Yenisel Osuna
Si la irrupción de nuevos lenguajes, dentro o fuera de lo considerado puramente estético, es la más palpable señal de la vitalidad del arte, entonces la prohibición, el rechazo, el cercenamiento, serían acciones que diametralmente se oponen a su naturaleza cambiante y revolucionaria. Los que estudiamos arte sabemos que su historia se debe al constante fluir de las tradiciones, las rupturas, los reciclajes y las resignificaciones del discurso visual. Y que no seguirle los pasos a una acción artística con asomos de novedad o no prestarle debida atención para un mejor entendimiento y sitio dentro de los estudios historiográficos, sería negar nuestra responsabilidad como especialistas que evaluamos los signos vitales y la pertinencia de ese hecho. Si a esto se suma que el objeto de estudio es el primero en riesgo, por limitaciones impuestas a un artista para expresarse como tal y por el sometimiento de su autonomía creativa desde la vigilancia y el castigo, el asunto genera además implicaciones más complejas. Toda vez que la expresión artística derive de un contexto hostil en el que se le advierta como acción peligrosa o generadora de sospecha, deberá ser cuestionada la soberanía de su concepción –o en otras palabras, la sinceridad o autenticidad de la obra misma.
Los artistas cubanos han debido históricamente actuar de forma muy hábil para poder hacer y decir con apego a su conciencia y, a la vez, para esquivar el peso de una sanción. Los que abiertamente se han pronunciado con discursos de trascendencia social o política han estado expuestos al trato desigual y a las tantas formas de castigo que aplican las autoridades dentro del país. Sobradas son las muestras de escarmientos para este tipo de conductas, sobradas las de castigos que llegan a sobrepasar inclusive los límites del respeto a la libertad individual y a la dignidad humana.
En un Estado de orden institucional hegemónico como el nuestro, las autoridades políticas y policiales –sin ser especialistas en la materia– han caído en el error de creerse con potestad para determinar qué es arte y qué no lo es. Ven signos de desviación ideológica en todo lo que no entienden o en todo lo que proponga transformaciones de orden social o político. Incontables son las incomprensiones que, bajo este sino, han caído sobre los fenómenos artísticos cubanos: tantas que, hoy por hoy, seguimos constatando cómo dentro de discursos como el del abstraccionismo, del arte conceptual, del performance –por mencionar algunos ejemplos– continúan emergiendo zonas desconocidas, pendientes de estudio o de ser investigadas a destiempo y, ahora, bajo la exigencia de una reinvindicación.
El artivismo –término que surge de combinar las palabras arte y activismo– pudiéramos considerarlo como el más reciente de los ejemplos que pone en evidencia el rechazo o la reticencia de las autoridades del Estado cubano frente a lenguajes en los que se cuestiona o rompe con el orden estético tradicional o con preceptos sociopolíticos. Tales autoridades someten con métodos punitivos de todo tipo a la persona que muestre afinidades o interés hacia esos temas.
Desde hace un tiempo un grupo de artistas cubanos vienen realizando acciones que pudieran enmarcarse dentro de esa expresión. Y son hoy nombres “satanizados”: Luis Manuel Otero Alcántara; miembros o actores cercanos al Movimiento San Isidro; Tania Bruguera y personas diversas formadas en los talleres de Hanna Arendt (INSTAR); así como una generación de grafiteros, que han tomado de modo clandestino las calles en señal de inconformidad o protesta por temas de índole artístico, social o político. Entre los grafiteros están Fabián López Hernández (2+2=5), Yulier Rodríguez (Yulier P.), cuyos referentes más inmediatos pudiéramos buscarlos en las acciones de Danilo Maldonado (El Sexto), quien se fue a vivir a los Estados Unidos hace algunos años. Otros posibles artivistas vienen emergiendo en la escena cultural cubana –con propuestas más o menos sólidas– pero que, sometidas a represalias por el Estado, son difíciles de reconocer y examinar.
El artivismo, que es un lenguaje de vanguardia, surgido en este siglo y del cual corren apenas dos décadas, ha venido a manifestarse en nuestro país so pena de las sanciones que sobre los incurrentes son dictadas. Alterados o ignorados sus presupuestos más básicos, díganse la reconquista y resignificación del espacio urbano como lugar de expresión libre, muchas de tales acciones han sido calificadas por la ley como delitos comunes: “escándalo público” o “maltrato a la propiedad social”.
