Soy un diseñador gráfico que se hace preguntas.
Tu carrera en el mundo del diseño se caracteriza por una plataforma de acción bastante amplia: desde la creación misma hasta la escritura y la curaduría. ¿Cómo influyó tu preparación en el Instituto Superior de Diseño (ISDi) para generar en ti una visión tan abarcadora con respecto a las potencialidades del diseñador?
Creo que el ISDi no es la razón por la que yo haya encausado mi labor hacia una plataforma con la amplitud que refieres. Al ISDi le debo mi formación y pensamiento como diseñador, a los maestros que tuve allí y al concepto con que se enfoca la docencia en esa institución. Pero tomar iniciativa en algo más allá del trabajo como diseñador profesional, eso no surge precisamente del ISDi. Debo aclarar que la formación en esa academia sigue siendo muy sólida, pues mantiene un núcleo conceptual asociado con la acción de diseño, que ha demostrado ser eficaz. Pero no creo que particularmente estimule –en los que se forman– el acto de levantar la mirada y mirar al horizonte. Los años de la carrera se dedican a educar un pensamiento de diseño y enseñar herramientas profesionales.
Me parece que esa mirada más amplia es algo que está en la persona. De la misma manera que hay diseñadores muy locuaces y otros más parcos, unos que son muy sociales y otros que huyen de la manada, se podría decir que hay diseñadores que tienen inquietudes adicionales, más allá de la tarea profesional que realizan cada día. Esas inquietudes pueden manifestarse de múltiples maneras. En mi caso existe esa versión de creador de espectro amplio y tiene que ver con mis intereses como persona.
¿Qué rasgos, visuales o de otro tipo, crees que caracterizan a tu obra?
Hay creadores de rasgos visuales –o de estilo– muy marcados. Inevitablemente se identifica su obra con esa visualidad, con esa manera específica de hacer. Eduardo Muñoz Bachs, por ejemplo, tiene una grafía muy particular, que incluye la forma de representar, el colorido, el instrumento con el que lo hace. Además de lo visual, en él se perfila de modo muy claro que tiene una manera de imaginar: no solo qué dibuja, con qué lo hace o qué colores utiliza, sino una forma particular de imaginar. Su trabajo es muy homogéneo en ese sentido. También a Félix Beltrán lo caracteriza la homogeneidad: tiene una forma característica de representar, de elegir la tipografía, de usar el color.
Por otro lado, hay diseñadores que tienen un trabajo más heterogéneo. Yo pertenezco a este segundo grupo. No tengo un rasgo visual característico. Creo que no está ni lo he buscado porque, en realidad, nunca fue parte de mi manera de asumir cada proyecto. No creo que quien tiene un rasgo de estilo es porque deliberadamente lo buscó, sino que es la vía natural por la que se canalizó su creatividad. Quizás exista quien, en determinado momento, encontró ese rasgo de estilo. Y se decantó por él, de manera intencional, viendo que funcionaba. Puede ser el caso de René Azcuy.
Yo no me he visto tentado de insistir en un estilo específico. Quizás haya influido en esta decisión mi trabajo en campos diferentes. La cartelística es un territorio muy particular. Pero para el que trabaja alternando entre proyectos de identidad visual, de diseño editorial o imágenes para eventos, el desafío de intentar aplicar a cada universo un mismo estilo es casi insalvable. Yo he diseñado marcas para empresas farmacéuticas, a las que no puedo ni remotamente pretender dotar de la visualidad que aplico a un cartel para un premio literario en Casa de las Américas.
Aun así, si yo intentara caracterizar mi trabajo, los rasgos comunes no serían visuales, sino de otro tipo. Aspiro a que el denominador común en lo que hago sea la eficacia. Buscando la efectividad en el mensaje y manteniendo el rigor, aspiro a que se perciba el intento de que mis propuestas sean eficaces. Yo aspiro a que mis proyectos tengan pocas pifias, que estén sin chapucerías. Busco que quien recibe cada trabajo –el lector, el espectador– tenga una relación efectiva con el producto y capte el sistema de referencias dispuesto en el mismo. En algunos casos, como el de una marca farmacéutica, busco que ni se repare en la persona tras el diseño y fluya de manera adecuada el vínculo entre producto/mensaje y destinatario. En cuanto al catálogo de una exposición, que provea información, que complemente la presencia de la obra, que sea portador de una personalidad coherente con la muestra, bien resuelto técnicamente, con artimañas para ser atractivo y aprovechar los recursos en algo vistoso y de alto estándar. En ambos casos, el éxito depende del rigor en el diseño. Y yo quisiera que mis productos siempre transmitieran esa sensación, que funcionen como una propuesta para optimizar la intención de comunicación, los recursos y el tiempo de los que se dispone. Es esta eficacia en el diseño, esta fluidez en el mensaje una máxima para mí, sin importar el medio del que pueda valerme.
