Abram Bravo Guerra
La producción artística de una nación se alza mediada por las condicionantes específicas del espacio-tiempo en que se desarrolla. Las particularidades de una época, lustro o decenio responden a un sistema de axiomas socioculturales que transfiguran los derroteros generales de la acción creativa para así configurar un espacio cronológico definido, periodizable. Pero en este mar de elementos propios, la naturaleza de un marco temporal específico se debate en un constante juego de tensiones e influencias que rompen y, a su vez, articulan con períodos previos. Entonces, categorizar y generalizar en un ahínco de definir épocas cerradas deviene compleja tarea taxonómica –a veces sujeta al error de embaucarse en una nostalgia sufrida o, por el contrario, asegurar una ruptura totalizadora a través de una amnesia oportuna -atenta a conexiones generacionales, sin olvidar la latente presencia de un pasado que alecciona. Volando sobre individualidades –que a veces constituyen rasgo definido– un segmento temporal emana cohesiones, hilos conductores que, tras adecuadas pesquisas, surgen como evidente síntoma definitorio.
Si analizamos los noventa –visto como período independiente y no como sucesión epigonal de la década previa –desde el sustrato base de la inquieta producción imperante, es posible visualizar nexos que fungen como vía circulatoria de ideas, construcciones artístico-culturales y paradigmas estéticos que, en su conjunto, pueden atreverse a definir una época. Desde una realidad inmersa en profunda crisis de raigambre económica, política y social, dicho decenio implosiona en una trabazón institucional de la gestión artística. Trabazón que se extiende hacia el espacio de la permisibilidad, para con el artífice, en la construcción del problematizador mensaje ético-ideológico. Consecuentemente, la situación mella en el capital humano, fragmenta y erosiona desde su constitución las filas de creadores que parecen buscar refugio ante un contexto matizado por el fantasma de la incertidumbre. La generación de fin de milenio nace y se desarrolla traumada y, por qué no, mutilada; carencias que promueven un reordenamiento estético-conceptual en lo más hondo del pensamiento artístico. Las previas maneras de hacer ahora son redefinidas y rearticuladas ante un momento histórico que exige las bondades de un discurso propio.
Caracterizar los noventa como período conduce a una búsqueda relacional algo compleja, signada por los avatares de un decenio heterogéneo en que el arte, lejos de enquistarse, explota en una polifonía de soluciones y poéticas. No obstante, negar la posibilidad de sobrevolar el bosque por atender el destello de algunos árboles equivaldría a constreñir el cometido de la crítica a un descriptivismo fenomenológico (…). La respuesta ante una situación de crisis concreta parece catalizar en ciertos condicionamientos generales que determinan una armazón ideo-estética confluyente en variados aspectos. Es menester, en esta instancia, realizar un análisis de estos nodos cohesionadores (tres a mi opinión) en relación directa con la creación que los respalda y edifica, culminar en una ilustración clara de los puntos tangenciales de la plástica cubana noventeava.
En primera instancia, existe un síntoma que creo es el más apremiante y generalizado en el espacio temporal en cuestión. La creciente inseguridad ante la censura estatal –parapeto institucional ante una situación que amenaza con dinamitar los preceptos ideológicos de la revolución-condiciona una nueva configuración del texto estético que subvierte la pugna directa e incisiva típica de los ochenta. Lejos de la irreverente provocación abierta, el arte comienza a desplazarse hacia los subterfugios del lenguaje, en un intento complejizador que culmina por disimular el significado primigenio bajo gruesas capas de significantes metafóricos. Aflora una excelsa vocación metalingüística, un palpable regodeo autorreferencial del mensaje estético; clara densidad tropológica, al decir de Rufo Caballero.
Arquetípico en la producción de la rebuscada metáfora visual como estructura vertebral de su obra –al menos gran parte de ella –figura la personalidad de Carlos Garaicoa. Su prolífica creación, inicialmente fotográfica que luego se sume en la transdisciplinareidad y la multiplicidad de soportes, puede funcionar como pequeña ejemplificación de los recursos tropológicos en los noventa. La ciudad funciona como metonimia, como elemento que desata una polisémica lectura que coquetea con la crítica social y ahonda, en ocasiones, hasta reflexionar sobre la propia existencia humana. La Habana surge –en sus obras iniciales que son las que abarcan el marco cronológico competente –desde su visualidad preterida, sostenida en precarios sustratos esqueléticos que sirven para la creación de un relato imaginario cargado de poesía. Desde la sutileza, Garaicoa se sume en la ciudad olvidada que adolece retenida en el tiempo, mensaje último de una propuesta estética que transita hacia el enfrentamiento oficial desde lo tangencial, evitando innecesarias vociferaciones directas.
