Licenciado en Historia del Arte (2008) y Doctor en Ciencias sobre Arte (2016) por la Universidad de La Habana, Cuba. Ha sido profesor de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de la Habana (2008-2017). Su trabajo académico, docente e investigativo, gira en torno a temas de estética, semiótica, hermenéutica, teoría del arte, teoría de la recepción y educación artística. Es ensayista, curador, crítico de arte y medios audiovisuales. Artículos y ensayos suyos han sido publicados en las principales revistas culturales de Cuba. Ha colaborado como crítico de arte con varios programas culturales de la Televisión Cubana. Ha obtenido en tres ocasiones el Premio Nacional de Crítica de Arte Guy Pérez Cisneros, que otorga el Consejo Nacional de las Artes Plásticas de Cuba. Es Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).
BIOGRAFÍA
FORMACIÓN ACADÉMICA
2011-2016: Doctorado en Ciencias sobre Arte. Facultad de Artes y Letras. Universidad de La Habana, FAYL-UH, Cuba (Problemáticas de recepción de las prácticas artísticas posmodernas)
2003-2008: Graduación en Historia del Arte. Facultad de Artes y Letras. Universidad de La Habana, FAYL-UH, Cuba
2017 – Actual: Pos-Doctorado. Universidad de Uberaba, UNIUBE, Brasil. Bolsista do(a): Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior, CAPES, Brasil.
ACTUACIÓN PROFESIONAL
2008-2017: Profesor Universitario. Facultad de Artes y Letras. Universidad de La Habana, FAYL-UH, Cuba. Dedicación exclusiva. Disciplinas impartidas: Estética; Teoría de la Cultura Artística; Semiótica; Hermenéutica; Teoría de la Recepción
Líneas de investigación: Teoría de la recepción de las prácticas artísticas posmodernas / Estudios empíricos de recepción del arte / Semiótica de la recepción del texto audio visual de arte
2014-2017: Extensión Universitaria. Crítica de Arte en el Noticiero Cultural de la Televisión Cubana
2017- Actual: Bolsista de Pos-Doctorado. Universidad de Uberaba, UNIUBE, Brasil.
Tema de investigación: Las concepciones dominantes en Brasil sobre la Enseñanza de Artes que le otorgan una importancia medular a la lectura-comprensión de las Artes Visuales en el contexto escolar.
PREMIOS
2013: Premio Nacional de Crítica de Arte Guy Pérez Cisneros en Ensayo, Consejo Nacional de las Artes Plásticas de Cuba.
2010: Premio Nacional de Crítica de Arte Guy Pérez Cisneros en Ensayo y Reseña, Consejo Nacional de las Artes Plásticas de Cuba.
PARTICIPACIÓN EN EVENTOS CIENTÍFICOS NACIONALES E INTERNACIONALES
Ponencia: Abjeção e homoerotismo em Umberto Peña: sintoma e transgressão na arte cubana. Evento: XXXVIII Colóquio do Comitê Brasileiro de História da Arte. Arte e erotismo: prazer e transgressão na história da arte. Universidade do Estado de Santa Catarina, Florianópolis, Brasil, 16-20 octubre 2018.
Ponencia: La imaginación como función interpretativa: una exploración interdisciplinar inspirada en Vigotsky. Evento: IV Colóquio Internacional Ensino Desenvolvimental: Sistema Elkonin-Davidov. Universidad Federal de Uberlândia, Brasil, 12-13 de junio 2018.
Minicurso: Derivaciones de la Estética de la Recepción hacia una enseñanza interdisciplinar a través del arte. Evento: II Conferência Internacional: O Enfoque Histórico-Cultural em questão. Escola de Artes, Ciências e Humanidades, Universidade de São Paulo, Brasil, 26-28 marzo 2018.
Ponencia: Esboço de uma proposta pedagógica para a formação de professores de arte: intermediação artística e ensino interdisciplinar. Evento: IV Congresso Internacional Trabalho Docente e Processos Educacionais: Da Política Pública Educacional à Docência. Universidad de Uberaba, Brasil, 25-27 octubre 2017.
Ponencia: Los bustos de José Martí en La Habana: apropiaciones contemporáneas de lo escultórico. Evento: IV Seminario Internacional sobre Arte Público en Latinoamérica. Universidad del Valle, Cali, Colombia, 13-15 octubre 2015.
Ponencia: Fundamentos para una estética de la recepción de las prácticas artísticas posmodernas. Evento: Coloquio Internacional Los estudios de arte en Cuba y México: experiencias de investigación desde las Universidades. Facultad de Artes y Letras, Universidad de La Habana, 28 abril 2014.
Ponencia: Crítica de cine e institucionalidad medial en cuba: cómo cambiar las reglas del juego? Evento: 19 Taller Nacional de la Crítica Cinematográfica. Ciudad de Canagüey, Cuba, 2013.
Ponencia: Formación y actuación profesional de los Instructores de Artes en Cuba. Evento: II Seminário de Formação de Professores, qualidade de ensino e inclusão. Universidad Federal de Triángulo Minero, 2010
CURADURÍA DE EXPOSICIONES DE ARTES VISUALES
1. FERNÁNDEZ, H.; Pedro Abascal; Laura DMilán. Salidas de Emergencia. 2018.
2. FERNÁNDEZ, H. Once Upon a Time. 2017.
3. FERNÁNDEZ, H.; Arlene La Daga. El Blanco más Oscuro. 2016.
4. FERNÁNDEZ, H.; Sachie Hernández. Arsenal. 2015.
TEXTO
ANTONIA EIRIZ Y LAS CIRCUNSTANCIAS…*
Hamlet Fernández
Es cierto que el socialismo crea las condiciones para que cese el caos que en el hombre engendra el capitalismo. ¿Pero es menos cierto que el dogmatismo y sus similares en aras de suprimir dicho caos, tratan de convertirse en dueños del hombre en lugar de intentar que sea el hombre quien se convierta en dueño de sí mismo?1
Julio García Espinosa
El dogmatismo, elevado a una dimensión política decisora sobre la cultura y más sensiblemente sobre los procesos artísticos, puede llegar a tener consecuencias negativas e irreversibles para la cultura de un país; conclusión que muy temprano fue posible derivar de la experiencia histórica de la última madre, país de pan, y la de todo su clan, en ese andar codo a codo socialista.
La tendencia pendular hacia lo kitsch de la plástica cubana de la tan llevada y traída década del setenta, se puede tematizar como una de las consecuencias del proceso de politización del arte llevado a cabo por la corriente dogmática que logra escalar importantes posiciones de poder hacia finales de la década del sesenta. Dicha politización distó mucho de la concepción marxista de una real praxis política del arte, en el sentido benjaminiano de un efecto transformador, emancipador y por ende revolucionario. O en el sentido del estructuralismo checo, para el que el proceso de comunicación artístico –el efecto estético que provoca una obra en un sujeto concreto– es diferente a la comunicación común, ordinaria, que es directa y objetiva, debido a que en el pensamiento por metáfora el uso con intención estética del lenguaje transforma la función comunicativa y esto hace que el mensaje se torne estructuralmente ambiguo, y el campo referencial múltiple, vasto, dinámico y hasta cierto punto indeterminado.2
Una auténtica praxis política del arte haría un uso de la argucia estética de la ambigüedad estructural, que abre un universo referencial múltiple y exige un mayor esfuerzo de interpretación al receptor, convirtiéndole en co-creador del sentido. El mensaje estético que seduce en esta dirección siempre genera un proceso de desautomatización del lenguaje, una subversión de las estructuras comunicativas que imponen una percepción normativa de la realidad; por lo que podemos decir que en el arte un saldo cognoscitivo es equivalente, o más bien es, en esencia, un saldo político.
