La concepción artística es una máxima entre los cartelistas jóvenes
¿Qué beneficios y prejuicios te han reportado tu ascendencia familiar y tu formación fuera del Instituto Superior de Diseño (ISDi)?
La familia aportó mi educación y la disposición de dibujar y escribir. También la invariable y para nada fastidiosa presentación de “el hijo de Haydée y Muñoz…”. Esto, que dicen que pesa como un compromiso, nunca lo he sufrido. Las cosas me han salido bien o mal, inspirado –naturalmente– en ellos. Pero sin el agobiante afán de quedar bien o superarlos.
No haber asistido a las aulas del ISDi me permitió trabajar sin preguntarme tanto el cómo y por qué se hacen las cosas. Me importan más la intuición y la incorrección. He hecho cosas incorrectas que la gente ha visto como algo premeditado. El ISDi pudo haberme entrenado en la creación grupal y en la capacidad para debatir sobre temas de trabajo con otros diseñadores; dos talentos que francamente no poseo, más bien a causa de mi timidez y no tanto por la ausencia o no de una academia.
Matriculé la carrera de Comunicación Social y allí pude seguir haciendo lo que prefería, que era dibujar. Incluso, fotografiar, diseñar, escribir. Todo en un clima de tertulia juvenil propiciado por las afinidades de quienes estudiábamos en la Facultad, de G y 23, que alojaba las carreras de Comunicación Social e Información Científica y Técnica. Desde 1987, y hasta ingresar en la universidad, realicé casi a diario dos viñetas para la sección “Hilo directo” del periódico Granma. Al llegar a la carrera de Comunicación Social esta correspondencia entre noticia e imagen se fue enriqueciendo. Hoy pienso que lo que hacía desde la secundaria básica en el periódico es, en esencia, lo mismo que hacer un cartel, una ilustración y un libro.
Comunicación Social –un periodismo con olor a redacción ataviado con escuelas y teorías de comunicación norteamericana y latinoamericana principalmente– me entregaba formaciones élites. Y aparentemente dispares, como estas: el Carpentier cronista y Gian Lorenzo Bernini, Hemingway y Massaguer, Eladio Secades y Rafael Fornés, Social–Life–Lunes de Revolución, García Márquez y El Alejaidinho. Siento que mi trabajo le debe más a los conocimientos propios de una carrera de Humanidades que al funcionamiento tecnológico de una carrera como diseño informacional.
¿Cuáles de los campos que has trabajado –publicidad, prensa plana o carteles– prefieres? ¿Por qué razón?
Prefiero el diseño editorial y el cartel. Y la ilustración para libros infantiles. Las láminas que hice para la Editorial Gente Nueva hace ya casi 17 años fueron dibujadas y acogidas por el entonces equipo creativo de la editorial, bajo condiciones de libertad y respeto irrepetibles.
Mi primer trabajo como diseñador, después de graduarme, fue en una agencia publicitaria. En Publicitaria Coral, perteneciente al Grupo Cubanacán: aprendí los conocimientos técnicos de los que carecía. Desde el manejo de los software de diseño y la pertinencia de determinado puntaje hasta los requisitos y encantos de la imprenta. En aquella oficina traté a los primeros clientes del sector turístico. En el diseño comercial los anunciantes, cuyas gerencias desembolsaban buenas sumas de dinero, querían llenar todo el espacio de la página mientras uno intentaba cuidar la parte estética pronunciando palabras inaudibles para ellos: composición, peso visual y legibilidad. Recuerdo un ejecutivo de cuentas que, mientras revisaba un eslogan compuesto en Futura, me dijo: “lo veo bien, pero quisiera una letra más moderna”. Era un proceso de trabajo riguroso y ordenado donde creabas tu diseño con la maravillosa y nunca jamás vista orden de trabajo, que no era más que un briefing generado por el departamento de estudios de mercado donde se especificaban las necesidades del anunciante.
También supe que un anuncio publicitario podía llegar al Festival de Publicidad de Cannes al poseer inteligencia estética y creativa. Me dije que la publicidad cubana distaba de búsquedas y hallazgos que observaba en agencias comerciales extranjeras e, incluso, en mensajes comerciales cubanos y norteamericanos de las décadas del cincuenta y sesenta. Observaba mis Graphis Annual y comprendía que la mejor publicidad comercial se emparentaba más con los resultados del cartel que con las creaciones de las agencias publicitarias cubanas. Las ilustraciones de André François para Citroën, los anuncios de Tomi Ungerer y los carteles de Savignac para los bolígrafos Bic eran muy similares a los cercanos y cotidianos carteles del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC).
Pero prefiero hacer carteles porque es una interpretación visual de una idea ajena. Es revestir tu idea con color, dibujo, poesía y un toque de misterio o asombro. Un cartel de gran formato y colorido, con guiños de inteligencia y humor, pegado en un muro de la ciudad, sería el sueño cumplido de un diseñador como yo.
Concebir la estructura y la secuencia de un libro, una revista o un periódico es la manera más factible de describir una historia. Algo similar a un cine en papel. En el caso de los libros que he diseñado prefiero recordar Yo Publio. Memorias de Raúl Martínez, y Havanauto de fe, de René de la Nuez. En el primero dispuse arriesgadas secuencias de planos de tiempo con imágenes seleccionadas con total libertad formal y temática. Esos pliegos gráficos antecedían a los capítulos: las imágenes antecedían al texto, un poco a la inversa de lo común. Havanauto de fe fue un libro que divirtió mucho a Nuez. Es el libro más sarcástico, cruel y divertido que he diseñado.
