Ricardo Porro se define a sí mismo como un hombre de amor. Pareciera un magno conquistador del lenguaje primigenio del ladrillo, el hormigón, el acero y el vidrio. Considerado por muchos como un arquitecto inclasificable, difícil de etiquetar, se ha mantenido ajeno tanto a los juicios de la mayoría de sus colegas, como a los dictados de la crítica. Alabado, venerado y también duramente criticado, jamás se ha interesado en pertenecer a ningún grupo, movimiento o tendencia.
Nacido en Camagüey en 1925, Porro, de formación católica, tuvo una conexión muy temprana con la cultura europea. Aunque estudia Arquitectura en La Habana, poco después viaja a Caracas donde ejerce la docencia. Sin embargo, al triunfo de la Revolución regresa a su país natal para, luego de algunos encargos de viviendas para clientes privados, proyectar y construir las míticas Escuelas de Arte. A partir de 1966 se radica definitivamente en París. En Europa ha desarrollado la docencia profusamente. Ese ha sido también el escenario de la mayor parte de su obra, especialmente los barrios obreros de la capital francesa.
Las Escuelas de Arte, arquetipos y probablemente máxima expresión de la cultura –léase arquitectura– revolucionaria, sufrieron la misma suerte de la Revolución naciente; el extraordinario impulso que insuflaba a los hombres y las mujeres en ellas involucrados. Confiesa Porro que trabajar en el proyecto fue “una cosa tan intensa y exaltante como hacer el amor por primera vez, un gran salto mortal”.
Dotar al ser humano de escenarios poéticos, como usted mismo afirma, ha sido una constante de su pensamiento y su obra…
Uso una definición de arquitectura que además es mía: la arquitectura es la creación de un marco poético a la acción del hombre. Es esencial proponerse transmitir una poética a través de la arquitectura.
Hay una definición de poesía, que a mí me gusta mucho, de un poeta alemán: “poesía es transmutar el mundo en palabras”. Entonces, poesía en arquitectura es “transmutar el mundo en espacios donde se vive”. ¿Qué cosa es transmutar el mundo? Eso es esencial, porque la labor del arquitecto es la de cómo transmutar el mundo. Hay problemas fundamentales en el universo, conflictos eternos del hombre y problemas sustanciales de un momento de la civilización. Todo hombre convive con su sexo, su muerte, su entorno natural. El Mal es también un problema básico. Hacia ahí debe mirar la arquitectura. Cómo llegar a expresar unos u otros, todos esos conflictos. Pero la base está en esa búsqueda incesante de la poética de las cosas, en cómo juega la poesía en la arquitectura.
El componente sensual de nuestra cultura definió y acuñó sus proyectos. Esos integraron luego –y multiplicaron– disímiles elementos, influencias y perspectivas. ¿En qué medida puede ser compatible este tipo de arquitectura “de autor” con los amplios programas masivos de construcción?
En que los arquitectos tengan suficientes espermatozoides y esto provoque la magia de la fertilización o en que, además, se produzcan suficientes óvulos, porque las mujeres arquitectos están haciendo proyectos tremendos. De los tres alumnos que comienzan a trabajar conmigo, dos son mujeres, y se las traen. Son un par de diablos.
Hablando de influencias, y recurriendo a Silvio, “me estremeció la mujer del poeta y del caudillo siempre a la sombra y llenando un espacio vital…”.
Es impresionante cómo ciertos seres humanos pueden influenciar en un momento de tu vida. Con una frase te abren una visión del mundo que no sospechabas, pero estaba ahí. Me sucedió algo similar con Lezama. Yo era apenas un muchachito y Lezama me dedica un libro que acababa de escribir, La expresión americana, donde pone: “A Ricardo Porro que une el claustro, el tinajón y la giba”. Pero yo no había hecho nada en ese momento, y no creo que Lezama pudiera intuir que iba a hacer eso precisamente. Lo que sí es un hecho cierto es que esa imagen que él me pasó, a través de esa dedicatoria, posiblemente se me quedó en el inconsciente: sabe Dios qué hizo mi inconsciente. Produje varios años después una Escuela de Artes Plásticas que es eso: el claustro, el tinajón y la giba.
También recuerdo cuando siendo todavía estudiante voy a ver a Picasso, le toco la puerta y le digo: “mire, vine a verlo porque me interesa muchísimo, soy estudiante, tenía ganas de conversar con usted”. Y, sorprendentemente, Picasso me responde: “Ven, pasa”. Entonces comienzo a hacerle preguntas idiotas, de joven, para que me empezara a hablar de los símbolos de su pintura… Habló de sus símbolos y ¡me abrió un mundo delante de mí, me abrió las esencias de tantas cosas!
Isabel M. Pérez
Imágenes http://ricardoporro.com/
Versión de la entrevista que, con un título casi similar, apareciera en Noticias de Artecubano, La Habana, No. 1, 2008.