Por su parte, la politización y/o ideologización verificable en el arte de los setenta, se caracterizó por el uso de una retórica consoladora y propagandística. Hecho al que condujo la opresiva estructura de normativas y disposiciones impuestas a la creación que fue institucionalizada como política cultural en la apertura de los setenta. En consecuencia, uno de los síntomas más negativos de esta etapa de la plástica cubana, es que el arte terminó compartiendo, junto a la retórica ideológica, la responsabilidad de congelar, evadir y desviar la atención de las verdaderas contradicciones históricas, latentes en todas las esferas y en todos los niveles, que iba generando un profundo proceso de transformación social. El gran malentendido consistió en haber pretendido hacer desprenderse al arte de su ambigüedad estructural y discursiva, de su potencialidad polisémica, con el objetivo de erradicar la asimetría comunicativa entre el producto cultural de una élite y la capacidad receptora de la masa proletaria y heroica. El método fue simplificar el código, hacer de la obra un mensaje llano, didáctico, complaciente, dulcificado y comprometido con el proyecto revolucionario en términos incondicionalmente afirmativos, nunca críticos. Ya Julio García Espinosa en el año 1963 denunciaba el hecho de que para los dogmáticos el público era una «especie de recién nacido al cual hay que darle todo masticado». El costo para el arte del momento fue empobrecerse como hecho estético; y al haberle sido privada la libertad dialéctica que asegura su irrupción en el mundo como un acontecimiento que desfamiliariza la relación habitual entre signo y referente, que desautomatiza el lenguaje y subvierte toda norma y toda estructura reificadora de la realidad, se atrofió su lógica interna de desarrollo y su poder potencial para sanear aquellas zonas cosificadas de la vida cotidiana de los sujetos. Porque, en los términos del gran esteta checo Jan Mukarovsky:
Una obra calculada para producir una concordancia apacible con los valores vitales reconocidos, es percibida como un hecho tal vez no falto de cualidades estéticas, pero no artístico, sino simplemente ameno (Kitsch). Únicamente la tensión entre los valores extraestéticos de la obra y los valores vitales de la colectividad, confiere a la obra la posibilidad de actuar sobre la relación entre el hombre y la realidad, lo cual es la misión más propia del arte.3
No es gratuito que la década del setenta sea el período más kitsch de la cultura cubana. Y lo kitsch no libera ni emancipa al sujeto, ni le transforma en el hombre nuevo del futuro; al contrario, le sumerge en una existencia cosificada, despojado de conciencia estética, al margen de una real posibilidad de crecimiento y desarrollo espiritual.
Las instancias dirigentes erraron al pretender hacer descender al arte hasta el nivel de comprensión del sujeto común, cuando el camino seguro era haber hecho ascender a ese sujeto común hacia su consolidación como un sujeto de conocimiento, capaz de relacionarse, apropiarse e incorporar a su experiencia de vida el capital simbólico de la cultura. Porque, una real socialización del saber acumulado en el reino de lo estético sólo puede ser concretada en la práctica si los sujetos favorecidos con dicha socialización han sido iniciados ya en el gusto por las formas artísticas, si el horizonte de comprensión del sujeto ha sido ensanchado lo suficiente como para que su ámbito de mirada abarque el lenguaje que habla la obra de arte. Aún ese gran salto cultural no se ha verificado en la praxis, por lo que no es responsabilidad del campo artístico que la comunidad receptora siga siendo un pequeño y elitario sector de la sociedad. Como tampoco es responsabilidad del campo de producción artística dotar a los sectores populares con las herramientas imprescindibles para llevar a cabo el acto de desciframiento estético. Esta responsabilidad recae directamente sobre la institución escolar, las estructuras mediáticas y la red de instituciones culturales cuya función articulada debe ser la socialización y democratización del patrimonio artístico-cultural.
A la problemática expuesta hasta aquí se puede sumar otro hecho que atrofió la evolución inmanente del campo artístico cubano, a saber: la exclusión que sufrió la generación que oxigenó la escena artística a mediados de los años sesenta.4 Esta política produjo dos discontinuidades abruptas. La primera de ellas fue la satanización del mecanismo de producción cultural que históricamente ha canalizado nuestra potencia creativa: la libre y desprejuiciada apropiación cultural y su consiguiente recontextualización orgánica y creativa, cuyo mejor y último exponente había sido la apropiación de la estética pop realizada por Raúl Martínez. La segunda fue el corte consciente que se operó entre generaciones, violentándose de esta forma la espontánea sucesión y superación entre ellas. Y ambas discontinuidades fueron causadas por la tendenciosidad de un trasnochado nacionalismo endogámico, que consideraba a cualquier elemento de cultura exógena, y, si provenía del mundo capitalista mucho más, como un peligro mortal para la estabilidad ideológica del proyecto de sociedad socialista.
Una de las víctimas de esa paranoia exclusionista que más ha sentido al arte de este país, es sin dudas, junto al expediente de Raúl Martínez, el caso de Antonia Eiriz (1929-1995), la estrella femenina de la generación que hizo convulsionar al ambiente plástico de mediados de los años sesenta; generación que fue silenciada en la cumbre de su fertilidad creativa y sustituida hacia finales de la misma década por la primera generación producida por la Revolución, hombres nuevos libres del llamado “pecado original”.
Antonia Eiriz se había graduado de pintura y dibujo en la Academia de San Alejandro en el año 1957, y ya en 1964, con su primera exposición personal en Galería de La Habana (Pinturas y Ensamblajes), causó un efecto similar al nacimiento de un volcán, como expresara Edmundo Desnoes ese mismo año refiriéndose al impacto del suceso: «Cuando nace un volcán, todo el paisaje cambia. Y eso es la exposición de Antonia Eiriz en la Galería de La Habana».5 ¿Pero qué paisaje es el que hace cambiar las pinturas y ensamblajes de Antonia? Desnoes lo definía así:
Esta exposición de Antonia Eiriz modifica la perspectiva del movimiento actual de la pintura cubana. La pintura de guajiros ingenuos, rejas, mamparas y carnavales ha quedado atrás, como algo tradicional en el mejor de los casos, y pintoresco o decorativo en el peor. En cuanto al expresionismo abstracto, también parece ya un poco académico.6
Si seguimos indagando en los comentarios de las voces críticas del momento, pero desplazando la mirada hacia el plano de la recepción, Hugo Consuegra, a cargo de las palabras del catálogo, advertía:
(…) la pintura de Antonia Eiriz es una aleación de patada y trompetilla, pero en una dosis tan aguda, tan descarnada, tan desprovista de adornos y concesiones que se hace casi intolerable para el espectador, o mejor dicho, para ese espectador que sólo gusta de ser halagado, entretenido, edulcorado y para ese otro espectador que recibe el arte como un hors-d’oeuvre del celebro (…)
Patada y trompetilla pues contra los simuladores, los aprovechados, los bombines y las institutrices.7
Estos dos testimonios de la época aportan a la reflexión que intentamos en el presente indicios muy provechosos para una justa valoración de lo que significó para el desarrollo plástico de entonces dicho suceso expositivo, y la importancia que reviste hoy para la historiografía del arte cubano.