Acompañando la ya mencionada densidad tropológica, figuran otras patologías noventeavas no menos capitales. Resulta innegable un hecho particular en la producción de la etapa: los derroteros y condicionantes aparentan haber propiciado un retorno hacia la estetización de la producción, un énfasis basto en el cuidado de las cualidades formales del objeto artístico. Con ello, no quiero tildar de decadentes en este aspecto composiciones previas, sino que, al ponderar el impacto directo y el shock, las llamadas ¨malas formas¨ fueron, quizás, la alternativa más adecuada. En cambio, los noventa parecen retornar a una minuciosidad objetual casi preciosista antes preterida, no en el sentido pedestre y remilgado (…), sino con una dinámica donde la ética se trasmuta en un protagonismo de la estética (…) sin necesidad de anquilosarse en un nuevo y adusto trascendentalismo. Entonces, el cuidado en el acabado visual viene a apoyar directamente el mensaje, a sumirse en las sutiles estrategias de estructuración de significado. Citar otros nombres en este párrafo: Los Carpinteros, Esterio Segura, Saidel Brito, Henry Erick (obre de sus inicios) …
En un ímpetu por evidenciar lo antes planteado, es posible que la pintura sea también soporte adecuado para plasmar dicha reivindicación formal –adecuado dada la proliferación del bad painting en la convulsa, en cuanto a nociones creativas, década precedente. Otros ejemplos en pintura: Douglas Pérez, Aimeé García, Inés Garrido, Elsa Mora, Carlos Quintana, José Armando Mariño… Una obra desde el más tradicional formato bidimensional, como la de Rocío García, figura existir gracias a las potenciales interpretaciones que la preocupación estética ayuda a transmitir. La fuerza ambigua del matiz homoerótico es respaldada, sino condicionada, por la celosa construcción fornida, eco de la más férrea belleza masculina, presente en sus personajes. La minuciosidad en la creación permite captar la simplicidad de un gesto o la sagacidad de una mirada, pequeños guiños autorales que propician la construcción de un relato. Rocío sabe valerse del constructo formal como signo de su hacer, como potenciador de narraciones y vértebra central de la raíz conceptual de sus cuadros, donde formas, líneas y colores cuidadamente distribuidos catalizan gran parte del sentido.
Como colofón, simula ir prefigurándose el último rasgo distintivo –a consideración personal –del período en cuestión. Los ochenta estuvieron eminentemente signados por la dominancia casi absoluta del quehacer instalativo que, en un intento por la expansión física del soporte creativo y la inminencia receptiva, aparentó fagocitar casi cualquier otra arista de la producción artística. Los noventa, en esa vocación por el subterfugio, retoman aquellos géneros en parte dinamitados en el decenio anterior y les imprime cierto aire autónomo. La fotografía (Cirenaica Moreira, Carlos Garaicoa, René Peña, Manuel Piña, Juan Carlos Alom, Eduardo Hernández, etc.), la escultura (Los Carpinteros, Fernando Rodríguez, Kcho, Esterio Segura, William Pérez, Julio Neira, Guillermo Rodríguez Malberti etc.) y el grabado (Sandra Ramos, Belkis Ayón, Ibrahim Miranda, Agustín Bejarano, Abel Barroso, etc.) parecen resurgir como medios expresivos adecuados, cargados de novedad e inventiva, para devenir soporte primario del signo y su referente. Aunados a la efervescencia pictórica del momento, propician una inyección de pluralismo sensorial al medio, siempre transitando la brecha de la transdisciplinareidad y fundiéndose, en ocasiones, con un impulso instalacionista aún en plenas facultades vitalicias.
A la sazón, resultan interesantes artistas de la estirpe de Sandra Ramos quién, además de revitalizar la vocación grabadora, se decide a insertar nuevos aires temáticos. La estampa fragua como vertiente lícita para tratar la problemática migratoria, leit motiv en la obra de Ramos. Desde su condición de presente aborda los traumas de la ausencia, narra la agonía de los que se quedaron. Allende, las particularidades del soporte permiten la inserción de imágenes representativas y recursos expresivos dispuestos a la potenciación de sentido. La artífice suele extender las propiedades simbólicas del grabado en una vinculación directa con la instalación, caminos en los que a veces se debate su selección creativa final.
A la luz del análisis desarrollado, los noventa surgen conectados en diversas aristas siempre bajo la égida de la densidad tropológica que actúa como vértebra esencial para establecer una lógica generalizadora. Potenciada por las instancias sociales, culmina por despertar cierta visión apologética en torno a la crisis. Y es que la adecuada sublimación de impulsos artísticos en momentos de tensión crítica puede suscitar un giro, al menos novedoso, en los avatares de la creación. Tanto la re-estetización como el resurgimiento genérico abonan el camino para la articulación del discurso rebosante en metáforas, funcionan cual herramientas a las que el artista asirse en su sempiterna misión como cronista de la realidad. De modo que no resultaría osado referirnos al decenio como período definido en la Historia del Arte cubano. Si bien es clara la continuidad, las variaciones del contexto condujeron a un cambio de sensibilidad irrevocable, a una forma totalmente divergente de comprender la vida –al menos en la isla y para con la isla –y por ende el arte.
Bibliografía:
Caballero, Rufo. Con la sutil elocuencia del sosiego. La institución, la historiografía y rl imaginario estético en la tensión del arte cubano entre los años ochenta y noventa, en Revolución y cultura (La Habana) No.4, 1993.
_____________. Las apostillas del maníaco. La crítica y el arte cubanos, en un balance de los años noventa, en Revolución y cultura (La Habana) No.2, 1997.
_____________. Los recodos de la tempestad (Cuarenta años de una imagen), en El Caimán Barbudo (La Habana) Ed. 290, 1999.
Pereira, María de los Ángeles. La plástica cubana en el continuo de sus desafíos; antes y durante un período ¨especial¨. Versión digital.
Román González, Gabriela. La crítica de artes visuales de Rufo Caballero en el período 1987-1999. Tesis presentada en opción al título de Licenciado en Historia del Arte. Tutora: María de los Ángeles Pereira Perera. La Habana, Facultad de Artes y Letras, Departamento de Historia del Arte, 2017