Por: Jorge Peré. Crítico de arte
Una curaduría es siempre un gesto impositivo, un verdadero ejercicio de poder. No hay nada de humilde en ello. Cuando alguien decide lanzarse a un proyecto –con o sin un pretexto definido–, y se enfrasca en un necesario proceso de decantación (atendiendo al soporte, la poética o el gusto personal), en realidad está imponiendo sus juicios con tal de arribar a una propuesta elitista, más o menos coherente y atractiva. En este sentido, toda curaduría no pasa de ser un mero asunto de escogencia, donde el curador obedece a un equilibrio de sus intereses individuales con la expectativa consumista de un espacio dado.
Al cabo, el curador también debe travestirse en relacionista público. Y, en muchos casos, claudicar ante el romanticismo para dominar cifras y engatusar a los dealers y coleccionistas privados. Porque a fin de cuentas el curador, como el vendedor más ordinario, trabaja con productos comerciables. Mercancía sui generis donde se funde lo simbólico y la extravagancia mercantil. “No estás comprando mi arte” –atiza el legendario Raymond Pettibon en uno de sus textos visuales– “me estás dando de comer”.
Desde estos presupuestos decidí arriesgarme a esta performance alternativa, con el recurrente 50/50 golpeándome en la espalda, recordándome que, en modo alguno, sería fácil.
Garage 33:08 no es sino la respuesta a una urgente necesidad: la falta de espacios exhibitivos con autonomía en La Habana. Además de un revulsivo al conservadurismo, la burocracia y la conveniencia política que rige la gestión institucional en nuestro entorno artístico. Ante esa notoria disfuncionalidad y el “cancillerismo” que se extiende como un síndrome entre los directores de las principales galerías habaneras (verdaderamente, un circuito en serie), se precipita la movida alternativa para socorrer los destellos de un espacio que languidece en su aspecto oficialista.
El concilio de tres jóvenes pintores, cuya producción jamás había coincidido dentro o fuera de la Isla, me ganó la confianza. En los casos de Maikel Sotomayor (1989) y Lancelot Alonso (1986), viejos conocidos en el panorama plástico emergente por sus repetidas incursiones de manera individual y colectiva, la filigrana metódica se hizo sentir rápidamente y un poco impregnó los cauces del proyecto. Luego, aparecía Richard Somonte (1991) a salpicar de otras intenciones un gesto que igualmente podía cerrarse al binomio antes mencionado –aunque nunca sería lo mismo. Entonces fue que me sentí como ante una composición de Mondrian: respirando equilibrio por todas partes.
Los tres artistas, refugiados en su antagonismo poético, me ofrecían su versión individual de una misma cosa: la imposibilidad de trascender el lienzo; la pintura como circunstancia maldita. Y supe que era eso lo que deseaba mostrar, lo que perseguía desde el comienzo. No se puede mentir ahí, donde se conjugan la percepción estética y los emprendimientos conceptuales. Pintar, aun cuando el mercado satura las venas de muchos artífices, puede ser y ha sido en varios casos mucho más humilde que encerrarse en una galería junto a un coyote.
Pero más allá de estos tres pintores y de mi ego curatorial, sobrevive un nuevo espacio. Un nuevo cambalache independiente desde donde hacer ruido, crear atmósfera. Otra oportuna mecánica. De garaje a receptáculo de propuestas artísticas. De un discreto estudio de artista al bullicio de un público exigente, sediento de verdaderas orgías. De la sorna cotidiana a otra razón en la cual pensar. Además de El Oficio, Hypermedia Magazine, Lázaro Saavedra, Eduardo Ponjuán, Hector Antón Castillo, Elvia Rosa Castro, Señor Corchea, Quentin Tarantino, Laura Lays, José Kozer y Roberto Bolaño. Pese a los tristes adalides del estatismo oficial, la ponzoña de algunos (no menos tristes) frustrados colegas, al destierro de algunos artistas y libros imprescindibles, al propio sentido de estas líneas que amenazan con salirse de tono… Garage 33:08 ya existe.