Como se sabe, la década del sesenta es quizás uno de los decenios más convulsos de la historia de este país. En el ámbito de la plástica, para que se tenga una idea, coexistían, en plena producción, de tres a cuatro promociones de artistas. Figuras fundamentales de la primera y segunda vanguardia aún se mantenían activas. De la década anterior se mantenían corrientes estéticas como la abstracción, la cual fue centro de un gran debate estético y terminó siendo deslegitimada con el argumento de que era una forma de expresión incompatible con el momento histórico que vivía la Isla, ataque lanzado específicamente por marxistas dogmáticos, militantes del PSP. Como lenguaje alternativo a la abstracción se empieza a estimular una vertiente figurativa que optó por el camino seguro y oportuno de la complacencia, una figuración apologética, plagada de estereotipos en la forma de abordar la identidad nacional, en la forma de representar los héroes, el rol de los sexos, en la forma de cantar las victorias de la Revolución.
Dentro de este panorama, el expresionismo feroz de Antonia Eiriz se impone como una poética novedosa y desautomatizadora, que toma distancia tanto del ensimismamiento de las formas abstractas así como de la estetización estereotipada de las otras vertientes figurativas. Antonia logra actualizar y contextualizar magistralmente una estética de la expresión que ya comenzaba a ser despojada de su condición de paradigma modernista por la nueva sensibilidad y procedimientos postmodernos que ganaban protagonismo en la escena norteamericana de los sesenta. En la línea del más ácido expresionismo alemán, su propuesta estética, al ritmo del calor revolucionario que hacía transpirar a la Isla, será una de las más orgánicas del momento. La pintura de Antonia había superado ya la obsesión modernista de la pureza y autonomía del lenguaje; temáticamente había logrado sintonizar también con el temperamento psíquico-sociocultural de una realidad que hacia mutar el imaginario cultural en todos sus niveles, y por ende exigía nuevas formas de expresión simbólica. Antonia Eiriz, sin dudas, tuvo la agudeza crítica y la destreza de oficio suficiente para hacer cristalizar dicha forma, alcanzando una de las metas más caras al lenguaje de las formas plásticas, a saber: el sutil equilibrio de la relación antinómica entre forma y contenido. Por esta cualidad, en términos de recepción, su arte produce tanto un goce sensorial como un reto al intelecto, se nos presenta sensual y conceptual en la misma proporción.
Y en este punto deben ser abiertas dos interrogantes: ¿por qué el arte de Antonia resultaría también incompatible con las circunstancias?; ¿por qué esta gran artista abandona la creación en el año 1969, y se retira silenciosamente a una modesta labor de magisterio? Podemos encontrar explicación a estas preguntas si enrumbamos el análisis en dirección a dos problemáticas fundamentales: el conflicto de recepción que genera su pintura, y, lo más determinante, la gran connotación ideológica que iba tomando el debate estético a medida que avanzaba la década.
Un arte punzante, provocador, agresivo, de humor negro, un arte que pone ante los ojos del espectador aquellas zonas de lo humano que más detestamos y le impone el reto de purgar sus propias miserias de espíritu, un arte que le corre el velo a la hipocresía, a la demagogia, a la disfrazada manipulación, un arte que delata la desdibujación de la psiquis de los más susceptibles a la despersonalización, de los que son arrastrados y diluidos en la marea embriagadora del futuro promisorio, es un arte condenado al rechazo de quienes, como advertía Hugo Consuegra, gustan de ser halagados. Y si los que gustan de ser alagados son mayoría y tienen poder para vetar, es un arte condenado a la marginación y a la exclusión. Más en una circunstancia donde la papilla culterana debía ser elaborada de manera tal que despertara en el público «el afán de trabajo, el ideal elevado, el heroísmo valiente, la fraternidad, el compañerismo, la abnegación»,8 etc.
Pero lo más desfavorable para Antonia Eiriz fue el hecho de que el debate estético se desplazaba cada vez más hacia el plano de lo ideológico, como se puede constatar en las polémicas culturales más enconadas de la década.9 Y cuando la discusión sobre arte sucumbe en la paranoia ideológica, los valores estéticos de las obras de arte pasan a un segundo plano. Por esta razón, es muy comprensible que la obra de Antonia, que puede ser definida como una estética de la expresión –y como se sabe, la estética de la expresión es por excelencia el paradigma artístico del modernismo–, fuera fácilmente descalificable con solo argüir que la afectaba un lastre metafísico, idealista, y por tanto burgués. En este punto es oportuno recordar que para cierto “marxismo” del momento, todo lo que oliera a idealismo era considerado un residuo del pasado en estado de descomposición, y por tanto una amenaza de intoxicación para la existencia de la sociedad socialista.10 En un memorable ensayo publicado en Cuba Socialista en el año 1963, Mirta Aguirre aclaraba:
No hay que derivar de lo anterior que el combate ideológico en el terreno de las teorías estéticas presupone la coacción y la violencia, la imposibilidad práctica de que en el seno de la sociedad socialista se produzcan y se respeten manifestaciones artísticas o literarias que provengan del idealismo, siempre que no pongan en peligro la existencia de esa sociedad.11
Lo curioso es que nunca se explicara del todo de qué forma el arte auténtico, verdadero, ese que tiene el poder de actuar sobre la relación entre el hombre y la realidad, y transformar dicha relación, desautomatizándola, cuestionando las verdades que han sido erigidas como eternas e inamovibles, provenga de donde provenga, puede poner en peligro la existencia de una sociedad. Y es que, dicha explicación, si es que existe, el sólo intento de formularla pudiera hacer demasiado evidente el paternalismo enfermizo que caracteriza al pensamiento dogmático, su vocación de convertirse en dueños del hombre, impidiendo con sus actos de buena fe que sea el hombre quien se convierta en dueño de sí mismo. Tomás Gutiérrez Alea en el año 1964 advertía sobre los resultados prácticos a que podía conducir el prejuicio que se tenía sobre el origen pequeñoburgués, no proletario, de ciertos intelectuales, y la sospecha que esto provocaba, estimulando «la conocida tendencia a concebir representaciones burocráticas que se hagan cargo de la tutela de las aspiraciones populares al arte y la cultura»; y alertaba: «En más de una ocasión hemos visto cómo la actitud inquisitorial y la postura de señalador de fantasmas ha tenido como consecuencia una esterilización de la cultura muy semejante a la muerte».12
Estrechamente relacionada con el conflicto ideológico que generaba una estética de la expresión como la de Antonia Eiriz, que a los ojos de los dogmáticos resultaba incompatible con las circunstancias, tenemos la problemática de la concepción del sujeto que está implícita en una y otra perspectivas sobre la función y misión social del arte.
