arte, los imperativos de sobrevivencia impuestos por la nueva circunstancia nacional transmutaron, en algunos sectores, aquellos impulsos emancipatorios en voracidad mercantil. La praxis artística devino para estos vehículo de desenvolvimiento económico y nuevos gurús comenzaron a decidir las estrategias… entraba la figura del coleccionista a las márgenes del Quibú.
EL ISA, antaño laboratorio ideal para el experimento y la indagación cuestionadora e iconoclasta, de súbito se hizo también vitrina propiciatoria para el ejercicio retiniano de moda que favoreciera el trueque y la venta. Si antes la diana legitimadora residía en las becas, bienales y museos, para el fin de siglo xx, y en lo adelante cada día más, la vista también se orienta hacia los contratos con cifras de cinco dígitos, las galerías y las ferias.
Este es un signo que se corresponde con lo que han llamado el espíritu de la época y no es privativo de la generación emergente, pues moldea también las operatorias de una parte de la intelectualidad artística cubana. Las crudas condicionantes del patio fueron un catalizador que aceleró un proceso mucho mayor, verificado en el campo artístico a nivel global, con el corrimiento de las funciones del arte y los modelos de artista que se han privilegiado.
Rehúyo de las definiciones absolutas sea cual fueren sus matrices. Mi experiencia y el desempeño curricular de muchísimos jóvenes egresados de la enseñanza tampoco tienen un sentido totalizador. Muchas prácticas formativas persisten en tributar más a lo que se contribuye que a lo que se cotiza, a contrapelo de las modas al uso. Pero de alguna manera deberían juntarse voluntades para refundar los derroteros que conecten hacia esas latitudes equidistantes. En un campo artístico cada vez más expandido, los principios éticos deben generar dinámicas pedagógicas que respondan a las contingencias del contexto sin renunciar al compromiso plural y a la honestidad como precepto de libertad.
Mística o afición impenitente, muchas aulas se mantienen en jaque; alumnos, profesores e instituciones desmontan mitos apocalípticos consumados en un ejercicio no excento de cierto estoicismo. Ha sido embestida una y otra vez, pero todavía no aniquilada, la capacidad de regeneración y la responsabilidad con el arte y con el terruño que lo fecunda.