Además de eficaz y riguroso, creo que el diseño debe ser seductor y estimulante. No es suficiente con apegarnos a un molde con más de un siglo de existencia basado en las leyes de la percepción y comunicación, un saber bastante establecido. El siguiente paso es, considerando todo lo anterior, intentar producir algo seductor y fresco. No basta con hacer un catálogo que tenga una cubierta de un color, una tipografía legible, que esté correcto y bien foliado. El catálogo de arte –por poner ejemplos en los que he trabajado solo o con mi esposa– para la exposición del grupo Stainless en el Centro Hispanoamericano de Cultura tiene que ser diferente al libro por los cien años del Museo Nacional de Bellas Artes. Son dos objetos vinculados a la plástica, de la misma época, de autores actuales, pero que no pueden tener iguales rasgos visuales. Las estrategias son divergentes. No puedo aplicarle a Stainless el tiempo pausado y el peso de la historia. Ni al Museo los atrevimientos de artistas jóvenes que generan escándalo en una galería prestigiosa.
Tienes en tu haber la curaduría de varias exposiciones –distinguidas dos de ellas con premio nacional– y la publicación de algunos textos sobre la historia de nuestro diseño. Y hasta la publicación reciente de un libro-catálogo centrado en el cartel. ¿Te consideras un investigador en este campo? ¿Qué importancia le confieres a la revisión crítica de lo que se produce o ha producido en nuestra nación, al desarrollo de textos visuales o escritos que aborden el diseño?
No me considero un investigador, soy más bien un diseñador gráfico que se hace preguntas. El investigador trabaja –en la búsqueda de información– a tiempo completo, mientras yo lo hago de manera eventual. El investigador tiene la obligación de ser sistemático, de contrastar sus datos, de confirmar las fuentes, de encadenar sus preguntas de manera rigurosa. Yo, al no estar formado en este pensamiento, solo respondo a impulsos específicos, a preguntas que me surgen. Interrogantes que, en ocasiones, tienen que ver con mi época y otras con el pasado. Y en la mayoría de los casos con la relación entre ambos tiempos.
Diseñar es la labor que más disfruto, pero pensar su campo de acción, reflexionar sobre ese, es algo de lo que no puedo deshacerme. El único mérito que en esto podría atribuirme es que supone cierta generosidad hacia los otros. Un trabajo así nace de la pasión y admiración profundas hacia el gremio, con sinceros deseos de descubrir y compartir.
Cualquier fenómeno que no se repiensa a sí mismo, sobre el que no hay debate, reflexión o crítica, queda empobrecido. Tanto los momentos de alzas como los de bajas, y las secuencias que los concatenan, hay que revisitarlos desde todas las aristas posibles. No se trata de mirar la historia cultural desde el elogio constante, de crear una suerte de tabla de medallas, sino de problematizar y encontrar contradicciones, de recolocar jerarquías y aprender. Todo en función de hacer algo más. Creo que sin revisión crítica es muy difícil crecer.
Siendo un país tan pequeño, tenemos una historia gráfica extraordinariamente grande y fructífera, una secuencia de fenómenos notables. Este tránsito merece ser reflexionado, diseccionado y comentado. Muchos diseñadores no se sienten motivados a escribir. Hace falta una mirada crítica enfocada en conectar puntos aislados. Y de notar las nuevas configuraciones, comentar las tendencias, avizorar los posibles derroteros.
Llevas más de 20 años como director de diseño en Casa de las Américas, ¿cuánto ha influido en ti y en tu obra el vínculo con esta institución?
Cuando acepté la responsabilidad de dirigir la oficina de diseño de Casa de las Américas se juntaron para bien lo que yo traía en mi haber como diseñador y todo lo que la institución había acumulado en materia de diseño. Yo tenía ya cierto oficio, un saber hacer y una noción de la importancia de un diseño coherente, planteado de manera cuidada y sistemática. La Casa sostenía una tradición muy fuerte y que se estaba erosionando. Pasado el Período Especial, ya no estaba Umberto Peña y había cambiado la forma en la que se gestionaba el diseño. En resumen, existía un riesgo considerable de seguir perdiendo calidad.