Como se sabe, el postimpresionismo y todo el arte vanguardista que vino después subvirtieron totalmente el paradigma de representación mimética que engloba a todo el arte pictórico de la tradición cristiano-occidental desde el Renacimiento hasta finales del siglo XIX. El modernismo impuso una nueva sensibilidad estética, un nuevo concepto de lo artístico, y un nuevo paradigma de representación, a saber: el arte como expresión. Este hecho marcó un desplazamiento radical de la intención artística en dos perspectivas: de la exterioridad del mundo sensible, natural, a la interioridad subjetiva del hombre, y de una actitud ecuménica frente al arte como necesidad unificadora de la comunidad, a una experiencia artística necesaria a la expresión de un espíritu individualista y rebelde. En este sentido Fredric Jameson ha definido como el
(…) concepto de expresión presupone cierta separación dentro del sujeto y junto con ello toda una metafísica del interior y el exterior, del dolor mudo en el seno de la mónada y del momento en el cual, a menudo catárticamente, esa “emoción” se proyecta hacia afuera y se externaliza, en forma de gesto o de grito, a manera de comunicación desesperada y de dramatización hacia el exterior de sentimientos internos.13
Por tanto, el «problema de la expresión está estrechamente relacionado con una concepción del sujeto como un recipiente monádico, en cuyo interior hay sentimientos que se expresan mediante su proyección hacia el exterior».14 Un sujeto, se podría agregar, que desde su condición de mónada expresa un mundo, que lo pinta como le mueve la mano su subjetividad, como le dicta el ego de una mirada capaz de traducir a formas únicas una única, por individual, visión del mundo. El artista moderno es aquel que comienza a ser artista sólo para el arte, que crea con la conciencia de que ya no existe comunicación entre su espíritu y el resto de los hombres, por lo que el fruto de su creación estará condenado a la incomprensión. Esta concepción del sujeto moderno, egocéntrico por excelencia, y la conciencia mesiánica del artista vanguardista, están en la base misma de la ideología modernista de la autonomía del arte y de la pureza y autosuficiencia a la que aspira en esta constelación el lenguaje artístico.
A la altura de la década del sesenta, ya el modernismo había sido institucionalizado tanto política como académicamente, y por ende domesticado; y estaba siendo radicalmente subvertido por la revolución postmoderna norteamericana. Por tanto, su estética ya no escandalizaba a nadie y había terminado siendo totalmente asimilada por el público del arte de ese momento. Pero una de sus ganancias fundamentales, a saber: el logro de una considerable autonomía relativa del campo de producción artística respecto al campo del poder, y la absoluta libertad de creación y experimentación del artista, ya no tendría marcha atrás, sino todo lo contrario, esa libertad sería instituida a escala global y explotada hasta sus últimas consecuencias por la sensibilidad y procedimientos postmodernos. Y es precisamente esa ganancia modernista de la autonomía relativa respecto al campo del poder la que comienza a ser conflictual en esa primera década de la Cuba Revolucionaria. A partir del año 1971, con la implementación de la política cultural delineada en el Primer Congreso de Educación y Cultura, el campo del poder suprimiría drásticamente los restos de autonomía relativa del campo intelectual cubano, sobreviniendo un período en el que los principios de jerarquización y legitimación de la producción artística serían esencialmente políticos y/o ideológicos, antes que estéticos.
Para el logro del proyecto socialista –se pensó e instrumentó– era necesario que todos los campos, incluido el artístico, se sumaran de manera incondicional a la construcción de la nueva sociedad; y fue inevitable que el nacionalismo que funcionaba como ideología cohesionadora de las fuerzas en acción, no terminara mediatizando excesivamente la praxis artística. Jorge Mañach, en fecha tan temprana como 1929, cuando el nacionalismo era una fuerza pujante de los modernismos latinoamericanos, advertía ya:
El nacionalismo artístico representa una intrusión análoga, porque tiende a convertir el arte en instrumento de un desideratum social, el acuse de la personalidad colectiva. Por eso hace tan buenas migas con el arte proletario.
Ahora bien: yo no veo inconveniente –antes muy ciertas ventajas– en que el arte –o al menos una porción de él– además de ser arte, “sirva para algo” –decorar objetos o redimir humanos. Lo que me parece objetable, porque crea confusión y tiende a mermar la libertad creadora, es que se pretenda hacer residir en esa posibilidad ulterior o colateral del arte la autenticidad y valor de la obra artística. El peligro que se corre al postular, con carácter imperativo, un tipo de arte específico cualquiera es que se llegue a forzar una obediencia violenta a esa admonición, imbuyendo en el artista la idea de que sólo ese tipo de arte es decoroso. Nada impone más que estos conceptos dogmáticos del decoro. (…) Conviene repasar este lugar común: el arte no es nada si no es sincero: y no es sincero si no es libre.15
En las circunstancias en que Antonia exponía sus pinturas y ensamblajes, el proceso político cubano se proyectaba hacia la utopía de la colectivización socialista, un sistema en el que las urgencias individuales debían ceder ante las urgencias colectivas, por lo que la autorrealización del yo –en su versión moderna-occidental– comenzaría a ser problemática, incompatible con la aspiración ideológica del protagonismo histórico de un homogéneo sujeto colectivo. Es comprensible entonces que toda subjetividad monádica y egocéntrica (el tipo de sujeto que como se ha dicho ya, es el caldo de cultivo histórico –moderno– de la estética de la expresión) le fuera confiscada al campo del arte, encontrando una nueva jurisdicción en los podios.
Pasemos ahora a considerar otra arista del problema. Roberto Fernández Retamar, otro comentarista del impacto causado por la exposición de Antonia en el año 1964, escribía por ese entonces: «Como en Lam tenemos un pintor del mito, en Portocarrero uno del ritmo y en Milán uno de la angustia, en Antonia empezamos a tener una pintura de lo trágico».16 Y aquí tenemos otro ingrediente importante que sumar a las tres problemáticas asociadas al arte de Antonia que he venido desarrollando: el conflicto de recepción, el conflicto ideológico, la concepción del sujeto implícita en su estética; y ahora el carácter trágico de su pintura. La unión de todos estos factores haría de la pintura de Antonia, a pesar de la ganancia estética que significaba para el arte cubano, un fenómeno incompatible con las circunstancias, un fenómeno que no cabía dentro de las fórmulas del manualismo de los núcleos de poder que ejercían control sobre la cultura en aquel entonces.