Mi oportunidad de experimentación fue el mensuario de artes visuales Noticias de Artecubano. Nunca sentí tanta confianza al plantearme sus páginas, al extremo que a veces pensaba que el periódico no le importaba a nadie. Existía una complicidad entre todos los miembros del machón editorial. Es justo agradecer a todos, especialmente al personal técnico de fotocomposición del poligráfico Granma y al impresor Mario Trujillo, quien, en cada tirada, con una rotativa más que caduca, venció –durante casi siete años de los once de la publicación– las difíciles exigencias de mis diseños. Tras su muerte la impresión del periódico no fue la misma. La gente del gremio apreciaba el tabloide. Se lamentaban del papel gaceta que entintaba las manos de los lectores, pero yo lo prefería así: que fuera un periódico pobre, pero joven y provocador.
Según tu experiencia, ¿cómo debiera ser la relación editor/gestor de proyectos con el diseñador?
Prefiero cuando el cliente me cae simpático y explica sus expectativas y, luego, me deja trabajar sin excesivas condicionantes. Seguramente estoy equivocado de lo que es un típico cliente y mi preferencia dista de manera drástica del histórico entendimiento cliente-diseñador. Sin embargo, he tratado con clientes maravillosos que confían en tu trabajo y con clientes simpáticos que te llevan sonrientes a donde quieren. La empatía y la confianza profesional entre las partes es algo definitorio en el trabajo futuro. Me gusta lo que decía Alfredo Rostgaard: un cartel tiene un padre que es el diseñador y un tío rico, que es el cliente.
Temo a la búsqueda de criterios excesivamente democráticos donde profesionales afines opinan y ven más allá de la naturaleza de tu idea o de tus formas. En un diseño no va la vida. No hay que desmontarlo con miles de criterios y eliminar infinitas capas de hojaldre para intentar ver el núcleo de la idea. ¿Por qué no ver el pastelito en su simple y apetitoso conjunto?
¿Tienes alguna rutina específica para realizar tus diseños?
Puedo dibujar a cualquier hora del día y en cualquier circunstancia. Me siento mejor dibujando que diseñando. En el diseño las etapas que más disfruto son la del bosquejo de la idea y la de la impresión.
Para sentarme a diseñar en la computadora demando de ciertas condiciones. Me gusta hacerlo por la mañana, hasta las doce y media o una de la tarde. Escucho la radio como fondo sonoro. Más que música prefiero oír programas donde locutores e invitados hablen y dialoguen. En las tardes, de seis a siete y media, el trabajo también marcha bien. Las primeras horas de la tarde y la noche no resultan productivas, excepto en cierres y entregas urgentes. También necesito que la mesa de trabajo esté muy limpia y organizada y que la pantalla de la computadora no tenga vestigios de suciedad o polvo. Contraje la perjudicial costumbre de maquetar las publicaciones totalmente en color amarillo. Convertir de negro a amarillo y de amarillo a negro implica doble trabajo, pérdida de tiempo y un desgaste paulatino de mi vista. Pero solo de esta manera logro palpar la composición de la página y hacer que fluyan nuevas ideas.
¿Compartes la percepción de que el cartel cubano ha revivido? ¿A qué atribuyes el determinado interés internacional que ha suscitado en los últimos años?
En los años 90 la crisis económica del país, el desgaste y la desaparición de instituciones, y el hastío y la renuncia de muchos cartelistas, hirieron de muerte al cartel. Pero el cartel sobrevivió porque permaneció en el imaginario y el recuerdo de la gente. Al punto de que los jóvenes que siguieron, e incluso trabajaron junto a los últimos maestros, tuvieron una visión muy similar a la de ellos: la veneración de la serigrafía como técnica de impresión y la concepción, más artística que informativa, son máximas entre los cartelistas jóvenes. Más que revivido, pienso que los jóvenes han retomado el diseño de carteles y han descubierto el genio y la lozanía de sus antecesores en obras muy cercanas a las de ellos mismos. Más que revivir el cartel –hay muchos carteles más vitales que los nuestros– lo que se ha hecho es reactivar la producción de carteles. Iniciativas personales, incluso de carácter puramente comercial y de alcance social, han utilizado al cartel como lenguaje en espacios físicos y en las redes sociales. El cartel tiene ahora muros virtuales. Y puede ser hijo más de las redes sociales que de las calles. Es protagónico de otra forma. Y ha recobrado esta parte de su naturaleza de cartel.
Abarcadoras exhibiciones internacionales y la edición de libros, donde se reproducen carteles de distintas generaciones de cartelistas cubanos, contribuyen a enriquecer nuestra pasión por el cartel. Los carteles cubanos tienen algo especial en el uso del color. Y sus interpretaciones son generalmente oblicuas, nunca literales. La participación de diseñadores en concursos, bienales extranjeras e iniciativas locales, evidencia que los jóvenes han dado una palmada, de “sigamos”, en el hombro de nuestros carteles clásicos y del arte del cartel.