La combinación de lo que poseía la institución y lo que aportaba yo, inauguró un período en el que Casa ha estabilizado una manera de hacer y reafirmado su posición como referente en Cuba. Es una de las instituciones de las que se puede decir que el diseño contribuye a articular y armonizar las intenciones de comunicación. Nuestro diseño ha pasado a formar parte esencial del programa cultural de la Casa, en todas las esferas y momentos, desde lo más simple a lo más trascendente.
El beneficio ha sido mutuo. Creo que le he dado a la Casa de las Américas mi compromiso de velar por el buen diseño y ella, a cambio, me ha regalado el honor de ser portador de un legado singular.
Desde tu considerable experiencia y trabajo en el medio, ¿cómo valoras el panorama actual del diseño cubano?
La segunda década del siglo XXI encuentra al diseño gráfico cubano en el momento último de un relevo generacional cuyo inicio se remonta a 1989, con el arribo de los primeros profesionales surgidos del Instituto Superior de Diseño. Los egresados de Belascoaín 710 entraron hace 30 años a un escenario en el que todavía resonaban los ecos del diseño que supuso, entre 1965 y 1975 –esa década no menos prodigiosa que la musical–, un cambio tanto estético como funcional, una transformación profunda en todos los ámbitos de nuestra profesión. Se asistió desde mediados de los años 80 al gradual declive de un paradigma, debido al agotamiento estilístico, a una merma notable en la dinámica institucional, a la muerte o migración de algunos creadores. Y al rotundo giro tecnológico que comenzaba a operarse. La llegada de la crisis económica fue el golpe de gracia. A la salida del Período Especial pudimos convivir armónicamente durante un tiempo (yo diría que empezando a conocernos, porque estuvimos mucho tiempo de espaldas) los más nuevos con los maestros que seguían activos. Pocos de aquellos quedan con vida hoy. Larga existencia tengan los ilustres Olivio Martínez, Rafael Morante, Ñiko, Faustino Pérez, Félix Beltrán, Umberto Peña, Eufemia Álvarez, César Mazola, Rolando de Oraá y otros de su edad y estatura, así como algunos menos veteranos y de similar brillo, como Tony Carbonell, Emilio Gómez, Ricardo Reymena, Ernesto Padrón, Francisco Masvidal, Eugenio Sagués, Modesto Braulio o Rafael Enríquez. Mis disculpas por los nombres que esté olvidando ahora… Ellos siguen siendo una referencia, pero su obra es cada vez más objeto de estudio que proyecto a implementar. El relevo se ha ido completando. Los que éramos noveles entonces no pasamos a ser simple y rutinariamente los protagonistas de hoy. Si bien la rotación es inevitable y no implica mérito en sí misma, se reconoce que nuestras creaciones tienen voz propia y mucha consistencia. Despiertan además creciente interés entre críticos, antologadores y curadores, no solo en Cuba.
Hasta aquí nada relevante tiene este momento histórico, más allá de constatar que termina una era. Sin embargo, siento que es incómodo o injusto pretender que 30 graduaciones de “isdianos” son una misma cosa y que podemos seguir refiriéndonos a tantos diseñadores como “la nueva generación”. Si Eduardo Muñoz Bachs tenía la edad que tengo yo ahora (53) al momento en que empecé a trabajar (1990), eso podría querer decir que nuestro ciclo de relevo es de alrededor de 30 años, en cuyo caso la próxima ola del diseño gráfico cubano debe estar haciendo ahora su debut. Es solo una especulación y no ignoro que, en estos asuntos, hay mucho más que equidistancias o números fríos. Pero es de utilidad hacer notar dos cosas. Primero, que los maestros fundadores del nuevo diseño cubano han completado ya la entrega del bastón a los formados en el ISDi. Y segundo, que los más noveles lo estarán reclamando pronto para sí, como debe ser. He ahí un signo de estos tiempos: por primera vez dos generaciones de profesionales comparten protagonismo de igual a igual, pues carecemos de un nuevo paradigma. Provenimos todos de la misma academia y no hay grandes diferencias tecnológicas entre nosotros. Pero los más jóvenes necesitan diferenciarse dialécticamente. Y lo harán. Conviene estar atentos a las señales de lo nuevo.