El tema de lo trágico en la pintura de Antonia permite formular otra contradicción, dada en el plano retórico, entre la supuesta dimensión trágica de su expresión y la perspectiva triunfalista del discurso oficial. Retamar, en el texto citado, explicaba:
La visión trágica nace de una gran rajadura debajo de nuestros pies. Acompaña siempre a la pérdida de un mundo, y anuncia otro, dentro de la polvareda de lo que se cae (…)
Ese rechazo trágico acepta, implícitamente, no lo que rechazaba –la basura de un mundo rígido o podrido o, en todo caso, inaceptable–, pero sí el vacío como una realidad concreta y avasalladora. Por eso lo trágico es sólo un primer paso, el acto de rehusar, pero no el de construir, el de aceptar, sin que deje de haber la aceptación tácita de lo negativo. Y es que el segundo paso, la aceptación explícita de otro mundo, positivo, es acaso más difícil. Cuando va a darse con toda honradez, entrañablemente.17
Aquí la discusión gira en torno a dos ejes: primero, la supuesta tesis de que la visión trágica se limita sólo al acto de relatar el desplome de un mundo en caos, y la imposibilidad, dada la aceptación implícita de una realidad de signo negativo, de dar el paso positivo hacia el compromiso con la construcción del mundo que se rehace de las ruinas. Y segundo: ¿es realmente el arte de Antonia una mirada trágica que acompaña la pérdida de un mundo, es posible considerarle como un arte de negación que estuvo ajeno al reto constructivo del nuevo proyecto de sociedad? Antes de seguir, es justo exponer también la certeza de Retamar de que «a partir de esta obra anticonformista –refiriéndose a Antonia– puede realizarse una gran pintura de la revolución (como logró hacer Orozco y, en cierta medida, Goya), que podrá ser acometida por la propia Antonia o por otros que cuenten con lo que ella ha hecho».18 Entonces, si Antonia puede ser inscrita en la línea de un Goya, pero también en los «caminos de Rabelais, de Voltaire, de Bertolt Brecht»,19 y de Orozco, cómo no incluirle en la gran tradición de un arte progresista, positivo; un arte que nace, no de la rajadura que succiona el desecho del mundo inaceptable, sino de la valentía que implica alumbrar manchas en medio del júbilo tendente a una precoz idealización del cambio. Un arte que asumió el compromiso de correr el riesgo que muchos rehusaban: tomarle el pulso a la sociedad en los intersticios donde aún agonizaba. Por eso, el grito trágico de Antonia fue y es curativo, nos sana de las pasiones negativas al abrir un espacio posible al efecto catártico de la purgación. Y su entrañable honradez consistió en asumir y ejecutar sin preámbulos que la construcción de ese otro mundo positivo necesitaba también ir siendo emancipado (he aquí la misión más propia del arte) de los fragmentos congelados que iban embotando la conciencia de un proceso beligerante que se abalanzaba desafiante sobre el futuro. Como merecidamente le escribiera Rufo Caballero a Antonia, en las palabras del catálogo de la exposición Primer Homenaje Póstumo:
La pintura de Antonia Eiriz fue como una temprana advertencia, fue la otra cara del triunfalismo edulcorante y apologético, lo que la hizo, contra todas las sospechas, más revolucionaria que ninguna. Cuando muchas otras paletas refulgían de euforia al reseñar la epopeya del cambio, Antonia se permitió restringir su expresión a las luces y las sombras que pudieran trasuntar todo lo que de dramático y contradictorio tenían también aquellos difíciles años, idealizados luego por la añoranza de una década prodigiosa ya distante, o en el momento mismo por el fervor del entusiasmo épico. Fue enhebrando entonces una poética del dolor marginado, del horro prohibido, que así como exorcizaba todo lo demoníaco que amenazaba la existencia del hombre, expurgaba lo terrible de la experiencia cotidiana y conjuraba la demagogia de la falsa pulcritud que de hecho confundía lo edificante con lo petrificante, cuando el reclamo absoluto de lo constructivo devenía en su contrario, en la rémora de una virtualidad que a fuer de engañosa aceleraba el advenimiento del desengaño. Ante el orgasmo de la preñez quizás era razonable una cierta dosis de escepticismo, de distancia reflexiva, de resquicio escrutador.20
En El vaso de agua (1963), una de las obra de mayor violencia comprimida de Antonia Eiriz, al igual que en la película El gran dictador (1949), el tema parece ser la dimensión traumática, terrible, de la voz humana. Según el filósofo esloveno Slavoj Zizek,21 en el clásico de Chaplin no es la voz humana “como un medio sublime y etéreo que expresa las profundidades de la subjetividad humana” lo que se tematiza, “sino la voz humana como agente intrusivo”. En la obra cinematográfica, el discurso histérico del dictador sucede siempre ante micrófonos que diseminan su amplificación por toda la ciudad a través de los altoparlantes, de manera que la voz circula como un espanto que se apodera de las psiquis de las personas, inoculándose en las conciencias como un germen que reproduce su autoridad por todo el tejido social. En el cuadro de Eiriz, esa dimensión invasora, monstruosa, de la voz como agente intrusivo, se corporiza en la figura que llena el centro de la composición, de frente a los micrófonos. Se trata de un ser hipertrofiado, desproporcionado, una bestia amorfa, de ojos y boca apenas contorneados, que se hincha de volumen dada la superposición de trazos rojos, amarillos, grises, blancos, negros: pura virulencia sedienta, y no precisamente de agua. Es esa la impactante traducción al lenguaje visual con que pudo Antonia aprehender el efecto de amplificación –y por ende de gigantismo social, con su consecuente deformidad–, que puede alcanzar una voz particular cuando es captada por micrófonos y proyectada sobre las multitudes anónimas de receptores.
Decía que esta es una obra donde el volumen de violencia comprimida resulta aplastante, no solo por el predominio del color rojo, que totaliza el fondo de la composición en tonalidades de ocres que se difuminan en negro hacia el centro superior del cuadro, dando una sensación de opresión, de infierno en ebullición. Quizás la violencia emana con mucha más contundencia de la desproporción existente entre la bestia, los micrófonos y el vaso de agua. Tanto el conjunto de micrófonos como el vaso son minúsculos, casi insignificantes, pues la grotesca materia fónica (la bestia) que monopoliza el espacio pictórico, también debe monopolizar el sentido. Pero los grandes artistas jamás regalan la intención de significado que creyeron haber depositado en su mensaje estético, de ahí que Antonia utilice el título con un objetivo inverso al habitual: como recurso que desancla el sentido potenciado en la obra, un apoyo verbal que desvía la atención hacia el objeto intrascendente, casi imperceptible (¡el vaso de agua!). Cuartada retórica que aporta el ingrediente que termina convirtiendo a este cuadro en una obra maestra de la plástica cubana: la ironía, la mordacidad cómplice que dispara la subversión más desenajenante, en tanto sitúa al receptor en una posición límite de interpretación, en la que no se le masajea el cerebro, sino que se le exprime.
Existe una continuidad evidente entre El vaso de agua y las obras de la serie Tribunas; serie que quedó truncada como la propia labor creativa de la artista, dado que la incomprensión de su poética expresionista hacia finales de la década del sesenta fue tomando la dimensión de censura autoritaria y coercitiva de la libertad y autonomía inherentes a la praxis artística –al menos en el horizonte de las sociedades modernas secularizadas. En una de esas tribunas el nexo formal y conceptual con “El vaso de agua” es bastante claro; aunque se trata de una pieza menos densa en términos de materia pictórica. El primer plano lo constituye una mesa que ocupa toda la horizontal inferior de la composición. Sobre ella, al centro, un micrófono, y dos vasos a cada lado. Desplazado hacia el lateral derecho, pero cubriendo todo el espacio vertical de esa zona del cuadro, se encuentra el “conferenciante”, o uno de ellos, pues los cuatro vasos hacen pensar, al menos, en otros tres participantes. Pero aquí la figura es menos difusa, se logra apreciar un torso y un rostro humanos, aunque igual de deformes en su desproporción con respecto tanto al espacio pictórico como a la mesa, el micrófono y los vasos. Sin dudas, esta obra también permite plantear la misma hipótesis interpretativa: que la forma hipertrofiada de quien ejerce el discurso responde al esfuerzo de la artista por hacer de la materia fónica (la voz) un elemento plástico; la voz corporizada sobre todo en la dimensión traumática, invasora, intrusiva, antes aludida.