Es esa una expresión que nace de las contradicciones y crisis institucional y política experimentadas por las regiones a nivel global; que descree del simbolismo político tradicional, por la inoperancia de sus postulados; que no presta atención al aspecto estético ni al valor comercial de la obra; que diluye el objeto artístico en una serie de ideas y acciones, donde lo más importante es el gesto y su cometido social; que se sale deliberadamente de los marcos legitimadores del arte para ganar sentido en el espacio público, haciendo llamados de conciencia por la lucha contra la injusticia y la desigualdad. Es, además, un tipo de arte que opera desde el anonimato o la acción colectiva. Rompe con muchas de las categorías y los códigos habituales del mundo del arte. Está claro que es una expresión que no recibirá el elogio ni el amparo de los sistemas institucionales apegados a la tradición y/o a esquemas políticos rígidos. Pero, de ahí a asumir el artivismo como delito común, podríamos señalar un largo trecho: uno plasmado de incomprensiones, aunque sobre todo de arbitrariedades y descalabros que, sin importar los esfuerzos, debemos cuestionar.
El artivismo vendría a ser el lenguaje que actualiza las fricciones que históricamente han existido entre artista y Estado. Algo que se le debía al performance hasta hace algunos años como práctica, la cual de modo claro retaba a los límites de la expresión pública en Cuba y al poder de las autoridades vigilantes del orden civil. Con postulados más audaces, los actores que responden a este arte de nuevo tipo, aspiran a posicionarse en el escenario artístico nacional, en el ejercicio de los derechos y las libertades fundamentales que, como artistas y ciudadanos, deben poseer.
Cuando Ángel Delgado defecó sobre un periódico Granma en el año 1990, acusado de escándalo público debió cumplir por ello seis meses de prisión. El performance era considerado una práctica incomprendida y hasta años después no se incluyó en los programas de enseñanza de las escuelas de arte. Transcurridos tres decenios de ese hecho, en Cuba se continúa interrogando y sometiendo a juicios a performers acusados por el mismo delito.
A este histórico clima de desconfianza y hostigamiento, es al que muchos quisimos decir “basta” con el gesto de asistir a la congregación frente al MINCULT el 27N (27 de noviembre de 2020). Vividos los hechos, uno no puede hacer menos que repasarse algunas preguntas. Aleatorias.
¿Cuántos de nosotros no quisimos involucrarnos de alguna manera en los acontecimientos de la Bienal 00, digamos, para testimoniar, arribar a análisis ulteriores? ¿Cuántos especialistas estaríamos hoy motivados y dispuestos a entrar en las sedes del Movimiento San Isidro o de INSTAR para estudiar los hechos artísticos que en su interior suceden y no tener que examinarlos a distancia, desde la media verdad del testimonio oral o escrito empozado en plataformas virtuales a las que, además, hay que acceder por VPN? ¿Será posible que un estudiante de las carreras de Historia del Arte, de artes visuales en San Alejandro o el ISA, pueda, sin prejuicios o miedos, analizar fenómenos en tiempo real como el artivismo en ciernes que se expresa hoy en el escenario artístico cubano? ¿Podrá un especialista joven, en formación, emprender estudios sobre fenómenos de ese tipo y sin necesidad de estar fuera de este país para sentirse a salvo?
Toda vez que el Estado cubano obstaculice el trabajo del intelectual, que en el ejercicio de su profesión indaga y cuestiona; toda vez que continúe viendo a la expresión pública como un asunto político, que inculque el rechazo masivo al disentimiento, que no acepte la fuerza transformadora del arte ni de su elección histórica de estar comprometida con la sociedad, entonces en este país los discursos visuales, la cultura y la inteligencia en general serán tan pobres e incompletos, que hará falta escarbar hasta muy profundo: para, así, encontrar una pequeña verdad.
Algo nos consuela. La producción simbólica y el pensamiento intelectual cubano, por lo general a tono con los tiempos que corren, siempre se han colocado por delante de la rigidez e inmovilidad de las políticas del Estado. Ajustar el desfase no será otra cosa que un acto de fe.
[El presente texto lo abrimos con el cartel de 2018 para la reedición de un conocido performance-juego de años pasados: ahora el fútbol en vez del béisbol… La autora, habitual colaboradora de Artcrónica, es historiadora del arte y curadora. Las imágenes han sido facilitadas por ella].