Ahora bien, existe otra posibilidad de lectura que viene a complementar y a complejizar aún más la idea antes desarrollada. En esta pieza Antonia emula el encuadre de una cámara de televisión, que cierra el lente sobre la “figura” que hace uso de la palabra, quien en ese instante entra con su voz en la interioridad de los hogares a través de una trasmisión-amplificación tecnológica. De manera que como espectadores asistimos no a la representación plástica de un instante de realidad, sino que tenemos la sensación de que nuestra percepción está doblemente mediada, que somos receptores de tercer nivel: primero, el recorte de realidad que ejecuta un ojo tecnológico (la cámara de televisión), y, después, la representación plástica de esa realidad fragmentada –el “cuadro” enmarcado que ha sido seleccionado para ser trasmitido. Se trata de una coartada de representación especular, es decir, que funciona como el espejo de un tipo muy singular de representación de la realidad: la que operan los medios masivos de comunicación. Pero la coartada representacional y conceptual de Antonia es también autorreflexiva, en tanto pone en escena la capacidad que tiene el arte para mediar la ilusión ideológica que genera esa otra forma de comunicación; y esa capacidad es, como se sabe, desautomatizadora, desenmascaradora, problematizadora de esos fenómenos que el común de los mortales da por naturales, inofensivos, y garantes de la verdad, el bienestar y los intereses colectivos.
En Una tribuna para la paz democrática (1968), que es sin dudas otra de sus obras maestras, han sucedido cambios fundamentales en comparación con los dos casos comentados. Desaparece la corporización hipertrofiada de la voz, y en su lugar queda –en primer plano– el podio con su hilera de micrófonos. Detrás, llenando el fondo de la composición, aparece la “masa”: el colectivo apretujado de cuerpos, una nata de color silueteada en figuras blancas y negras, con muy vagos rasgos faciales, de entre los que sobresalen oquedades ovalares, como toda forma de boca, en aquellos rostros más próximos a la tribuna. En términos pictóricos el trazo es más plano, sin superposiciones con efectos volumétricos; el color limitado a blancos, negros y grises, configurando áreas homogéneas de población. También agrega a la superficie visual objetos tales como una cuerda roja de la que penden peculiares banderitas con la siguiente información: “P.C.V por una Paz Democrática”.22
Esta es una obra que me permitiré leer en el presente tanto como símbolo y alegoría, como metáfora y metonimia de uno de los fenómenos más paradójicos que produjo el proceso revolucionario en Cuba. La década del 60 fue un momento de revolución global: en la filosofía, en las ciencias sociales, en el arte, en las luchas por la reivindicación de los derechos de las llamadas minorías; una década de transformación cultural, en un sentido profundo y englobante. En ese contexto, ciertamente la Revolución cubana se convierte en esperanza para los desclasados, los marginados, los atropellados por la lógica instrumental del capital: los pobres, los obreros, los negros, las mujeres, los jóvenes, los discapacitados. Sin embargo, al efectuar la muerte política de esa concepción de sujeto que había funcionado como valor fundamento en la sociedad burguesa clásica occidental, y que se pretendía universal (a saber: varón, blanco, burgués, cristiano y heterosexual), el proceso revolucionario terminó disolviendo la propia noción de sujeto en una colectivización difusa (la masa); de la cual, no obstante, se pretendía que emergiera un nuevo paradigma de sujeto (el hombre nuevo) que por esas ironías de la historia, terminó conservando para sí el valor “fuerte” de ser “hombre” y “heterosexual”. ¿Quiénes eran esos destinatarios de una paz democrática, amalgamados en un cuerpo social, un sujeto colectivo que emerge de la desdibujación de lo particular? Y Antonia, cual sibila, nos hace ver desde la tribuna, desde detrás de los micrófonos, a la “masa” expectante, interlocutora sin locus de enunciación.23
Ya en obras anteriores, como en Cristo saliendo de Juanelo o en La muerte en pelota –ambas de 1966–, había representado al pueblo mediante una aglomeración de formas poco diferenciadas entre sí. Los espectadores del juego de pelota están resueltos prácticamente con el mismo trazo, un mismo gesto circular que va produciendo en serie a esas especies de cabezotas fantasmagóricas. En el desfile que sale de Juanelo –al parecer siguiendo a Cristo–, son óvalos semirrectangulares, seres sin extremidades, ojos saltones y narices largas. Esa regata compacta de “fieles” se escurre como un torrente de luz amarilla entre unas inmensas máquinas, que por lo difuso del diseño y la vaguedad sombría del color se me antojan futuristas. Pero también dan la sensación de estar como encapsulados, entrampados entre esos extraños artefactos. Esta pieza, en efecto, puede ser leída como una visión futurista, una metáfora que hace irrumpir una pregunta en el horizonte que las energías políticas de aquel entonces proyectaban como destino de la nación: ¿qué ofrecerá la sociedad de la tecnificación total del mañana, en su versión socialista (o comunista), a la ansiada y prometida emancipación del hombre? Ante esta hipotética pregunta, la atmósfera opresiva que exhala la obra pudiera ser asumida como una respuesta que aún hoy parece un tanto pesimista, para no decir apocalíptica. Aunque en el aspecto tecnológico-industrial la profecía de la artista no haya sido muy certera –pues la sociedad socialista desarrollada e industrializada sigue siendo hoy un proyecto inconcluso–, su manera de representar a ese sustrato de la sociedad (el pueblo), ya estaba planteando a mediados de la década del 60 una de las preguntas más profundas que se le podían hacer al proceso revolucionario: ¿resulta compatible la colectivización, la potenciación de un sujeto colectivo en el que queda subsumida la individualidad de la persona, con la promesa de emancipación y autorrealización personal de cada ciudadano?
Después de la experiencia del decenio de los 70, la respuesta a dicha pregunta nos puede parecer una verdad de Perogrullo. La disyunción entre el rol24 y la persona que es característica en las sociedades modernas altamente burocratizadas, se reeditó en Cuba (como ya había sucedido en la Europa del Este) como disyunción entre el sujeto-colectivo y la persona. En una estructura social atomizada en la especialización de roles, la función que desempeña el individuo en el ámbito público termina por mediar de alguna manera al yo personal, quedando este expropiado de sí mismo, despersonalizado, en los momentos en que se encarna el rol. Cuando actuamos desde ese conjunto de pautas prescriptivas de conducta, hablamos un lenguaje mediado por la racionalidad funcional y estamos presionados a responder a los intereses del sistema (el campo específico de especialización). En este sentido podemos decir que el rol funciona como una expresión micro del sistema. En cambio, el sujeto-colectivo funciona como una expresión macro del sistema, en tanto es una construcción ideológica que deja de ser abstracta cuando se corporiza en espacios institucionales como la escuela, el centro de trabajo, o en acontecimientos políticos como los multitudinarios desfiles, las congregaciones en torno a las tribunas –tal como lo representó Antonia Eiriz. En el intento de colectivización de la sociedad que se dio en Cuba,25 asistimos a una disyunción similar a la existente entre el sujeto-rol y la persona en el contexto capitalista, donde la organización total que opera la razón instrumental es un fenómeno consumado.
Si retomamos ahora tanto a la figura del podio desierto (símbolo de una autoridad omnisciente), como a esos seres deformes que parecen ser una corporización hipertrofiada de la voz, podemos plantear aún otra problemática: que el sujeto-colectivo en el que queda subsumido el yo personal en ese tipo de espacio de enunciación, queda a su vez mediado, poseído por un verbo singular (monádico), subsumido en la misma lógica de poder que le produce. De manera que en ese proceso el yo personal queda profundamente perdido en una estructura vertical de dominación. De ahí que nos resulten hoy tan engañosas sentencias de la siguiente naturaleza –propias del discurso político que se institucionalizó en Cuba a comienzos de los setenta:
La verdadera historia de la humanidad, la que se inicia en la lucha revolucionaria y en la consecuente toma del poder, está protagonizada por las masas. Es entonces que importa irreversiblemente la condición humana, política o ideológica de cada hombre.
El hombre liberado, desalienado, dueño de su destino no estará sujeto al aprisionamiento de su ser en una determinada práctica excluyente.26
En el horizonte histórico de crítica radical al binarismo y fundamentalismo del tipo de pensamiento en esencia metafísico27 –coincidente con el triunfo y desarrollo de la Revolución cubana–, la proclamación de la muerte teórica del sujeto autoritario, egocéntrico, monológico, es orgánica con la emancipación histórica de todas aquellas subjetividades que habían permanecido marginadas como valores inferiores, en una escala jerárquica presidida por un tipo singular de sujeto erigido en valor fundamento.
Ahora bien, la crítica que opera el pensamiento deconstructivo28 alerta que sustituir un valor fundamento por otro que se presume más justo y universal –por ejemplo, el sujeto burgués clásico por el así llamado “hombre nuevo”–, solo significa restituir la lógica metafísica; pues el valor fundamento, cualquiera que este sea, genera una estructura axiológica que es vertical y excluyente de toda otredad. En consecuencia, la propuesta y construcción ideológica de un sujeto paradigmático que es situado como thelos en el horizonte del futuro –como sucedió en Cuba–, también restituye la lógica metafísica en el ámbito del sujeto. El modelo del hombre nuevo ocupa entonces el lugar del sujeto destronado por la Revolución. Pero este lugar central se constituye al fin y al cabo como un lugar de poder, igual de prepotente y autoritario, en tanto ese ideal hombre nuevo fue erigido como el valor fundamento del hombre al que aspiraba el socialismo. Y ese estatus político e ideológico vuelve a restituir una escala jerárquica de valores en la que aquellas subjetividades que no entren en el marco de lo “correcto” delineado por el ideal (en términos ideológicos, éticos, morales, científicos, estéticos, sexuales y hasta en el aspecto físico), quedan marginadas, desplazadas hacia la periferia del sistema, como le ocurrió a los intelectuales de origen pequeño burgués, los homosexuales, los religiosos, los “pepillitos” de pelo largo, los creadores que se resistieron al dogma estético del realismo socialista, etc., etc., etc.
Antonia Eiriz fue una de esas subjetividades que la belicosidad excluyente que triunfara en el esquema político desde fines de la primera década de nuestro socialismo, y que diera lugar al quinquenio gris o decenio negro, fue dejando al margen. Por su destreza intelectual, capaz de percibir en medio del barullo aturdidor del entusiasmo sutilezas que ya eran síntomas evidentes de deformaciones del proyecto revolucionario, un grupo de intelectuales con poder político quiso “oponer” su arte a los “intereses” de las masas. Mas, para quienes constituía verdaderamente un problema, un peligro, la obra de creadores auténticos como Antonia, era para esos “pequeños políticos”,29 empeñados como estaban en convertir el arte en una papilla culterana saturada de ideología: un “producto” con la “revolucionaria” misión de estrechar las posibilidades de aprehensión crítica de la realidad que debían poseer las masas.
Casi en el ocaso de su vida, ante la pregunta largamente incontestada sobre los motivos por los que deja de pintar a finales de la década del 60, recluyéndose en su casa, lejos de la dinámica institucional y oficial del arte, la gran intelectual cubana le respondió al pasado, al presente y a la posteridad:
Cuando me hicieron esos comentarios de que mi pintura era “conflictiva” llegué a creerlo. “La tribuna”, por ejemplo, se iba a premiar y no se premió a raíz de las críticas. Un día vi todos los cuadros juntos por primera vez en mucho tiempo. Me dije a mí misma: esta es una pintura que expresa el momento en que vivo. Si un pintor puede expresar el momento en que vive, es genuino. Así que me absolví.30
Por estas y muchas razones más, Antonia Eiriz, aunque incomprendida por las circunstancias, aún exhala una resonancia que pervive en el gran tiempo, y nos obliga a aguzar los sentidos para recoger el eco ondulante de la garganta que quedó sangrando por la vibración telúrica y desgarrante de un grito honesto y necesario. Con esta inmersión arqueológica en busca de las razones que dejaron inactivo al volcán que hizo cambiar el paisaje de la plástica cubana de ese entonces, homenajeémosle pues, como merecen los grandes espíritus que dignifican la cultura de nuestro país.
*La presente versión de Antonia Eiriz y las circunstancias… resulta de la fusión del ensayo homónimo, publicado originalmente en Artecubano, no. 2, 2009, pp. 70-76 (texto con el que el autor obtuvo el Premio Ensayo de Crítica de Arte “Guy Pérez Cisneros” 2010), y el ensayo Apostillas a Antonia Eiriz y las circunstancias…, publicado originalmente en La Gaceta de Cuba, enero-febrero 2013, pp. 32-35.
NOTAS
1 García Espinosa, Julio: Vivir bajo la lluvia. En Graziela Pogolotti (selección y prólogo): Polémicas culturales de los 60. Editorial Letras Cubanas, 2006, p. 10.
2 Véase Mukarovsky, Jan: Función, norma y valor estéticos como hechos sociales. En Jandová, Jarmila; Emil Volek (Ed., intrd., tr.): Estética, función y valor: estética y semiótica del arte de Jan Mukarovsky. Plaza & Janés Editores Colombia S. A., 2000.
3 Mukarovsky, Jan: ob. cit., p. 200.
4 Me refiero a cinco artistas fundamentales: Servando Cabrera, Ángel Acosta León, Umberto Peña, Raúl Martínez y Antonia Eiriz.
5 Desnoes, Edmundo: Antonia mató a Leonardo. En La Gaceta de Cuba, año III, n. 33, 20 de mayo, 1964.
6 Ídem.
7 Consuegra, Hugo: Palabras del Catálogo de la exposición personal Pinturas y Ensamblajes, de Antonia Eiriz. Galería de La Habana, enero 22 a febrero 23, 1964.
8 Preguntas sobre películas. En Graziela Pogolotti (selección y prólogo): ob. cit., p. 148. A su vez tomado de «Aclaraciones», Hoy, La Habana, jueves, 12 de diciembre de 1963.
9 Véase Graziela Pogolotti (selección y prólogo): ob. cit.
10 En la última respuesta de Alfredo Guevara a Blas Roca, concerniente a la polémica desatada en el año 1963 sobre las películas que debía ver el pueblo, este se defendía enérgicamente de insinuaciones peligrosas para el momento: «Pues no: ni somos revisionistas ni retrocedemos a una posición liberal ni abandonamos nuestra ideología ante supuestos halagos de antiguos contrincantes. Lo que sí somos es marxistas, y por tales, no aceptamos las tergiversaciones dogmáticas, y retornamos a las fuentes, rechazando en el arte, y en todos los campos, esa enfermedad cancerosa que se propaga a título de intermediaria, y que suplanta el pensamiento vivo por las definiciones, y las obras fundamentales por el manualismo. Es ese marxismo estático, copista y rutinario, que busca desesperadamente fórmulas para sintetizar en unos trazos las soluciones que deben aplicarse a los más tormentosos problemas, el que nosotros rechazamos. La experiencia ajena le sirve de permanente inspiración, y en su fuente busca no ya la explicación de la realidad inmediata o las líneas de su desarrollo perspectivo, sino lo que es más grave, el carácter mismo de la realidad: es este error, idealista, no-marxista, reaccionario, el que les lleva a confundir el vasto mundo real con un estrecho campo de acción y observación, en el que la experiencia psicológica e histórica, ya sistematizada, y no siempre justamente evaluada, les sirve de comodín. Semejante punto de vista supone una humillación de la dignidad intelectual –de los trabajadores por ahora intelectuales y manuales- y un retraso de decenios. Por eso es inaceptable para el trabajo artístico, que va desde la creación al contacto con el espectador, y que en el espectador se confirma, o reduce a cenizas –en el de hoy, en el de mañana tal vez; nunca en el de ayer. No es el marxismo lo que está en entredicho: lo que está en entredicho, y con razón, es la tergiversación del marxismo». Alfredo Guevara: Aclarando aclaraciones. En Graziela Pogolotti (selección y prólogo): ob. cit., p. 239.
11 Aguirre, Mirta: Apuntes sobre la literatura y el arte. En Graziela Pogolotti (selección y prólogo): ob. cit., p. 64.
12 Gutiérrez Alea, Tomás: Donde menos se piensa salta el cazador… de brujas. En Graziela Pogolotti (selección y prólogo): ob. cit., p.117.
13 Jameson, Fredric: El Postmodernismo como Lógica cultural del capitalismo tardío. En Ensayos sobre el postmodernismo. Ediciones Imago Mundi, Buenos Aires, 1991, p. 28.
14 Ibídem, p. 32.
15 Mañach, Jorge: Vértice del gusto nuevo. En Revista de Avance, n. 34, mayo de 1929, La Habana, Cuba, pp. 134-135. (La cursiva es mía)
16 Fernández Retamar, Roberto: Antonia. En La Gaceta de Cuba, año III, n. 33, 20 de mayo, 1964. (La cursiva final es mía)
17 Ídem.
18 Ídem.
19 Consuegra, Hugo: ob. cit.
20 Caballero, Rufo: Palabras del catálogo. Antonia Eiriz. Primer Homenaje póstumo. Galería La Acacia, 1995.
21 Me refiero al sugestivo documental Guía cinematográfica para perversos (2006).
22 En un discurso pronunciado por el Comandante Fidel Castro Ruz en la conmemoración del X Aniversario del Asalto al Palacio Presidencial, efectuada en la Escalinata de la Universidad de La Habana el 13 de marzo de 1967, este hacía la siguiente declaración: «Comenzó la dirección del Partido Comunista de Venezuela a hablar de paz democrática. ¿Y qué es esto de paz democrática?, se preguntaba mucha gente del pueblo. ¿Y qué es esto de paz democrática?, nos preguntábamos nosotros mismos, dirigentes de la Revolución Cubana. No entendíamos. No entendíamos, pero a pesar de todo queríamos entender. ¿Qué significa esto?, le preguntábamos a algunos dirigentes venezolanos. Y entonces venía la consabida y elaborada teoría de aquella táctica, de aquella maniobra, que no era ni con mucho abandonar la guerra, ¡no, no!, sino una maniobra para ampliar la base, para destruir al régimen, para debilitarlo, para socavarlo». Un fragmento de este discurso, al que pertenecen las líneas citadas, lo debo a la gentileza de Desiderio Navarro; a él agradezco esta valiosa información, la cual nos permite suponer que la Tribuna de Antonia estuvo inspirada en este suceso específico, y por supuesto en la problemática histórica que en aquel discurso era discutida por Fidel: los partidos comunistas latinoamericanos del momento, el pueblo, y las diferencias estratégicas y políticas para conducir los procesos revolucionarios.
23 La versión original de la obra constaba además con una ranfla de madera por la que se accede al podio de una tribuna, colocada de frente al cuadro, y detrás de esta iban situadas varias hileras de sillas de las que se usaban en la época para acomodar a las personalidades políticas que presidían un acto público. De manera que se trataba de una instalación pictórica, o de una pintura-instalación. Esta información al parecer no documentada de manera visual, la debo al auxilio de Corina Matamoros, curadora de la Colección de Arte Cubano Contemporáneo del Museo Nacional de Bellas Artes, quien atestigua haber trabajado con dicha versión original.
24 Para el sociólogo norteamericano Daniel Bell “un rol es un aspecto segmentado de la actividad diaria de un individuo. No es un conjunto formalmente definido de responsabilidades (como lo es un rango o un cargo), sino un conjunto de pautas prescriptivas de conducta definidas por el uso social”. Daniel Bell: Las contradicciones culturales del capitalismo, Ed. Mexicana de Alianza Editorial S.A., 1989, p. 98.
25 En Madagascar Fernando Pérez supo aprehender la dimensión ontológica que concierne a esta problemática. Recuérdese la escena memorable en la que la mamá de Laurita mira con la lupa la imagen en el periódico de la multitudinaria congregación, tratando de encontrarse, y es cuando el personaje experimenta el efecto de extrañamiento (la disolución del yo, la invisibilización de su ser): “Donde estoy yo, donde estoy yo Dios mío…”
26 Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en Referencias, vol. 2, n. 3, Universidad de La Habana, s/a, p. 147-154.
27 Se trata de la metafísica onto-teológica (en términos de Heidegger) –o metafísica de la presencia (como también le llama Derrida)–, ubicua en todo tipo de pensamiento objetivante, que ordena la realidad en oposiciones binarias, donde el término “fuerte” –que funciona siempre como un valor fundamento– basa su dominación autoproclamándose centro, esencia, origen o thelos, subyugando así a su contrario en la periferia del sistema; el tipo de pensamiento que gusta del orden, la totalización, la normatividad, la posesión, en fin, la dominación más global posible, etc.
28 La tradición crítica que es rastreada por Gianni Vattimo a partir de pensadores como Nietzsche y Heidegger, y continuada por pensadores como Derrida, Foucault, corrientes como el feminismo, el pensamiento poscolonial y demás variantes del posestructuralismo.
29 Tomo el término del profesor Jorge Luis Acanda: «Gramsci diferenció entre “pequeña política” y “gran política”, por lo que me parece que es legítimo distinguir entre grandes políticos revolucionarios, o verdaderos políticos revolucionarios, en el sentido orgánico, y “pequeños políticos”. El verdadero político revolucionario concibe el poder que detenta como un instrumento en función de la realización de un proyecto ético-cultural que trasciende mezquinos intereses de grupo; el “pequeño político” no llega ni siquiera a ser un “pequeño político revolucionario”, pues no logra entender la dimensión desenajenante que necesariamente ha de tener la nueva hegemonía comunista, y agota su esfuerzo en el manejo de la coyuntura. Un estadista es un gran político revolucionario, pero también lo es un maestro de escuela, o un director de programas de televisión, o un arquitecto, en tanto colocan su actividad intelectual en función del desarrollo de una “conciencia de sí” crítica y coherente entre el pueblo. Ellos serán siempre la piedra en el zapato de los politiquillos, el verdadero malestar en su existencia, por cuanto estos últimos, pese a su posición consagrada en un calificador de cargos, no han sido, ni serán nunca, orgánicamente revolucionarios. Y no se puede ser un revolucionario inorgánico». Jorge Luis Acanda: “El malestar de los intelectuales”, Temas, La Habana, n. 20, abril-junio, 2002.
30 “Antonia Eiriz: Una apreciación”, entrevista realizada a Antonia Eiriz por Giulio V. Blanc, Art Nexus, julio-septiembre de 1994. Es presumible que la obra a la que se refiere Antonia es “Una tribuna para la paz democrática”.